/ miércoles 26 de mayo de 2021

Autorretratos de hielo | Por fin, los libreros de viejo…

Las ciudades del Polo Norte anuncian ya sus reaperturas, por fin. Otra vez vale decirlo con las letras de un gozo que se pretende duradero: ¡por fin!..., porque pasado mañana la isla de Montreal será un paseo recuperado, muy a pesar de las restricciones sanitarias. Ante la inminencia del verano boreal, el librero de viejo volverá a ofrecernos sus promesas de costumbre: escritores de otros mundos, portadas multilingües, primeras ediciones, traducciones insospechadas, retazos de enciclopedias, ejemplares de coleccionista tanto como volúmenes para el olvido.

Emparentados con los callejones sin salida lo mismo que con los anticuarios, en tales establecimientos se volverá a enlazar lo efímero con lo perdurable. Aunque pocas veces paramos mientes en los murmullos de un ejemplar de segunda mano, lo cierto es que en su interior se “con-funden” muchísimos instantes humanos; en efecto, allí se reconcilian el desprendimiento con el descubrimiento, el bagazo con el fermento, la hojarasca con la semilla y el despojo con la restitución, ¿verdad que sí? Asimismo, en cada ejemplar rescatado nos apropiamos de manías y reflexiones de seres que, si bien nunca conoceremos, han inscrito su paso por la historia de un libro mediante frases subrayadas, garabatos (in)descifrables, páginas por desdoblar, boletos del metro, dedicatorias ajenas, pétalos de amores eternos, facturas de supermercado y un gran etcétera de cicatrices parecidas. Por ello, un título ya vivido es un ámbito de magias cruzadas, una especie de “lectura de lecturas”, o, por qué no, un palimpsesto de miradas —si la ocasión lo amerita, prometo hablar de mi primera expedición post-pandemia a los comercios del ramo, sobre la calle Mont-Royal.

Toda ciudad que se respete debe poseer un escondrijo así, grande o pequeño, y qué más da. Los he conocido carísimos en el corredor de San Diego, en Santiago de Chile, o intercalados entre teatros y confiterías sobre la avenida Corrientes, en Buenos Aires. En el barrio universitario de Río Piedras, en San Juan de Puerto Rico, el propietario —¿se llamaba don Arnaldo?— podía recordar todos los entrepaños de sus más de diez mil volúmenes en oferta. En La Paz, el epicentro boliviano del libro antiguo estaba en El Alcázar, un edificio de lujos sesenteros, muy cerca de la Universidad Mayor. Los he presentido parsimoniosos en el madrileñísimo parque de El Retiro, o de acentos bullangueros a un paso del Guadalquivir, en la casi nuestra ciudad de Sevilla. También, los he visto refugiarse bajo las sombras de la Torre del Reloj, durante la Cartagena de Indias de unos calores insoportables, pasar inadvertidos sobre los adoquines de la otrora tan franciscana ciudad de Quito, servir de pasatiempo en las esquinas de la Plaza de Armas en La Habana vieja…, y mejor no abundar en los laberintos de la calle de Donceles, en la Ciudad de México de todos nosotros. En cada uno de tales comercios las mesas y las repisas lo entreveraban todo, los géneros y las épocas, los empastados de lujo y las ediciones deshilachadas.

En el Tampico de fin de siglo, aún recuerdo algún tenderete en los mercados, frente a la Aduana Marítima. Ah, sí, es cierto: los lectores de otra generación —como el papá de Gelasio y el maestro Yapur— solían ubicar allí mismo al señor Navedo, quien más tarde mudaría de hábitat al abrir una librería con todas las de la ley en banquetas más civilizadas de la zona centro. En lo que a mi memoria respecta, en dicho sector podían adquirirse las manoseadas ediciones del “Elvis”, vendedor desalojado de aquellos andurriales en nombre de la modernidad; por cierto, era muy especial el ritual de la compraventa, pues había que negociar el precio con esa sordera tan suya, cada vez más honesta. Al perder el oído, cabizbajo y ya casi vacío de regateos, sus monólogos informaban sobre las aficiones literarias de los antiguos propietarios del ejemplar en cuestión, quizás un abuelo de la calle Tamaulipas, de los que sabían aficionarse a los intríngulis de Agatha Christie o a los culebrones de Corín Tellado.

