/ miércoles 4 de agosto de 2021

Autorretratos de hielo | Músicas afirmativas

He releído en estos días varios artículos periodísticos de García Márquez, escritos allá por los años cincuenta. Por coincidencias y azares que al paso de los años he aprendido a agradecer con gesto de predestinación, reviví la trascendencia que siempre tuvo la música para el Nobel colombiano.

Con esa forma tan suya de andar por las palabras, y con menos de treinta años en el cuerpo, en dicho texto Gabo describe su llegada a una ciudad como Viena, aún marcada por las cicatrices de la guerra. Después de muchos ires y venires en la necesidad de un hotel de pobres, su “inglés de emergencia” no bastó para hacerse comprender por los taxistas; con gesto de desamparo, vuelve a decir el autor, “hice exactamente lo mismo que si me hubiera puesto a llorar: empecé a silbar un merengue vallenato” —ver “De Europa y América, Obra periodística 3 (1955-1960). ‘El hotel del enano jorobado’ ”.

Al salir del artículo he creído entender mejor lo que las notas de una canción significan para los nacidos en los litorales de nuestra lengua. Entre los habitantes del Golfo de México —aquí hablo con conocimiento de causa—, la música es algo mucho más profundo que la gozosa distracción que ayuda a triunfar sobre los agostos de un calor irremediable. En este sentido, y a manera de rápido ejemplo, vale la pena recordar la cinta “Roma” de Alfonso Cuarón: al asistir a una lluvia de baladas incesantes, desde Juan Gabriel y Rocío Durcal hasta Leo Dan, Rigo Tovar, Javier Solís, Angélica María y varios más que ahora mismo se me van de la mirada, la banda sonora nos permitió un diálogo más franco con los personajes; de hecho, gracias a todos esos cantores la película adquirió la claridad de los tonos intimistas, pues exigía ser sentida antes que ser pensada, ¿o me equivoco?

Perdón, lo sé, me extendí un poco en la introducción, aunque ya, ya entro en materia... Para el migrante transnacional, venga de donde venga, de la calle Colón lo mismo que de la Cochinchina, sus tarareos más congénitos envían mensajes de auxilio a las playas de su memoria; dicho de otro modo, para el desterrado del río Pánuco los canturreos ocasionales y los ritmos resucitados lo protegen de muchas cosas en los escenarios de sus nuevas rutinas: de la incomprensión de un taxista en Viena tanto como de un capataz de agricultores en Indiana, de los grados bajo cero del invierno canadiense lo mismo que de las ganas de salir corriendo de todas y cada una de las ocasiones en que nuestro acento nos ha recordado que nunca estaremos completos en las conversaciones de lengua cambiada con nuestros vecinos. Aunque parezca una verdad de perogrullo, vale la pena arriesgarse y señalar que al irnos de casa los tampiqueños arrastramos el papel pautado de unas calles cuyas músicas, al paso de los años, nos han de convertir en ciudadanos ilustres de nuestros propios silencios.

Sí, entre todos los instantes que contagian de melancolía al transterrado, ninguno como las tonadas de otro tiempo que llegan a su mirada en los bulevares de una ciudad extranjera. En las aceras que la pandemia ha desnudado de gentíos y embotellamientos, los automóviles en las esquinas y los conductores de rostros ajenos se presentan ante nuestros ojos como los emisarios de mundos perdidos, o como los mensajeros de ritmos casi siempre alucinantes. A punto de lanzarme a los pasos peatonales en la isla de Montreal, con la bufanda a cuestas a menudo he sentido a mis espaldas esas mandolinas griegas que recuerdan al extinto Demis Roussos y a mis primos mayores solfeándolo a todo pulmón en los atardeceres de la calle Tamaulipas, allá por los años ochenta. A veces, claro, en la brevedad de los parques del verano boreal he coincidido con jóvenes del Caribe inglés en cuya juventud de bocinas desafiantes uno cree reconocer el “reggae” o el “calypso”, las notas felices del extinto Harry Bellafonte o la cabellera infinita de Bob Marley.

