/ miércoles 18 de mayo de 2022

Autorretratos de hielo | Nicaragua, Nicaragüita…

En el Polo Norte hay atardeceres así, horas donde el Caribe arroja sus acentos a las playas del Golfo de México, y viceversa. Por primera vez en el año la temperatura ha superado los veinte grados en la isla de Montreal, increíble, y cada uno de los que fuimos niñez de lengua castellana, o adolescencia de litorales hispánicos, celebramos el regreso a las jornadas más largas de nuestros veranos más efímeros.

Entonces desempolvamos las sandalias, también los acentos, y resucitamos las bermudas que dejamos atrás hace tantísimas mangas largas. De cualquier cajón sacudiremos los ocho meses de frío para lanzarnos a las cinco de la tarde donde hoy volveremos a ver un juego de pelota —de beisbol quise decir—, y además seremos paisajes de jardines, senderos restituidos de árboles, tímidos días de campo, familias de mascotas felices, jóvenes corriendo en manadas deportivas, y etcétera. Habrá un atardecer completo en el español de todas estas palabras, o casi, cuando saludaré a Lázaro el habanero, a Cris el dominicano, a Santana el boricua, a Chamito nacido en Maracaibo y a tantos otros que irán llegando para instalarse detrás de las rejas que nos protegen de los pelotazos: de seguro allí estarán Carlos el panameño, Alexis el barranquillero, gente local como Dave el viejo, ojos cada vez más azules y canas un poco más blancas, Dave que ahora me saluda y que no tardará mucho en repetirnos la historia del padre extraordinario que siempre fue durante los partidos de los Expos, hace treinta años, cuando llevaba a sus hijos al Estadio Olímpico y la isla de Montreal era la ciudad perfecta con su equipo de Grandes Ligas y a Dave es mejor dejarlo hablar, que narre una vez más el día histórico en que atrapó una pelota detrás de la tercera base, un batazo de Vladimir Guerrero, héroe local, y al terminar la anécdota nos repetiremos en nuestra cara de honesta sorpresa, porque somos un verano de regreso, y porque Dave ya tiene setenta y ocho años, o más o menos.

Entre los hijos pródigos del parque Jeanne-Mance llama la atención Loló el nicaragüense. Es oriundo de Bluefield, bahía del mismo nombre, costa atlántica donde aún se baila el “Palo de Mayo”, y porque sin duda está pensando en las fiestas patronales de su pueblo no deja de escuchar música mientras bebe una cerveza y las gradas de aluminio se han ido cargando de aquellos ritmos, letras de dar alegría, muy de Nicaragua: la canción de los chismes infinitos de la “Tula Cuecho”, por ejemplo, o la de “María de los guardias”, cuando ahora Loló tararea enfundado en su gorra de los Bravos de Atlanta “que viva Quincho Quincho Barrilete”, y lo demás… Junto a otros desterrados de nuestra lengua, los parques del verano son ideales para esta clase de nostalgias, porque nadie juzga a nadie, y todos aplaudimos, ya casi somos veinte almas en la tribuna de un partido de viejos amigos que ha superado todas las quinielas y todas expectativas, señoras y señores, y allá viene Güicho el campechano —a los advenedizos del beisbol, llegados desde Honduras, de Chile o de Canarias, se les recibe bien mientras no ensucien la tarde con sus acentos futboleros.

Loló llegó a Quebec hace más de cuarenta años, el 14 de abril de 1981, lo recuerda muy bien, después de aquella revolución contra el dictador Somoza. Era tan joven. En el marco de los programas de apoyo internacional para la reconstrucción de Nicaragua, vino a realizar estudios universitarios y su familia le aconsejaba que ya no regresara, qué triste, ¿no es cierto?, porque la cosa se había puesto dura en Bluefield, que viera de quedarse en Canadá, y por acá vivió un amor de ojos certeros, de los que ya no se ven —así dice él—, y se casó con Marianne que ya nunca lo dejó volver a casa. Padre de tres hijas, terminó seminarios contables, se hizo especialista en calcular pérdidas en lenguas extranjeras, también en prometer ganancias, y ahora sube el volumen de “Nicaragua, Nicaragüita, la flor más linda de mi querer…” durante el sol aún vigente de las ocho y media de la noche y en esos gestos suyos, rojos como las emociones que ya casi coagulan, Loló es un niño perdido cuando desgranamos palabras para traerlo de regreso, porque hoy andas “arrechicupuntudo” y “circunstanfláutico”, Loló, “cabizbundo” y “meditabajo”, entiéndase melancólico y efervescente, y lo sabemos, claro que lo sabemos: basta la nostalgia concentrada en una sola canción para llevarnos de regreso a las aceras natales.

