/ miércoles 3 de marzo de 2021

Autorretratos de hielo | Puntualidades de papel

Además de todo, la palabra “tiempo” puede contener gramáticas distintas. Por ello, al iniciar la comparación entre las diversas lenguas que la pronuncian, en forma casi natural vienen a la memoria los versos de Octavio Paz, tan buen entendedor de la riqueza poética que se produce al calendarizar el destino de cualquiera de nuestros sueños: “¿no pasa nada cuando pasa el tiempo?” …

En muchas sociedades africanas —adviértase, aquí, una gran generalización—, el tiempo aún es una invención posible y nunca un prejuicio heredado. En aquellas geografías culturales, según nos informa Riszard Kapuscinski, los lapsos inician con el primer paso hacia cualquier tarea, o, si se prefiere, las horas dejan de suceder cuando se interrumpen las cosas emprendidas; dicho más a las claras, los períodos y los ciclos son proyección de nuestros ojos y nunca una realidad impuesta desde el exterior: ocurren en la decisión de una faena, o, con la misma intensidad, pero en sentido inverso, se disuelven en la feliz iniciativa de los ocios. Para los chinos, lo sabemos, las citas y los encuentros son un ejercicio de anticipaciones constantes; para los peruanos, en cambio, la experiencia de la puntualidad impone “la hora limeña”, esos sesenta minutos de retraso exigidos por las buenas maneras, pues, según dicen los viandantes de Barranco, Miraflores o San Isidro, llegar a tiempo es empañar la reputación de los seres informales.

Al continuar nuestro recorrido por las manecillas universales, uno siempre atribuye a la puntualidad un signo de civilización, ¿no es cierto? Sin embargo, entre las horas europeas el individuo a menudo vivirá dando palos de ciego, buscando a tientas un destino libre de las precisiones germánicas o a salvo de los torbellinos escandinavos de la exactitud. En este mismo sentido, para un norteamericano el tiempo representa, qué duda cabe, una resignada esclavitud regulada por la inquebrantable filosofía de la fecha límite. Allí, en la gran ciudad digital del llamado mundo desarrollado, también en Canadá se asiste a la tiranía de las agendas, sea cual sea el origen de los pasos que recorren los hielos de sus rutinas; tal pareciera, de hecho, que las luchas más íntimas de un migrante en el invierno —y acaso también sus batallas más eternas— exhiben un anhelo de triunfo sobre jornadas atiborradas de minuteros.

En efecto, al mudar los escenarios, el migrante tampiqueño en el Polo Norte rememora las cosas ajenas a las fechas de caducidad. Sobre todo, y ante todo, el desarraigado de la calle Colón añora los autobuses sin premura, los telefonazos fuera del tiempo, los mediodías de las doce y pico, los rituales del “muy pronto”, las inercias del “un día de estos” o las escolleras con amaneceres anunciados, tal vez, para después de las cinco —o quizás para antes de las seis…, y qué más da si después será la misma playa toda la mañana—. Solidarios de nuestros anacronismos más innatos, o, por qué no, simultáneos de rostros tardíos, en los rincones del río Pánuco domina la certeza de que tarde o temprano las cosas terminarán por suceder, porque los plazos vencerán cuando lo hagan, porque en cualquier parpadeo aparecerá un taxi en la esquina de nuestros cigarrillos, porque no hay mal que dure cien años y porque las alarmas del despertador, faltaría más, son instantes comprensivos con cualquier desvelo.

Ajena a los plazos fijos, nuestra cédula de identidad ha sido diseñada con calendarios distintos. Sabemos que medir el suspiro exacto de las horas exactas —la redundancia ilustra mejor nuestro desapego por los cuadrantes, creo yo— es ejercicio exclusivo de los ámbitos impersonales, como los aeropuertos o las emisiones televisivas, las terminales de autobuses o los Gritos de Dolores. La precisión que tales escenarios exigen desnaturaliza la vigencia de nuestros relojes atrasados: resignados, por un momento abandonaremos la condición de hablantes nativos de cualquier retardo para convertirnos en los precavidos comentaristas de los horarios de un viaje o en los previsores contribuyentes de la declaración de impuestos. Por lo demás, y dicho sea en descargo nuestro, al abordar un avión o al asistir a las horas más santas de un Miércoles de Ceniza, arrastraremos siempre los requiebros de la Plaza de Armas, esos que saben volver antes que nadie de las obligaciones ciudadanas y de los convencionalismos sociales.