Lo mismo sucede con las Antillas cantadas en castellano, cuando Juan Luis Guerra o Joe Arrollo interrumpen las tardes de ocio en los jardines públicos o en los viajes al supermercado. Aunque más bien escasos, también he tenido la suerte de toparme con automovilistas portugueses acompañados por Cesária Évora —era ella, estoy seguro—, y en más de una ocasión he presentido los ejercicios de afirmación que proyecta la música árabe sobre su propia melancolía: de las bocinas de unos coches a toda prisa, diríase que esas composiciones tan guturales se hacen bellas gracias a la monotonía de sus cadencias. Y cómo ignorar los momentos de nostalgias superpuestas, cuando con no poca sorpresa he descifrado a un Charles Aznavour sufriendo de amores imposibles en español o mientras reconozco al oxidadísimo Julio Iglesias musitando algo en el francés de la avenida Mont-Royal. Y ayer mismo, en mi café de leer todas las tardes, he sostenido un diálogo impensado con las notas de Mike Laure, con los compases de Pérez Prado y también con “El bodeguero” de la orquesta Aragón, el de “toma chocolate y paga lo que debes”; mientras buscaba los signos hispanos del único mesero detrás de la barra, su rostro de D’Artagnan y su inconfundible acento de Polo Norte me hicieron saber que aquellos minutos representaban el azar más honesto, y también el accidente más deseado, para el transterrado de trópico.

La ciudad cosmopolita es una región de ritmos al acecho. Para el desarraigado, las canciones heredadas representan una zona franca, un refugio a prueba de distancias y de desconciertos; son, además, el escondite donde recupera la intimidad de sus alientos, donde tararea el antes y el después y donde conjuga el presente de la añoranza con el futuro del retorno. Y porque “melodía” y “melancolía” son palabras que se parecen muchísimo, la música es nuestra forma de estar en varias lenguas y en muchos mundos al mismo tiempo…, en las calles de Montreal allá en Tampico.

En las aceras que la pandemia ha desnudado de gentíos y embotellamientos, los automóviles en las esquinas y los conductores de rostros ajenos se presentan ante nuestros ojos como los emisarios de mundos perdidos, o como los mensajeros de ritmos casi siempre alucinantes.

He releído en estos días varios artículos periodísticos de García Márquez, escritos allá por los años cincuenta. Por coincidencias y azares que al paso de los años he aprendido a agradecer con gesto de predestinación, reviví la trascendencia que siempre tuvo la música para el Nobel colombiano.

Con esa forma tan suya de andar por las palabras, y con menos de treinta años en el cuerpo, en dicho texto Gabo describe su llegada a una ciudad como Viena, aún marcada por las cicatrices de la guerra. Después de muchos ires y venires en la necesidad de un hotel de pobres, su “inglés de emergencia” no bastó para hacerse comprender por los taxistas; con gesto de desamparo, vuelve a decir el autor, “hice exactamente lo mismo que si me hubiera puesto a llorar: empecé a silbar un merengue vallenato” —ver “De Europa y América, Obra periodística 3 (1955-1960). ‘El hotel del enano jorobado’ ”.

Al salir del artículo he creído entender mejor lo que las notas de una canción significan para los nacidos en los litorales de nuestra lengua. Entre los habitantes del Golfo de México —aquí hablo con conocimiento de causa—, la música es algo mucho más profundo que la gozosa distracción que ayuda a triunfar sobre los agostos de un calor irremediable. En este sentido, y a manera de rápido ejemplo, vale la pena recordar la cinta “Roma” de Alfonso Cuarón: al asistir a una lluvia de baladas incesantes, desde Juan Gabriel y Rocío Durcal hasta Leo Dan, Rigo Tovar, Javier Solís, Angélica María y varios más que ahora mismo se me van de la mirada, la banda sonora nos permitió un diálogo más franco con los personajes; de hecho, gracias a todos esos cantores la película adquirió la claridad de los tonos intimistas, pues exigía ser sentida antes que ser pensada, ¿o me equivoco?

