/ miércoles 3 de agosto de 2022

Autorretratos de hielo | Reinventarse al volante

En la isla de Montreal he visto nevar en el mes de mayo. De hecho, la gente nacida en estos andurriales del frío muy a menudo suele hablar, con acento de nostalgia por los climas de antaño, de la inclemencia de aquellos climas, también de su belleza, de las calles blanquísimas, como de tarjeta postal, de los paseos familiares o de los viajes a las montañas del esquí, cuando sus recuerdos de infancia a menudo sucedían entre las costras de hielo de las aceras de junio. El “mago invierno” —así le llamaba Pushkin en sus poemas— todo lo cambia, todo lo trastoca, y porque además tiene un gran poder de fascinación, sus rigores nos convierten en prudencias diferentes, aun en repetidores de proverbios distintos: “quien se para de su silla el invierno la extravía”…

Sí, resultaría entretenidísimo reflexionar la migración desde los refraneros, ¿no es cierto?, cuando dejamos de ser moralejas de trópico y mudamos de sabiduría con adagios boreales. Por ejemplo, uno de los aforismos locales más socorridos señala que en la isla de Montreal sólo hay dos estaciones al año: las pulmonías y el mes de julio..., y sonreímos, por supuesto que todos los transterrados sonreímos pues la sentencia no exagera demasiado la realidad. Es más, después de tantos resfríos vividos sabemos que el invierno inicia siempre con la primera gripa bajo cero, allá por el mes de octubre, y que éste termina al caer el último granizo entre los tardíos catarros de abril. Por lo demás —y dicho sea como de pasada—, otra opción para medir los extensos calendarios de la escarcha serían los suéteres o los chalecos, pues todo comienza con la primera vez que nos frotamos las manos a media calle, a veces a finales de septiembre, cuando las acercamos a la boca en busca de nuestros vaporcillos más íntimos; en el otro extremo de dicha perspectiva, todo terminará muchos meses después, en julio o quizás en agosto, cuando el sol nos devuelva, por fin, al ejercicio cotidiano de las mangas cortas.

Sea como sea, para el migrante del Golfo de México pasarán dos o tres años —a veces toda una vida— antes de poder ilustrar con claridad su condición de expatriado. Acaso por lo fuerza de las añoranzas, o tal vez porque nos confunde muchísimo nuestra nueva identidad de hijos pródigos, o quizás porque en silencio nos negamos a creer que ya siempre seremos una vida alejada de nuestro idioma, el verdadero arribo a un clima tan diferente siempre se ha de postergar un poco. En ocasiones incluso pelearemos guerras civiles con el alma, y nos enfrentaremos a diario con la melancolía, y sin saber cómo ni cuándo un buen día caeremos en la cuenta de todos los rituales superados, esos mismo que derivaron en las bufandas que ahora vestimos con naturalidad o en los botines de montañista con que aprendimos a triunfar sobre los pasos congelados.

Y uno de tales rituales iniciáticos lo es, sin duda, el examen de manejo. En la ciudad cosmopolita de Montreal —donde cualquier avenida tiene algo de torre de Babel y otro tanto de piedra Rosetta— cualquier conductor recién llegado de países remotos, también de la calle Colón, pronto debe hacer suyos los manuales carreteros, las destrezas supervisadas y los nuevos lenguajes de la señalética boreal. Tanto es así que, en el primer año de nuestra condición de automovilistas nórdicos, seremos considerados aprendices, e incluso nos estará prohibido manejar sin la presencia de otro conductor de larga data en el vehículo. Ahora bien, de todas esas etapas recuerdo con especial agonía el temario sobre situaciones límite detrás de un volante: ¿cómo conservar distancias prudenciales en una tormenta de copos infinitos?, ¿cómo salir ileso en una autopista de borrascas insólitas?, ¿eran verdad los cataclismos de hielo detrás de los espejos retrovisores?, ¿por qué las luces intermitentes pueden salvar la vida a la mitad de las celliscas? Ejemplo mayor de mis desasosiegos en aquel examen: conduces por una carretera interprovincial, se produce una tormenta a muchos grados bajo cero y sufres un desperfecto en el sistema de calefacción…, ¿qué debía hacerse?… La respuesta más natural, en el silencio de mis desconciertos, hubiese sido encomendarme al cielo antes de concluir que aquel ejercicio resultaba impropio para una mirada como la mía, educada entre semáforos un poco más cálidos.

