/ miércoles 8 de junio de 2022

Autorretratos de hielo | Nostalgia de discusiones

Al paso de los inviernos —el tiempo en el Polo Norte se mide con calendarios hechos de frío—, “nostalgia” es una palabra que resume muy bien al migrante de la calle Colón. La expresión es, entre tantas otras cosas, el argumento que organiza su definición del desarraigo, o, si acaso pudiese decirse así, el refugio verbal que le hace más llevaderas las ausencias.

Por ello, hoy conviene iniciar este miércoles con Irina Berbérova, y recordar sus reflexiones en “Una vida entre dos mundos”. Nacida en San Petersburgo y muerta en Filadelfia, la escritora solía recordar que, tras la Revolución de octubre —también llamada la Revolución bolchevique—, los exiliados en París “se esforzaban por construir lo más parecido a una cotidianidad” doméstica, es decir, vivían en una Rusia paralela donde frecuentaban iglesias ortodoxas, compraban en comercios de letreros cirílicos, tenían hijos escolarizados en institutos de lengua nacional, y, por añadidura, asistían a tertulias en cafés de charlas moscovitas. Y lo mismo decía Riszard Kapuscinski en sus crónicas sobre los desplazados palestinos: hacinados en la melancolía del destierro, los campamentos de refugiados reproducían los nombres de sus barrios perdidos en Cisjordania, acaso para sentirse transitando todavía por las aceras de su mundo arrebatado. A esta misma lógica responden todos los “chinatowns”, los “barrios latinos” y las “pequeñas Italias” de cualquier ciudad cosmopolita, ¿o me equivoco?

Instalada entre lo biológico y lo sentimental, en la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo “nostalgia” es una etimología en espera de rectificaciones. Sin falsos sentimentalismos ni emotividades de cartón, dicho vocablo es hijo del dolor por cuanto su gramática está hecha de indisposiciones, o, si se prefiere, es un malestar causado por las distancias; de hecho, traído desde sus raíces griegas, “nostos” significa regreso mientras “algos” remite al sufrimiento físico, esto es, al aquí y al ahora de una jaqueca provocada por los retornos que quizás ya no se emprenderán jamás. En este mismo sentido vale la pena recordar que la lengua francesa posee expresiones mucho más cercanas a esta tan achacosa concepción del desarraigo: al hablar del “mal del país” —“mal du pays”, en la locución original—, la expatriación adquiere categoría de enfermedad, y lo mismo hace el inglés con el término “homesick”, y también el alemán con su vocablo “Heimweh”. De todo ello podría concluirse, palabras más palabras menos, que en el equipaje verbal del migrante tampiqueño subyacen frases de padecer el recuerdo de la Plaza de Armas, dolencias pronunciadas con la memoria de las escolleras y afecciones contraídas por la evocación de los paseos por la Laguna del Chairel.

Lo sé, me voy extendiendo demasiado en la consideración filológica de la “nostalgia”, pero el asunto no es para menos. Sobre todo cuando mis andanzas más recientes en la ciudad nórdica me hicieron deambular por ese centro hispano, una especie de club infantil de nombre “Las Manos”, antes de bajar por la calle Notre-Dame hasta topar con “El Gordo”, restaurante de especialidades centroamericanas —pupusas, mondongo, gallo pinto…, tengo que venir…, casa-be, yuca, nacatamales a buen precio, según informaba el menú sobre la puerta principal—. Después de reintegrarme a la bulliciosa avenida Saint-Laurent, entré al “Sabor Latino” donde cada semana, a la vista de las empanadas colombianas, los alfajores argentinos, el turrón alicantino, los rocotos de Perú, arepas de todos lados, chorizos de varias marcas, dulces muy nuestros, especias y mazapanes, decía, pues, que es allí donde suelo comprar productos de género tan mexicano: tortillas de maíz, tomatillos, chiles jalapeños, achiote, latas de frijoles refritos, y qué se le va a hacer, lo enlatado es el último recurso culinario del desarraigado del río Pánuco, y yo siempre he dicho que en este pequeño supermercado la lengua española sabe gustar de otra manera…

