/ miércoles 29 de diciembre de 2021

Autorretratos de hielo | Muchos miércoles después…

Hace justo un año escribía el primer autorretrato de todos estos miércoles. Entonces quería, con la firme intuición de que valdría la pena intentarlo, desentrañar los requiebros que asumen los léxicos de la playa de Miramar cuando hacen frente a la experiencia del desarraigo.

Me parecía un desafío provechoso —aún me lo parece— ilustrar los milagros verbales que las auroras boreales provocan en los vocabularios tampiqueños, pues, aceptémoslo sin dilación, aquí y ahora: hay una forma muy nuestra, irrepetible y las más de las veces también inexplorada, de andar con el río Pánuco a cuestas por las aceras escarchadas del Polo Norte.

Permítaseme abundar... Ante la conciencia que se adquiere de nuestra propia identidad al entrar en contacto con otras nacionalidades, durante este año he pretendido ilustrar las verdades que los hijos del Golfo de México extraemos al (re)nombrarnos en el destierro.

Dicho de otro modo, porque hoy reconozco la forma tan japonesa con que mis vecinos retiran la nieve de su cochera, o porque tengo colegas africanas que solucionan sus frioleras con bufandas diferentes, o porque Elías, el conserje tan griego y comprensivo de mi edificio, me ofrece siempre un vasito de ouzo —una especie de anís, seco y dulzón, con aroma a cardamomo— cuando me mira llegar aterido de frío, así también hay postulados tampiqueños que deben presentirse en los subsuelos de mis palabras, esto es, los trópicos que laten en mi voz cuando les explico que las Navidades son tan distintas al titiritarse así, a veinte grados bajo cero.

Diríase, en suma, que mi calle hecha de invierno ha provocado un sinfín de viceversas y de reflexiones cosmopolitas, pues he aprendido a ser tampiqueño desde Japón, a presentirme tamaulipeco desde África, y ni qué decir de los licores de Elías que bebo siempre con la nostalgia de nuestros mejores mezcales.

Prosigo, ya prosigo con esta especie de balance escritural. En las columnas de cada semana he entendido también que mi pasaporte, construido con letras de parque Méndez y caligrafías de educación jesuita, complementa el mosaico lingüístico de la isla de Montreal. Es más, la imperfección de mis pronunciaciones resulta necesaria, por no decir que imprescindible, para reflejar los tropiezos orales de otros migrantes; al final de cada jornada, estoy seguro, es gracias a ello que los habitantes de la ciudad hemos aprendido a sentirnos esenciales, a estar en el alma de las cosas dichas, a escuchar los mensajes más que las pronunciaciones. ¿Verbigracias?, claro que sí: allí están los vaivenes místicos de Ahmed, un biólogo egipcio que a veces me instruye con su francés arabizado sobre las suras del Corán, o Miroslav, aquel amigo serbio cuya aspereza de sílabas honraba la melancolía con que hablaba de los bombardeos en los Balcanes —¿qué habrá sido de él?, nunca lo volví a ver, fumaba como chimenea, así era Miroslav, y se apellidaba Djunic…, en fin.

Un año más tarde puedo decir aquí, acaso con menos titubeos, que toda forma de exotismo es un bulevar de dos caras.

Por un lado, y más allá de cualquier tentación freudiana —perdón por la deriva psicoanalítica, ya me rehago—, cada ser humano es la intensidad de sus exabruptos nativos; sí, antes que nada, somos verbos iniciáticos, instinto de sonsonetes y coletillas heredadas, ¿no es cierto?. En segundo lugar, está la geografía cambiada del transterrado, a saber, las realidades que va descubriendo en el ejercicio de sus (des)esperanzas: las lenguas ajenas, las cocinas de otras sazones, las modas distintas, las celliscas que no se le parecen, y etcétera… Por ello, “asombrarse” o “desconcertarse”, “conmoverse” o “pasmarse”, son todos verbos de doble fondo en los diccionarios del migrante, o, para decirlo de la mano de Heráclito, al explicar las mareas del Saint-Laurent con su propia memoria del Tamesí, el desterrado de la calle Colón sabe que sí es posible bañarse en dos ríos distintos al mismo tiempo. Al salir del terruño, el idioma de la avenida Hidalgo hace lo que puede para describir los mundos que no le pertenecen, y no siempre lo logra.

