/ miércoles 28 de abril de 2021

Autorretratos de hielo | Nuevos bosques, nuevas ortografías

Por segundo año consecutivo —debido al apocalipsis clínico, claro está—, nadie en la isla de Montreal ha visitado las “cabañas de azúcar” ni los bosques con alma de almíbar… No, nada de esto quiso ser lirismo de cajón, sino, por el contrario, hacer que los arces celebrasen desde el primer párrafo los nombres que mejor definen su condición de árboles boreales.

Desde el siglo XIX, así es como las conocen en el Polo Norte: “cabañas de azúcar”. Son construcciones rústicas y pintorescas, con muros de madera y techos de lo mismo, vajillas de bisabuela y mantelería de película muda, estufas antiguas y bancas cuyos barnices evocan la limpieza de los conventos; con precisión escenográfica, a veces ofrecen el espectáculo de carretas de percherones, pintorescas chimeneas y trineos con perros a prueba de frío. Acondicionadas para recibir a decenas, y a veces a cientos de visitantes en una sola jornada, en los últimos deshielos del mes de abril solían abrir sus largas mesas comunes para ofrecer banquetes a precio fijo; bajo el conocido principio de coma todo lo que quiera y arrepiéntase después, el recetario boreal nunca variaba sus sorpresas culinarias: sopa de chícharos en ebullición, habas endulzadas hasta la saciedad, pastel de carne aderezado con jaleas, chicharrones caramelizados —los llaman “orejas de Cristo”…, lo juro, así los llaman—, y un largo etcétera de papas al horno, huevos, embutidos en salmuera, también encurtidos, café y crepas a voluntad.

El resto del año, las “cabañas de azúcar” funcionan como epicentros de los dominios forestales dedicados a la producción de la miel de maple. Mucho antes de que el “sistema-mundo” alcanzara los excesos consumistas y las sinrazones comerciales de nuestros días, la elaboración del jarabe era un negocio más bien doméstico, y los jugos del arce cubrían casi en exclusiva las necesidades familiares. Al industrializarse la destilación del “oro rubio”, la oferta de sus derivados se diversificó muchísimo: jaleas de maple, confituras de maple, vinos de maple, mantequillas de maple, tocinos de maple —no me pregunten más—, galletas de maple, chocolates de maple, ¡jabones de maple!... Sin duda, a dicha variedad se debe también la fuerza del arce para nutrir las identidades canadienses, pues, lo sabemos, de la felicidad del estómago nacen las filosofías más elocuentes; dicho de otra manera, los hijos y las hijas del maple no dudan en argumentar sus destinos con el mismo gesto de sabiduría campesina con que un mexicano declararía sin tapujos su ciudadanía hecha de maíz, o, si se prefiere, así como en el río Pánuco todos nos presentimos herederos de alguna temporada de mangos, ¿no es cierto?

En las intermitencias de las primaveras boreales —volvió a nevar en los días de campo postergados—, conviene hacer un poco más de historia. Todo inició entre los habitantes ancestrales del septentrión, cuando los pueblos originarios aplicaban ciencia y paciencia en la identificación del minuto preciso en que las cortezas comenzarían a rezumar el sirope de sus savias. Más tarde, la miel sorprendió muchísimo a los europeos, no solo como festín insólito, sino, además, como suplemento alimenticio, es decir, como nutriente propicio para la sobrevivencia en los largos meses de las soledades bajo cero. Casi de inmediato, el colonizador supo que había llegado a una tierra prometida donde, a pesar de las bajas temperaturas, los árboles eran de una dulzura inigualable.