Perdón, lo sé, me extendí un poco en la introducción, aunque ya, ya entro en materia... Para el migrante transnacional, venga de donde venga, de la calle Colón lo mismo que de la Cochinchina, sus tarareos más congénitos envían mensajes de auxilio a las playas de su memoria; dicho de otro modo, para el desterrado del río Pánuco los canturreos ocasionales y los ritmos resucitados lo protegen de muchas cosas en los escenarios de sus nuevas rutinas: de la incomprensión de un taxista en Viena tanto como de un capataz de agricultores en Indiana, de los grados bajo cero del invierno canadiense lo mismo que de las ganas de salir corriendo de todas y cada una de las ocasiones en que nuestro acento nos ha recordado que nunca estaremos completos en las conversaciones de lengua cambiada con nuestros vecinos. Aunque parezca una verdad de perogrullo, vale la pena arriesgarse y señalar que al irnos de casa los tampiqueños arrastramos el papel pautado de unas calles cuyas músicas, al paso de los años, nos han de convertir en ciudadanos ilustres de nuestros propios silencios.

Sí, entre todos los instantes que contagian de melancolía al transterrado, ninguno como las tonadas de otro tiempo que llegan a su mirada en los bulevares de una ciudad extranjera. En las aceras que la pandemia ha desnudado de gentíos y embotellamientos, los automóviles en las esquinas y los conductores de rostros ajenos se presentan ante nuestros ojos como los emisarios de mundos perdidos, o como los mensajeros de ritmos casi siempre alucinantes. A punto de lanzarme a los pasos peatonales en la isla de Montreal, con la bufanda a cuestas a menudo he sentido a mis espaldas esas mandolinas griegas que recuerdan al extinto Demis Roussos y a mis primos mayores solfeándolo a todo pulmón en los atardeceres de la calle Tamaulipas, allá por los años ochenta. A veces, claro, en la brevedad de los parques del verano boreal he coincidido con jóvenes del Caribe inglés en cuya juventud de bocinas desafiantes uno cree reconocer el “reggae” o el “calypso”, las notas felices del extinto Harry Bellafonte o la cabellera infinita de Bob Marley.

Lo mismo sucede con las Antillas cantadas en castellano, cuando Juan Luis Guerra o Joe Arrollo interrumpen las tardes de ocio en los jardines públicos o en los viajes al supermercado. Aunque más bien escasos, también he tenido la suerte de toparme con automovilistas portugueses acompañados por Cesária Évora —era ella, estoy seguro—, y en más de una ocasión he presentido los ejercicios de afirmación que proyecta la música árabe sobre su propia melancolía: de las bocinas de unos coches a toda prisa, diríase que esas composiciones tan guturales se hacen bellas gracias a la monotonía de sus cadencias. Y cómo ignorar los momentos de nostalgias superpuestas, cuando con no poca sorpresa he descifrado a un Charles Aznavour sufriendo de amores imposibles en español o mientras reconozco al oxidadísimo Julio Iglesias musitando algo en el francés de la avenida Mont-Royal. Y ayer mismo, en mi café de leer todas las tardes, he sostenido un diálogo impensado con las notas de Mike Laure, con los compases de Pérez Prado y también con “El bodeguero” de la orquesta Aragón, el de “toma chocolate y paga lo que debes”; mientras buscaba los signos hispanos del único mesero detrás de la barra, su rostro de D’Artagnan y su inconfundible acento de Polo Norte me hicieron saber que aquellos minutos representaban el azar más honesto, y también el accidente más deseado, para el transterrado de trópico.

La ciudad cosmopolita es una región de ritmos al acecho. Para el desarraigado, las canciones heredadas representan una zona franca, un refugio a prueba de distancias y de desconciertos; son, además, el escondite donde recupera la intimidad de sus alientos, donde tararea el antes y el después y donde conjuga el presente de la añoranza con el futuro del retorno. Y porque “melodía” y “melancolía” son palabras que se parecen muchísimo, la música es nuestra forma de estar en varias lenguas y en muchos mundos al mismo tiempo…, en las calles de Montreal allá en Tampico.

En las aceras que la pandemia ha desnudado de gentíos y embotellamientos, los automóviles en las esquinas y los conductores de rostros ajenos se presentan ante nuestros ojos como los emisarios de mundos perdidos, o como los mensajeros de ritmos casi siempre alucinantes.