Una de mis últimas escaramuzas con el “Elvis” fue un título de Alexandr Soljenitsin, muy mohoso, como para leerse con guantes y mascarilla. Al describir un gulag siberiano a muchos inviernos bajo cero en “Un día de la vida de Iván Denísovich”, el relato de aquel prisionero político —alter ego de su autor— me permitió establecer, primero, el año de su llegada al español, a principios de los setenta. Después, el pequeño volumen me hizo pensar que alguien más, acaso en algún sillón de mimbre en los portones del Moralillo, o desde la frescura de los porches americanos de la colonia Peralta, o durante las tardes impregnadas del olor a chapopote en las palapas de Miramar, también había aprendido a imaginar las nevadas como Dios manda. La fantasía a la que me entregaba era un poco menos solitaria, y además mucho más trascendental, al permitirme conjeturar la tranquilizadora presencia de otros ojos frente a un invierno tan inverosímil. En resumidas cuentas, si aquel libro reciclado en mi lectura había sabido convencer a alguien más de la existencia de una cárcel hecha de hielo, ¿quién era yo para descreer de algo a todas luces tan incomprensible sobre las aceras del Golfo de México?

Ya, ya casi concluyo… La posible desaparición de los libreros de viejo tal vez implique abandonar nuestra condición de “continuadores” de lo increíble. En este sentido, la nueva experiencia de las ediciones digitales podría incluso forzarnos a conjugar el verbo “heredar” sin la luz suficiente para proyectarlo más allá de la impersonalidad de una pantalla. Si algo así sucede, nos convertiríamos en accidentes cerrados de la ficción, esto es, en casualidades sin salida hacia el “otro” que también somos entre las páginas de una novela. Y entonces, qué duda cabe, la literatura perdería fuerza como ese instante de iluminación que nos permite comprender —entre tantas otras cosas— que ni los inviernos, ni los encierros, ni los exilios resultan tan innombrables cuando un libro revivido nos enseña a pronunciarlos con los ecos de Tampico en Soljenitsin.

En lo que a mi memoria respecta, en dicho sector podían adquirirse las manoseadas ediciones del “Elvis”, vendedor desalojado de aquellos andurriales en nombre de la modernidad; por cierto, era muy especial el ritual de la compraventa, pues había que negociar el precio con esa sordera tan suya, cada vez más honesta

Las ciudades del Polo Norte anuncian ya sus reaperturas, por fin. Otra vez vale decirlo con las letras de un gozo que se pretende duradero: ¡por fin!..., porque pasado mañana la isla de Montreal será un paseo recuperado, muy a pesar de las restricciones sanitarias. Ante la inminencia del verano boreal, el librero de viejo volverá a ofrecernos sus promesas de costumbre: escritores de otros mundos, portadas multilingües, primeras ediciones, traducciones insospechadas, retazos de enciclopedias, ejemplares de coleccionista tanto como volúmenes para el olvido.

Emparentados con los callejones sin salida lo mismo que con los anticuarios, en tales establecimientos se volverá a enlazar lo efímero con lo perdurable. Aunque pocas veces paramos mientes en los murmullos de un ejemplar de segunda mano, lo cierto es que en su interior se “con-funden” muchísimos instantes humanos; en efecto, allí se reconcilian el desprendimiento con el descubrimiento, el bagazo con el fermento, la hojarasca con la semilla y el despojo con la restitución, ¿verdad que sí? Asimismo, en cada ejemplar rescatado nos apropiamos de manías y reflexiones de seres que, si bien nunca conoceremos, han inscrito su paso por la historia de un libro mediante frases subrayadas, garabatos (in)descifrables, páginas por desdoblar, boletos del metro, dedicatorias ajenas, pétalos de amores eternos, facturas de supermercado y un gran etcétera de cicatrices parecidas. Por ello, un título ya vivido es un ámbito de magias cruzadas, una especie de “lectura de lecturas”, o, por qué no, un palimpsesto de miradas —si la ocasión lo amerita, prometo hablar de mi primera expedición post-pandemia a los comercios del ramo, sobre la calle Mont-Royal.