Ahora bien, el día de su iniciación en una “cabaña de azúcar”, lo que más sorprende al recién llegado es el juego poético que la sostiene. Allí, entre los vaivenes lingüísticos que genera la interacción —perdón, casi dije “intersección”— de la lengua española con otros idiomas, el migrante aprende a expresarse sin pudores verbales; al sentirse liberado de su propio calabozo gramatical, el transterrado de la avenida Hidalgo rápido presiente que por estos andurriales han cobrado realidad los árboles con hemorragias de almíbar, los troncos edulcorantes, las ramas con salivas de caramelo o los bosques con resabios de arrope... Insistamos, pues, en que el efecto poético de tales frases solo es perceptible en el intercambio, esto es, en el acto de reconocer las asoleadas palabras de la plaza de Armas entre los significados más cotidianos de la isla de Montreal: en la suma de ambos trasfondos idiomáticos asistiremos, sorprendidos y con semblantes casi políglotas, a la magia de unos enunciados que, si bien parecen carecer de lógica, se reciben libres de prejuicios por cuanto no confunden a nadie.

De la naturalidad “in crescendo” para vagabundear por los vocabularios de un invierno diferente se desprende la primera madurez lingüística del desarraigado. Allí, en ese anhelo de conciliar lo íntimo y evidente con la intrusión de lo fantástico, el migrante del Golfo de México descubre la gran potencia verbal que contienen las geografías polares cuando son nombradas con acentos de trópico eterno —o, siquiera, cuando las describimos con el alma dispuesta a degustar sus nuevas ortografías—. Y algo muy parecido podría decirse de cualquier desarraigado que deambula con oídos atentos por otras culturas: al revivir las letras maternas en una ciudad de léxicos ajenos, el migrante se transforma en poeta ocasional, es decir, en inventor de frases inesperadas, y, como de paso, en el insólito traductor de autorretratos que poco a poco han de integrarse a su nueva lectura del mundo.

Por último, resultaría muy aventurado establecer que del acto migratorio deriva siempre una forma insospechada de hacer poesía. Sin embargo, el día en que el transterrado cobra conciencia de los colores híbridos de sus oraciones, adquiere también la prestancia para explicar que los árboles de maple pronuncian la condición humana. Es más, entre los nuevos bosques de sus nuevas ortografías, el migrante también concluye que, llegados al trance del desarraigo, todos y cada uno de nosotros seríamos capaces de echar nuevas raíces, y de germinar de otra manera, y de florecer diferentes en cualquier lengua que permita reformar las esperanzas…, sí, todos y cada uno de nosotros.

Por segundo año consecutivo —debido al apocalipsis clínico, claro está—, nadie en la isla de Montreal ha visitado las “cabañas de azúcar” ni los bosques con alma de almíbar… No, nada de esto quiso ser lirismo de cajón, sino, por el contrario, hacer que los arces celebrasen desde el primer párrafo los nombres que mejor definen su condición de árboles boreales.

Desde el siglo XIX, así es como las conocen en el Polo Norte: “cabañas de azúcar”. Son construcciones rústicas y pintorescas, con muros de madera y techos de lo mismo, vajillas de bisabuela y mantelería de película muda, estufas antiguas y bancas cuyos barnices evocan la limpieza de los conventos; con precisión escenográfica, a veces ofrecen el espectáculo de carretas de percherones, pintorescas chimeneas y trineos con perros a prueba de frío. Acondicionadas para recibir a decenas, y a veces a cientos de visitantes en una sola jornada, en los últimos deshielos del mes de abril solían abrir sus largas mesas comunes para ofrecer banquetes a precio fijo; bajo el conocido principio de coma todo lo que quiera y arrepiéntase después, el recetario boreal nunca variaba sus sorpresas culinarias: sopa de chícharos en ebullición, habas endulzadas hasta la saciedad, pastel de carne aderezado con jaleas, chicharrones caramelizados —los llaman “orejas de Cristo”…, lo juro, así los llaman—, y un largo etcétera de papas al horno, huevos, embutidos en salmuera, también encurtidos, café y crepas a voluntad.