Entonces ha entrado al lugar un hombre sin mascarilla sanitaria. La cajera del establecimiento se lo ha suplicado con un acento caribeño, muy de Santo Domingo, podría ser —hablaba “costeñol”, como dicen en Cartagena de Indias—, no estoy seguro, acaso era cubana, que por favor, el tapaboca era obligatorio, señor, o tal vez boricua, y de repente se ha roto la armonía cuando el gerente ha tenido que venir a mediar para suplicarle con severidad al hombre, siempre en castellano, que respetara las disposiciones del Ministerio de Salud. Y hacía tanto tiempo, sí, hacía muchísimos inviernos que yo no transitaba por un jaleo de los de andar por casa, y no he querido intervenir porque aquella discusión resultaba tan entretenida. A pesar de todo, el rostro del insumiso reflejaba una sonrisa de satisfacción mezclada con esos gestos suyos, como de sugerir simpatía; es más, desde la afabilidad de sus requiebros, diríase que aquel individuo disfrutaba cuanto decía: la pandemia no era cierta y las vacunas tan sólo inyecciones de fantasía, y habrase visto.

Al salir del lugar, allí estaba, el rebelde de las mascarillas, de pie sobre la acera, recargado en un parquímetro, y buenas tardes, y cómo dice que le va... Sonreímos un poco con la mirada, y en la charla improvisada de las cuatro de la tarde ahora se disculpaba conmigo, no había sido su intención incomodar a nadie; la verdad de la verdad, él sólo padecía una gran nostalgia por las discusiones de otro tiempo, y, en efecto, venía de Chichicastenango, muy cerca del lago de Atitlán, ¿conoce usted Guatemala?, perseguido político, y porque no hay nada que sane tanto el alma del extranjero como los altercados en lengua materna, de vez en cuando él solía recalar en los pasillos del “Sabor Latino” para curarse un poco de los más de veinte años de desarraigo en la isla de Montreal. Y yo lo entendía, claro que sí, señor, no se preocupe, porque cualquier transterrado que se respete aprende a convalecer las lejanías acudiendo al diccionario que lo habita, reviviendo las voces que lo definen, ¿cómo decirlo?, aliviando el reuma de la ausencia con la pronunciación ocasional de las palabras heredadas.

Al salir del lugar, allí estaba, el rebelde de las mascarillas, de pie sobre la acera, recargado en un parquímetro, y buenas tardes, y cómo dice que le va... Sonreímos un poco con la mirada, y en la charla improvisada de las cuatro de la tarde ahora se disculpaba conmigo.

Al paso de los inviernos —el tiempo en el Polo Norte se mide con calendarios hechos de frío—, “nostalgia” es una palabra que resume muy bien al migrante de la calle Colón. La expresión es, entre tantas otras cosas, el argumento que organiza su definición del desarraigo, o, si acaso pudiese decirse así, el refugio verbal que le hace más llevaderas las ausencias.

Por ello, hoy conviene iniciar este miércoles con Irina Berbérova, y recordar sus reflexiones en “Una vida entre dos mundos”. Nacida en San Petersburgo y muerta en Filadelfia, la escritora solía recordar que, tras la Revolución de octubre —también llamada la Revolución bolchevique—, los exiliados en París “se esforzaban por construir lo más parecido a una cotidianidad” doméstica, es decir, vivían en una Rusia paralela donde frecuentaban iglesias ortodoxas, compraban en comercios de letreros cirílicos, tenían hijos escolarizados en institutos de lengua nacional, y, por añadidura, asistían a tertulias en cafés de charlas moscovitas. Y lo mismo decía Riszard Kapuscinski en sus crónicas sobre los desplazados palestinos: hacinados en la melancolía del destierro, los campamentos de refugiados reproducían los nombres de sus barrios perdidos en Cisjordania, acaso para sentirse transitando todavía por las aceras de su mundo arrebatado. A esta misma lógica responden todos los “chinatowns”, los “barrios latinos” y las “pequeñas Italias” de cualquier ciudad cosmopolita, ¿o me equivoco?

Instalada entre lo biológico y lo sentimental, en la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo “nostalgia” es una etimología en espera de rectificaciones. Sin falsos sentimentalismos ni emotividades de cartón, dicho vocablo es hijo del dolor por cuanto su gramática está hecha de indisposiciones, o, si se prefiere, es un malestar causado por las distancias; de hecho, traído desde sus raíces griegas, “nostos” significa regreso mientras “algos” remite al sufrimiento físico, esto es, al aquí y al ahora de una jaqueca provocada por los retornos que quizás ya no se emprenderán jamás. En este mismo sentido vale la pena recordar que la lengua francesa posee expresiones mucho más cercanas a esta tan achacosa concepción del desarraigo: al hablar del “mal del país” —“mal du pays”, en la locución original—, la expatriación adquiere categoría de enfermedad, y lo mismo hace el inglés con el término “homesick”, y también el alemán con su vocablo “Heimweh”. De todo ello podría concluirse, palabras más palabras menos, que en el equipaje verbal del migrante tampiqueño subyacen frases de padecer el recuerdo de la Plaza de Armas, dolencias pronunciadas con la memoria de las escolleras y afecciones contraídas por la evocación de los paseos por la Laguna del Chairel.