Toda ciudad que se respete debe poseer un escondrijo así, grande o pequeño, y qué más da. Los he conocido carísimos en el corredor de San Diego, en Santiago de Chile, o intercalados entre teatros y confiterías sobre la avenida Corrientes, en Buenos Aires. En el barrio universitario de Río Piedras, en San Juan de Puerto Rico, el propietario —¿se llamaba don Arnaldo?— podía recordar todos los entrepaños de sus más de diez mil volúmenes en oferta. En La Paz, el epicentro boliviano del libro antiguo estaba en El Alcázar, un edificio de lujos sesenteros, muy cerca de la Universidad Mayor. Los he presentido parsimoniosos en el madrileñísimo parque de El Retiro, o de acentos bullangueros a un paso del Guadalquivir, en la casi nuestra ciudad de Sevilla. También, los he visto refugiarse bajo las sombras de la Torre del Reloj, durante la Cartagena de Indias de unos calores insoportables, pasar inadvertidos sobre los adoquines de la otrora tan franciscana ciudad de Quito, servir de pasatiempo en las esquinas de la Plaza de Armas en La Habana vieja…, y mejor no abundar en los laberintos de la calle de Donceles, en la Ciudad de México de todos nosotros. En cada uno de tales comercios las mesas y las repisas lo entreveraban todo, los géneros y las épocas, los empastados de lujo y las ediciones deshilachadas.

En el Tampico de fin de siglo, aún recuerdo algún tenderete en los mercados, frente a la Aduana Marítima. Ah, sí, es cierto: los lectores de otra generación —como el papá de Gelasio y el maestro Yapur— solían ubicar allí mismo al señor Navedo, quien más tarde mudaría de hábitat al abrir una librería con todas las de la ley en banquetas más civilizadas de la zona centro. En lo que a mi memoria respecta, en dicho sector podían adquirirse las manoseadas ediciones del “Elvis”, vendedor desalojado de aquellos andurriales en nombre de la modernidad; por cierto, era muy especial el ritual de la compraventa, pues había que negociar el precio con esa sordera tan suya, cada vez más honesta. Al perder el oído, cabizbajo y ya casi vacío de regateos, sus monólogos informaban sobre las aficiones literarias de los antiguos propietarios del ejemplar en cuestión, quizás un abuelo de la calle Tamaulipas, de los que sabían aficionarse a los intríngulis de Agatha Christie o a los culebrones de Corín Tellado.

Una de mis últimas escaramuzas con el “Elvis” fue un título de Alexandr Soljenitsin, muy mohoso, como para leerse con guantes y mascarilla. Al describir un gulag siberiano a muchos inviernos bajo cero en “Un día de la vida de Iván Denísovich”, el relato de aquel prisionero político —alter ego de su autor— me permitió establecer, primero, el año de su llegada al español, a principios de los setenta. Después, el pequeño volumen me hizo pensar que alguien más, acaso en algún sillón de mimbre en los portones del Moralillo, o desde la frescura de los porches americanos de la colonia Peralta, o durante las tardes impregnadas del olor a chapopote en las palapas de Miramar, también había aprendido a imaginar las nevadas como Dios manda. La fantasía a la que me entregaba era un poco menos solitaria, y además mucho más trascendental, al permitirme conjeturar la tranquilizadora presencia de otros ojos frente a un invierno tan inverosímil. En resumidas cuentas, si aquel libro reciclado en mi lectura había sabido convencer a alguien más de la existencia de una cárcel hecha de hielo, ¿quién era yo para descreer de algo a todas luces tan incomprensible sobre las aceras del Golfo de México?

Ya, ya casi concluyo… La posible desaparición de los libreros de viejo tal vez implique abandonar nuestra condición de “continuadores” de lo increíble. En este sentido, la nueva experiencia de las ediciones digitales podría incluso forzarnos a conjugar el verbo “heredar” sin la luz suficiente para proyectarlo más allá de la impersonalidad de una pantalla. Si algo así sucede, nos convertiríamos en accidentes cerrados de la ficción, esto es, en casualidades sin salida hacia el “otro” que también somos entre las páginas de una novela. Y entonces, qué duda cabe, la literatura perdería fuerza como ese instante de iluminación que nos permite comprender —entre tantas otras cosas— que ni los inviernos, ni los encierros, ni los exilios resultan tan innombrables cuando un libro revivido nos enseña a pronunciarlos con los ecos de Tampico en Soljenitsin.

En lo que a mi memoria respecta, en dicho sector podían adquirirse las manoseadas ediciones del “Elvis”, vendedor desalojado de aquellos andurriales en nombre de la modernidad; por cierto, era muy especial el ritual de la compraventa, pues había que negociar el precio con esa sordera tan suya, cada vez más honesta