El resto del año, las “cabañas de azúcar” funcionan como epicentros de los dominios forestales dedicados a la producción de la miel de maple. Mucho antes de que el “sistema-mundo” alcanzara los excesos consumistas y las sinrazones comerciales de nuestros días, la elaboración del jarabe era un negocio más bien doméstico, y los jugos del arce cubrían casi en exclusiva las necesidades familiares. Al industrializarse la destilación del “oro rubio”, la oferta de sus derivados se diversificó muchísimo: jaleas de maple, confituras de maple, vinos de maple, mantequillas de maple, tocinos de maple —no me pregunten más—, galletas de maple, chocolates de maple, ¡jabones de maple!... Sin duda, a dicha variedad se debe también la fuerza del arce para nutrir las identidades canadienses, pues, lo sabemos, de la felicidad del estómago nacen las filosofías más elocuentes; dicho de otra manera, los hijos y las hijas del maple no dudan en argumentar sus destinos con el mismo gesto de sabiduría campesina con que un mexicano declararía sin tapujos su ciudadanía hecha de maíz, o, si se prefiere, así como en el río Pánuco todos nos presentimos herederos de alguna temporada de mangos, ¿no es cierto?

En las intermitencias de las primaveras boreales —volvió a nevar en los días de campo postergados—, conviene hacer un poco más de historia. Todo inició entre los habitantes ancestrales del septentrión, cuando los pueblos originarios aplicaban ciencia y paciencia en la identificación del minuto preciso en que las cortezas comenzarían a rezumar el sirope de sus savias. Más tarde, la miel sorprendió muchísimo a los europeos, no solo como festín insólito, sino, además, como suplemento alimenticio, es decir, como nutriente propicio para la sobrevivencia en los largos meses de las soledades bajo cero. Casi de inmediato, el colonizador supo que había llegado a una tierra prometida donde, a pesar de las bajas temperaturas, los árboles eran de una dulzura inigualable.

Ahora bien, el día de su iniciación en una “cabaña de azúcar”, lo que más sorprende al recién llegado es el juego poético que la sostiene. Allí, entre los vaivenes lingüísticos que genera la interacción —perdón, casi dije “intersección”— de la lengua española con otros idiomas, el migrante aprende a expresarse sin pudores verbales; al sentirse liberado de su propio calabozo gramatical, el transterrado de la avenida Hidalgo rápido presiente que por estos andurriales han cobrado realidad los árboles con hemorragias de almíbar, los troncos edulcorantes, las ramas con salivas de caramelo o los bosques con resabios de arrope... Insistamos, pues, en que el efecto poético de tales frases solo es perceptible en el intercambio, esto es, en el acto de reconocer las asoleadas palabras de la plaza de Armas entre los significados más cotidianos de la isla de Montreal: en la suma de ambos trasfondos idiomáticos asistiremos, sorprendidos y con semblantes casi políglotas, a la magia de unos enunciados que, si bien parecen carecer de lógica, se reciben libres de prejuicios por cuanto no confunden a nadie.

De la naturalidad “in crescendo” para vagabundear por los vocabularios de un invierno diferente se desprende la primera madurez lingüística del desarraigado. Allí, en ese anhelo de conciliar lo íntimo y evidente con la intrusión de lo fantástico, el migrante del Golfo de México descubre la gran potencia verbal que contienen las geografías polares cuando son nombradas con acentos de trópico eterno —o, siquiera, cuando las describimos con el alma dispuesta a degustar sus nuevas ortografías—. Y algo muy parecido podría decirse de cualquier desarraigado que deambula con oídos atentos por otras culturas: al revivir las letras maternas en una ciudad de léxicos ajenos, el migrante se transforma en poeta ocasional, es decir, en inventor de frases inesperadas, y, como de paso, en el insólito traductor de autorretratos que poco a poco han de integrarse a su nueva lectura del mundo.

Por último, resultaría muy aventurado establecer que del acto migratorio deriva siempre una forma insospechada de hacer poesía. Sin embargo, el día en que el transterrado cobra conciencia de los colores híbridos de sus oraciones, adquiere también la prestancia para explicar que los árboles de maple pronuncian la condición humana. Es más, entre los nuevos bosques de sus nuevas ortografías, el migrante también concluye que, llegados al trance del desarraigo, todos y cada uno de nosotros seríamos capaces de echar nuevas raíces, y de germinar de otra manera, y de florecer diferentes en cualquier lengua que permita reformar las esperanzas…, sí, todos y cada uno de nosotros.