Lo sé, me voy extendiendo demasiado en la consideración filológica de la “nostalgia”, pero el asunto no es para menos. Sobre todo cuando mis andanzas más recientes en la ciudad nórdica me hicieron deambular por ese centro hispano, una especie de club infantil de nombre “Las Manos”, antes de bajar por la calle Notre-Dame hasta topar con “El Gordo”, restaurante de especialidades centroamericanas —pupusas, mondongo, gallo pinto…, tengo que venir…, casa-be, yuca, nacatamales a buen precio, según informaba el menú sobre la puerta principal—. Después de reintegrarme a la bulliciosa avenida Saint-Laurent, entré al “Sabor Latino” donde cada semana, a la vista de las empanadas colombianas, los alfajores argentinos, el turrón alicantino, los rocotos de Perú, arepas de todos lados, chorizos de varias marcas, dulces muy nuestros, especias y mazapanes, decía, pues, que es allí donde suelo comprar productos de género tan mexicano: tortillas de maíz, tomatillos, chiles jalapeños, achiote, latas de frijoles refritos, y qué se le va a hacer, lo enlatado es el último recurso culinario del desarraigado del río Pánuco, y yo siempre he dicho que en este pequeño supermercado la lengua española sabe gustar de otra manera…

Entonces ha entrado al lugar un hombre sin mascarilla sanitaria. La cajera del establecimiento se lo ha suplicado con un acento caribeño, muy de Santo Domingo, podría ser —hablaba “costeñol”, como dicen en Cartagena de Indias—, no estoy seguro, acaso era cubana, que por favor, el tapaboca era obligatorio, señor, o tal vez boricua, y de repente se ha roto la armonía cuando el gerente ha tenido que venir a mediar para suplicarle con severidad al hombre, siempre en castellano, que respetara las disposiciones del Ministerio de Salud. Y hacía tanto tiempo, sí, hacía muchísimos inviernos que yo no transitaba por un jaleo de los de andar por casa, y no he querido intervenir porque aquella discusión resultaba tan entretenida. A pesar de todo, el rostro del insumiso reflejaba una sonrisa de satisfacción mezclada con esos gestos suyos, como de sugerir simpatía; es más, desde la afabilidad de sus requiebros, diríase que aquel individuo disfrutaba cuanto decía: la pandemia no era cierta y las vacunas tan sólo inyecciones de fantasía, y habrase visto.

Al salir del lugar, allí estaba, el rebelde de las mascarillas, de pie sobre la acera, recargado en un parquímetro, y buenas tardes, y cómo dice que le va... Sonreímos un poco con la mirada, y en la charla improvisada de las cuatro de la tarde ahora se disculpaba conmigo, no había sido su intención incomodar a nadie; la verdad de la verdad, él sólo padecía una gran nostalgia por las discusiones de otro tiempo, y, en efecto, venía de Chichicastenango, muy cerca del lago de Atitlán, ¿conoce usted Guatemala?, perseguido político, y porque no hay nada que sane tanto el alma del extranjero como los altercados en lengua materna, de vez en cuando él solía recalar en los pasillos del “Sabor Latino” para curarse un poco de los más de veinte años de desarraigo en la isla de Montreal. Y yo lo entendía, claro que sí, señor, no se preocupe, porque cualquier transterrado que se respete aprende a convalecer las lejanías acudiendo al diccionario que lo habita, reviviendo las voces que lo definen, ¿cómo decirlo?, aliviando el reuma de la ausencia con la pronunciación ocasional de las palabras heredadas.

Al salir del lugar, allí estaba, el rebelde de las mascarillas, de pie sobre la acera, recargado en un parquímetro, y buenas tardes, y cómo dice que le va... Sonreímos un poco con la mirada, y en la charla improvisada de las cuatro de la tarde ahora se disculpaba conmigo.