Alguna vez me habló de los muchos años que retrasó su decisión de cambiar el pasaporte.

No fue fácil, él quería seguir siendo de Bluefield, allá en Centroamérica, sólo podía entenderse transitando las calles de su memoria, hasta que dio su brazo a torcer, porque las hijas le insistieron muchísimo, ellas son sus raíces en este paraíso congelado donde hoy hace un calor tranquilo y el juego ya casi se acaba y todos a mi alrededor, Lázaro, Cris, el Chamito, Dave atrapando pelotazos hace treinta años, Güicho, Santana, Alexis, sí, todos nosotros comprendemos que Loló repita por enésima vez la dichosa cancioncita en su bocina, “ay Nicaragua sos más dulcita…”, porque hoy es él quien anda enfermo de país, constipado de distancias, y porque mañana quizás seremos nosotros los agripados de ausencias.

Al final, en este mismo parque de todos los veranos nos reconocemos en el reflejo de cada una de sus pronunciaciones, tan ajenas y asimismo tan entrañables. Por añadidura, gracias a las nostalgias de Loló nos convertimos en dueños del lenguaje de cualquier destierro, porque fue aquí mismo donde aprendimos a decir que hay lejanías que saben a tiempo, que hay añoranzas que beben cerveza, que hay inviernos de sandalias dormidas y mayos que vuelven al cuerpo, y que hay jugadas con ojos de aplauso y canciones antiguas diez veces más nuevas, ¿o fueron once?, “Nicaragua, Nicaragüita, yo te quiero mucho más…”, o las que hayan sido, y qué más da.

En el Polo Norte hay atardeceres así, horas donde el Caribe arroja sus acentos a las playas del Golfo de México, y viceversa. Por primera vez en el año la temperatura ha superado los veinte grados en la isla de Montreal, increíble, y cada uno de los que fuimos niñez de lengua castellana, o adolescencia de litorales hispánicos, celebramos el regreso a las jornadas más largas de nuestros veranos más efímeros.

Entonces desempolvamos las sandalias, también los acentos, y resucitamos las bermudas que dejamos atrás hace tantísimas mangas largas. De cualquier cajón sacudiremos los ocho meses de frío para lanzarnos a las cinco de la tarde donde hoy volveremos a ver un juego de pelota —de beisbol quise decir—, y además seremos paisajes de jardines, senderos restituidos de árboles, tímidos días de campo, familias de mascotas felices, jóvenes corriendo en manadas deportivas, y etcétera. Habrá un atardecer completo en el español de todas estas palabras, o casi, cuando saludaré a Lázaro el habanero, a Cris el dominicano, a Santana el boricua, a Chamito nacido en Maracaibo y a tantos otros que irán llegando para instalarse detrás de las rejas que nos protegen de los pelotazos: de seguro allí estarán Carlos el panameño, Alexis el barranquillero, gente local como Dave el viejo, ojos cada vez más azules y canas un poco más blancas, Dave que ahora me saluda y que no tardará mucho en repetirnos la historia del padre extraordinario que siempre fue durante los partidos de los Expos, hace treinta años, cuando llevaba a sus hijos al Estadio Olímpico y la isla de Montreal era la ciudad perfecta con su equipo de Grandes Ligas y a Dave es mejor dejarlo hablar, que narre una vez más el día histórico en que atrapó una pelota detrás de la tercera base, un batazo de Vladimir Guerrero, héroe local, y al terminar la anécdota nos repetiremos en nuestra cara de honesta sorpresa, porque somos un verano de regreso, y porque Dave ya tiene setenta y ocho años, o más o menos.