Perseguido por tal frustración, el desarraigado descubre un buen día su condición de oriundo y también de forastero en cualquiera de sus conversaciones; venga de donde venga, él o ella deambulan entre el anfitrión que nunca seremos por completo y esta condición de huéspedes sobre la que tal vez jamás triunfaremos. Y aun a riesgo de idealizar las cicatrices que deja el exilio en el alma de cualquiera —lo sabemos, en el rostro del migrante se descifran Estados fallidos, ruinas financieras, hambrunas, dictaduras, cuartelazos o catástrofes naturales, entre tantas razones más que podrían enumerarse desde que el faraón expulsó a los judíos, cuando lo de Moisés en el mar Rojo, ¿o era el mar Muerto?—…; decía, pues, que a pesar de todo no puede ignorarse que el destierro nos hereda la fascinación de mirarnos en el espejo de un “yo-insólito”, es decir, la lucidez de reconocer las reacciones que nunca habrían florecido en nuestros nombres si no hubiésemos cambiado nunca de sociedad.

Casi para concluir viene a mi memoria aquella novela histórica de Ramón J. Sender, “La aventura equinoccial de Lope de Aguirre”.

En las descripciones más filosóficas que se nos entregan allí de los indios marañones, el autor español nos participa de un destino vivido en estado de constante asombro; en este sentido, la cuenta de los treinta o cuarenta años de vida a los que aspiraban los naturales del Amazonas en aquel relato era llevada con cálculos de sorpresas: porque cada día se asistía al descubrimiento de algo nuevo, la vida de dichos seres era un continuo acumular de perplejidades. Mutatis mutandis —cambiando lo que se deba para que la comparación funcione—, el migrante es eso, un inventario de sobresaltos en progreso, una galería de extrañezas perenes, quise decir, la estupefacción sin respiro que resulta del tener que traducirlo todo en un mundo que no se parece a nuestra forma de ser y de estar en las palabras.

Hace justo un año escribía el primer autorretrato de todos estos miércoles. Entonces quería, con la firme intuición de que valdría la pena intentarlo, desentrañar los requiebros que asumen los léxicos de la playa de Miramar cuando hacen frente a la experiencia del desarraigo.

Me parecía un desafío provechoso —aún me lo parece— ilustrar los milagros verbales que las auroras boreales provocan en los vocabularios tampiqueños, pues, aceptémoslo sin dilación, aquí y ahora: hay una forma muy nuestra, irrepetible y las más de las veces también inexplorada, de andar con el río Pánuco a cuestas por las aceras escarchadas del Polo Norte.

Permítaseme abundar... Ante la conciencia que se adquiere de nuestra propia identidad al entrar en contacto con otras nacionalidades, durante este año he pretendido ilustrar las verdades que los hijos del Golfo de México extraemos al (re)nombrarnos en el destierro.

Dicho de otro modo, porque hoy reconozco la forma tan japonesa con que mis vecinos retiran la nieve de su cochera, o porque tengo colegas africanas que solucionan sus frioleras con bufandas diferentes, o porque Elías, el conserje tan griego y comprensivo de mi edificio, me ofrece siempre un vasito de ouzo —una especie de anís, seco y dulzón, con aroma a cardamomo— cuando me mira llegar aterido de frío, así también hay postulados tampiqueños que deben presentirse en los subsuelos de mis palabras, esto es, los trópicos que laten en mi voz cuando les explico que las Navidades son tan distintas al titiritarse así, a veinte grados bajo cero.

Diríase, en suma, que mi calle hecha de invierno ha provocado un sinfín de viceversas y de reflexiones cosmopolitas, pues he aprendido a ser tampiqueño desde Japón, a presentirme tamaulipeco desde África, y ni qué decir de los licores de Elías que bebo siempre con la nostalgia de nuestros mejores mezcales.