Y todo esto, es menester decirlo, sirve también como explicación de las mutaciones vividas por los hijos de la lengua española en la isla de Montreal. Esos minutos tan largos sobre la calle Obregón nunca serían aconsejables en el bulevar Sainte-Catherine; asimismo, las inminencias de aquel taxi frente al parque Méndez exhiben inconvenientes de “sálvese quien pueda” sobre las congeladas aceras del Museo de Bellas Artes. En efecto, la exageración de las nevadas y la inhumanidad de las celliscas pueden convertir en epopeya el arrojo tropical de nuestras puntualidades de papel; por ello, transgredir el idioma de los horarios boreales, o habitarlos sin haber aprendido a silenciar el Golfo de México en los témpanos de cualquier parada de autobús, es inmadurez de adolescentes o aventura de juventud irresponsable —algo cercano a la temeridad de los enamorados dispuestos a todo a pesar de las amonestaciones. Tantas veces he visto salir corriendo a los amigos tras las cenas más bohemias en febrero, o durante los heladísimos termómetros del mes de marzo. Apresurados por alcanzar la última corrida del metro, en nuestros semblantes aparece súbita la nostalgia de las mangas cortas, cuando volver a casa solía ocurrir sin odiseas ni titiriteros. Entonces, entre los subsuelos comunes de nuestros gestos hispánicos, lo entendemos todo a bocajarro: la impuntualidad no es ni gentilicio heredado ni defecto de sociedades mal estructuradas, sino el silencioso optimismo de creer que los inviernos son tan solo semilleros del verano. Llegado el mes de julio, con su ritmo de calores atrasados, volveremos a sentir que Octavio Paz aún es cierto —“no, no pasa nada cuando pasa el tiempo”—, en la isla de Montreal desde Tampico...

Además de todo, la palabra “tiempo” puede contener gramáticas distintas. Por ello, al iniciar la comparación entre las diversas lenguas que la pronuncian, en forma casi natural vienen a la memoria los versos de Octavio Paz, tan buen entendedor de la riqueza poética que se produce al calendarizar el destino de cualquiera de nuestros sueños: “¿no pasa nada cuando pasa el tiempo?” …

En muchas sociedades africanas —adviértase, aquí, una gran generalización—, el tiempo aún es una invención posible y nunca un prejuicio heredado. En aquellas geografías culturales, según nos informa Riszard Kapuscinski, los lapsos inician con el primer paso hacia cualquier tarea, o, si se prefiere, las horas dejan de suceder cuando se interrumpen las cosas emprendidas; dicho más a las claras, los períodos y los ciclos son proyección de nuestros ojos y nunca una realidad impuesta desde el exterior: ocurren en la decisión de una faena, o, con la misma intensidad, pero en sentido inverso, se disuelven en la feliz iniciativa de los ocios. Para los chinos, lo sabemos, las citas y los encuentros son un ejercicio de anticipaciones constantes; para los peruanos, en cambio, la experiencia de la puntualidad impone “la hora limeña”, esos sesenta minutos de retraso exigidos por las buenas maneras, pues, según dicen los viandantes de Barranco, Miraflores o San Isidro, llegar a tiempo es empañar la reputación de los seres informales.

Al continuar nuestro recorrido por las manecillas universales, uno siempre atribuye a la puntualidad un signo de civilización, ¿no es cierto? Sin embargo, entre las horas europeas el individuo a menudo vivirá dando palos de ciego, buscando a tientas un destino libre de las precisiones germánicas o a salvo de los torbellinos escandinavos de la exactitud. En este mismo sentido, para un norteamericano el tiempo representa, qué duda cabe, una resignada esclavitud regulada por la inquebrantable filosofía de la fecha límite. Allí, en la gran ciudad digital del llamado mundo desarrollado, también en Canadá se asiste a la tiranía de las agendas, sea cual sea el origen de los pasos que recorren los hielos de sus rutinas; tal pareciera, de hecho, que las luchas más íntimas de un migrante en el invierno —y acaso también sus batallas más eternas— exhiben un anhelo de triunfo sobre jornadas atiborradas de minuteros.