Entre los hijos pródigos del parque Jeanne-Mance llama la atención Loló el nicaragüense. Es oriundo de Bluefield, bahía del mismo nombre, costa atlántica donde aún se baila el “Palo de Mayo”, y porque sin duda está pensando en las fiestas patronales de su pueblo no deja de escuchar música mientras bebe una cerveza y las gradas de aluminio se han ido cargando de aquellos ritmos, letras de dar alegría, muy de Nicaragua: la canción de los chismes infinitos de la “Tula Cuecho”, por ejemplo, o la de “María de los guardias”, cuando ahora Loló tararea enfundado en su gorra de los Bravos de Atlanta “que viva Quincho Quincho Barrilete”, y lo demás… Junto a otros desterrados de nuestra lengua, los parques del verano son ideales para esta clase de nostalgias, porque nadie juzga a nadie, y todos aplaudimos, ya casi somos veinte almas en la tribuna de un partido de viejos amigos que ha superado todas las quinielas y todas expectativas, señoras y señores, y allá viene Güicho el campechano —a los advenedizos del beisbol, llegados desde Honduras, de Chile o de Canarias, se les recibe bien mientras no ensucien la tarde con sus acentos futboleros.

Loló llegó a Quebec hace más de cuarenta años, el 14 de abril de 1981, lo recuerda muy bien, después de aquella revolución contra el dictador Somoza. Era tan joven. En el marco de los programas de apoyo internacional para la reconstrucción de Nicaragua, vino a realizar estudios universitarios y su familia le aconsejaba que ya no regresara, qué triste, ¿no es cierto?, porque la cosa se había puesto dura en Bluefield, que viera de quedarse en Canadá, y por acá vivió un amor de ojos certeros, de los que ya no se ven —así dice él—, y se casó con Marianne que ya nunca lo dejó volver a casa. Padre de tres hijas, terminó seminarios contables, se hizo especialista en calcular pérdidas en lenguas extranjeras, también en prometer ganancias, y ahora sube el volumen de “Nicaragua, Nicaragüita, la flor más linda de mi querer…” durante el sol aún vigente de las ocho y media de la noche y en esos gestos suyos, rojos como las emociones que ya casi coagulan, Loló es un niño perdido cuando desgranamos palabras para traerlo de regreso, porque hoy andas “arrechicupuntudo” y “circunstanfláutico”, Loló, “cabizbundo” y “meditabajo”, entiéndase melancólico y efervescente, y lo sabemos, claro que lo sabemos: basta la nostalgia concentrada en una sola canción para llevarnos de regreso a las aceras natales.

Alguna vez me habló de los muchos años que retrasó su decisión de cambiar el pasaporte.

No fue fácil, él quería seguir siendo de Bluefield, allá en Centroamérica, sólo podía entenderse transitando las calles de su memoria, hasta que dio su brazo a torcer, porque las hijas le insistieron muchísimo, ellas son sus raíces en este paraíso congelado donde hoy hace un calor tranquilo y el juego ya casi se acaba y todos a mi alrededor, Lázaro, Cris, el Chamito, Dave atrapando pelotazos hace treinta años, Güicho, Santana, Alexis, sí, todos nosotros comprendemos que Loló repita por enésima vez la dichosa cancioncita en su bocina, “ay Nicaragua sos más dulcita…”, porque hoy es él quien anda enfermo de país, constipado de distancias, y porque mañana quizás seremos nosotros los agripados de ausencias.

Al final, en este mismo parque de todos los veranos nos reconocemos en el reflejo de cada una de sus pronunciaciones, tan ajenas y asimismo tan entrañables. Por añadidura, gracias a las nostalgias de Loló nos convertimos en dueños del lenguaje de cualquier destierro, porque fue aquí mismo donde aprendimos a decir que hay lejanías que saben a tiempo, que hay añoranzas que beben cerveza, que hay inviernos de sandalias dormidas y mayos que vuelven al cuerpo, y que hay jugadas con ojos de aplauso y canciones antiguas diez veces más nuevas, ¿o fueron once?, “Nicaragua, Nicaragüita, yo te quiero mucho más…”, o las que hayan sido, y qué más da.