Prosigo, ya prosigo con esta especie de balance escritural. En las columnas de cada semana he entendido también que mi pasaporte, construido con letras de parque Méndez y caligrafías de educación jesuita, complementa el mosaico lingüístico de la isla de Montreal. Es más, la imperfección de mis pronunciaciones resulta necesaria, por no decir que imprescindible, para reflejar los tropiezos orales de otros migrantes; al final de cada jornada, estoy seguro, es gracias a ello que los habitantes de la ciudad hemos aprendido a sentirnos esenciales, a estar en el alma de las cosas dichas, a escuchar los mensajes más que las pronunciaciones. ¿Verbigracias?, claro que sí: allí están los vaivenes místicos de Ahmed, un biólogo egipcio que a veces me instruye con su francés arabizado sobre las suras del Corán, o Miroslav, aquel amigo serbio cuya aspereza de sílabas honraba la melancolía con que hablaba de los bombardeos en los Balcanes —¿qué habrá sido de él?, nunca lo volví a ver, fumaba como chimenea, así era Miroslav, y se apellidaba Djunic…, en fin.

Un año más tarde puedo decir aquí, acaso con menos titubeos, que toda forma de exotismo es un bulevar de dos caras.

Por un lado, y más allá de cualquier tentación freudiana —perdón por la deriva psicoanalítica, ya me rehago—, cada ser humano es la intensidad de sus exabruptos nativos; sí, antes que nada, somos verbos iniciáticos, instinto de sonsonetes y coletillas heredadas, ¿no es cierto?. En segundo lugar, está la geografía cambiada del transterrado, a saber, las realidades que va descubriendo en el ejercicio de sus (des)esperanzas: las lenguas ajenas, las cocinas de otras sazones, las modas distintas, las celliscas que no se le parecen, y etcétera… Por ello, “asombrarse” o “desconcertarse”, “conmoverse” o “pasmarse”, son todos verbos de doble fondo en los diccionarios del migrante, o, para decirlo de la mano de Heráclito, al explicar las mareas del Saint-Laurent con su propia memoria del Tamesí, el desterrado de la calle Colón sabe que sí es posible bañarse en dos ríos distintos al mismo tiempo. Al salir del terruño, el idioma de la avenida Hidalgo hace lo que puede para describir los mundos que no le pertenecen, y no siempre lo logra.

Perseguido por tal frustración, el desarraigado descubre un buen día su condición de oriundo y también de forastero en cualquiera de sus conversaciones; venga de donde venga, él o ella deambulan entre el anfitrión que nunca seremos por completo y esta condición de huéspedes sobre la que tal vez jamás triunfaremos. Y aun a riesgo de idealizar las cicatrices que deja el exilio en el alma de cualquiera —lo sabemos, en el rostro del migrante se descifran Estados fallidos, ruinas financieras, hambrunas, dictaduras, cuartelazos o catástrofes naturales, entre tantas razones más que podrían enumerarse desde que el faraón expulsó a los judíos, cuando lo de Moisés en el mar Rojo, ¿o era el mar Muerto?—…; decía, pues, que a pesar de todo no puede ignorarse que el destierro nos hereda la fascinación de mirarnos en el espejo de un “yo-insólito”, es decir, la lucidez de reconocer las reacciones que nunca habrían florecido en nuestros nombres si no hubiésemos cambiado nunca de sociedad.

Casi para concluir viene a mi memoria aquella novela histórica de Ramón J. Sender, “La aventura equinoccial de Lope de Aguirre”.

En las descripciones más filosóficas que se nos entregan allí de los indios marañones, el autor español nos participa de un destino vivido en estado de constante asombro; en este sentido, la cuenta de los treinta o cuarenta años de vida a los que aspiraban los naturales del Amazonas en aquel relato era llevada con cálculos de sorpresas: porque cada día se asistía al descubrimiento de algo nuevo, la vida de dichos seres era un continuo acumular de perplejidades. Mutatis mutandis —cambiando lo que se deba para que la comparación funcione—, el migrante es eso, un inventario de sobresaltos en progreso, una galería de extrañezas perenes, quise decir, la estupefacción sin respiro que resulta del tener que traducirlo todo en un mundo que no se parece a nuestra forma de ser y de estar en las palabras.