En efecto, al mudar los escenarios, el migrante tampiqueño en el Polo Norte rememora las cosas ajenas a las fechas de caducidad. Sobre todo, y ante todo, el desarraigado de la calle Colón añora los autobuses sin premura, los telefonazos fuera del tiempo, los mediodías de las doce y pico, los rituales del “muy pronto”, las inercias del “un día de estos” o las escolleras con amaneceres anunciados, tal vez, para después de las cinco —o quizás para antes de las seis…, y qué más da si después será la misma playa toda la mañana—. Solidarios de nuestros anacronismos más innatos, o, por qué no, simultáneos de rostros tardíos, en los rincones del río Pánuco domina la certeza de que tarde o temprano las cosas terminarán por suceder, porque los plazos vencerán cuando lo hagan, porque en cualquier parpadeo aparecerá un taxi en la esquina de nuestros cigarrillos, porque no hay mal que dure cien años y porque las alarmas del despertador, faltaría más, son instantes comprensivos con cualquier desvelo.

Ajena a los plazos fijos, nuestra cédula de identidad ha sido diseñada con calendarios distintos. Sabemos que medir el suspiro exacto de las horas exactas —la redundancia ilustra mejor nuestro desapego por los cuadrantes, creo yo— es ejercicio exclusivo de los ámbitos impersonales, como los aeropuertos o las emisiones televisivas, las terminales de autobuses o los Gritos de Dolores. La precisión que tales escenarios exigen desnaturaliza la vigencia de nuestros relojes atrasados: resignados, por un momento abandonaremos la condición de hablantes nativos de cualquier retardo para convertirnos en los precavidos comentaristas de los horarios de un viaje o en los previsores contribuyentes de la declaración de impuestos. Por lo demás, y dicho sea en descargo nuestro, al abordar un avión o al asistir a las horas más santas de un Miércoles de Ceniza, arrastraremos siempre los requiebros de la Plaza de Armas, esos que saben volver antes que nadie de las obligaciones ciudadanas y de los convencionalismos sociales.

Y todo esto, es menester decirlo, sirve también como explicación de las mutaciones vividas por los hijos de la lengua española en la isla de Montreal. Esos minutos tan largos sobre la calle Obregón nunca serían aconsejables en el bulevar Sainte-Catherine; asimismo, las inminencias de aquel taxi frente al parque Méndez exhiben inconvenientes de “sálvese quien pueda” sobre las congeladas aceras del Museo de Bellas Artes. En efecto, la exageración de las nevadas y la inhumanidad de las celliscas pueden convertir en epopeya el arrojo tropical de nuestras puntualidades de papel; por ello, transgredir el idioma de los horarios boreales, o habitarlos sin haber aprendido a silenciar el Golfo de México en los témpanos de cualquier parada de autobús, es inmadurez de adolescentes o aventura de juventud irresponsable —algo cercano a la temeridad de los enamorados dispuestos a todo a pesar de las amonestaciones. Tantas veces he visto salir corriendo a los amigos tras las cenas más bohemias en febrero, o durante los heladísimos termómetros del mes de marzo. Apresurados por alcanzar la última corrida del metro, en nuestros semblantes aparece súbita la nostalgia de las mangas cortas, cuando volver a casa solía ocurrir sin odiseas ni titiriteros. Entonces, entre los subsuelos comunes de nuestros gestos hispánicos, lo entendemos todo a bocajarro: la impuntualidad no es ni gentilicio heredado ni defecto de sociedades mal estructuradas, sino el silencioso optimismo de creer que los inviernos son tan solo semilleros del verano. Llegado el mes de julio, con su ritmo de calores atrasados, volveremos a sentir que Octavio Paz aún es cierto —“no, no pasa nada cuando pasa el tiempo”—, en la isla de Montreal desde Tampico...