Como puede verse, el invierno nos reinventa al cerrar las portezuelas de nuestros coches. Asimismo, diríase que detrás de los parabrisas la nieve nos hace mucho más pausados, y que la fuerza subyacente en la palabra “precaución” cobra su verdadero sentido en la parsimonia con que ahora frenamos durante las lluvias congeladas. Por añadidura, las autopistas nórdicas acaso cambian también nuestra lectura del mundo al revelarnos que los reglamentos de tránsito han sido imaginados para protegernos, y nunca para condenarnos en caso de colisión o de derrapes. Sin falsos idealismos de por medio, las leyes de circulación son apenas un recordatorio de los riesgos por los que deambulamos, y nunca una invitación para dejar de recorrer las calles de nuestras rutinas.

Por último, de todas las cosas aprendidas en aquellas prácticas de abrir los ojos y andar con los nervios de punta recuerdo sobremanera la “ley del buen samaritano”. Con el sentido común como premisa básica de nuestras hipotéticas reacciones, dicha norma exige acudir en auxilio de quien lo necesita en caso de accidentes: la solidaridad ha sido elevada a la categoría de principio legal mientras la indolencia es condenada como el delito que nunca debió dejar de ser. Por ello, en el último suspiro de este caluroso miércoles de agosto es posible decir que, al obtener nuestro primer permiso de conducir en el exilio —la “licencia de manejo”, según la llamamos los desterrados hijos del río Pánuco—, nos confirmamos en el viejo sueño de haber inventado la palabra “ciudad” para reflejarnos en el otro, quizás sea ese nuestro anhelo más antiguo desde que el mundo es vida, y no para hacernos tan extraños de sus nombres…

Sea como sea, para el migrante del Golfo de México pasarán dos o tres años —a veces toda una vida— antes de poder ilustrar con claridad su condición de expatriado.

En la isla de Montreal he visto nevar en el mes de mayo. De hecho, la gente nacida en estos andurriales del frío muy a menudo suele hablar, con acento de nostalgia por los climas de antaño, de la inclemencia de aquellos climas, también de su belleza, de las calles blanquísimas, como de tarjeta postal, de los paseos familiares o de los viajes a las montañas del esquí, cuando sus recuerdos de infancia a menudo sucedían entre las costras de hielo de las aceras de junio. El “mago invierno” —así le llamaba Pushkin en sus poemas— todo lo cambia, todo lo trastoca, y porque además tiene un gran poder de fascinación, sus rigores nos convierten en prudencias diferentes, aun en repetidores de proverbios distintos: “quien se para de su silla el invierno la extravía”…

Sí, resultaría entretenidísimo reflexionar la migración desde los refraneros, ¿no es cierto?, cuando dejamos de ser moralejas de trópico y mudamos de sabiduría con adagios boreales. Por ejemplo, uno de los aforismos locales más socorridos señala que en la isla de Montreal sólo hay dos estaciones al año: las pulmonías y el mes de julio..., y sonreímos, por supuesto que todos los transterrados sonreímos pues la sentencia no exagera demasiado la realidad. Es más, después de tantos resfríos vividos sabemos que el invierno inicia siempre con la primera gripa bajo cero, allá por el mes de octubre, y que éste termina al caer el último granizo entre los tardíos catarros de abril. Por lo demás —y dicho sea como de pasada—, otra opción para medir los extensos calendarios de la escarcha serían los suéteres o los chalecos, pues todo comienza con la primera vez que nos frotamos las manos a media calle, a veces a finales de septiembre, cuando las acercamos a la boca en busca de nuestros vaporcillos más íntimos; en el otro extremo de dicha perspectiva, todo terminará muchos meses después, en julio o quizás en agosto, cuando el sol nos devuelva, por fin, al ejercicio cotidiano de las mangas cortas.

Sea como sea, para el migrante del Golfo de México pasarán dos o tres años —a veces toda una vida— antes de poder ilustrar con claridad su condición de expatriado. Acaso por lo fuerza de las añoranzas, o tal vez porque nos confunde muchísimo nuestra nueva identidad de hijos pródigos, o quizás porque en silencio nos negamos a creer que ya siempre seremos una vida alejada de nuestro idioma, el verdadero arribo a un clima tan diferente siempre se ha de postergar un poco. En ocasiones incluso pelearemos guerras civiles con el alma, y nos enfrentaremos a diario con la melancolía, y sin saber cómo ni cuándo un buen día caeremos en la cuenta de todos los rituales superados, esos mismo que derivaron en las bufandas que ahora vestimos con naturalidad o en los botines de montañista con que aprendimos a triunfar sobre los pasos congelados.

Y uno de tales rituales iniciáticos lo es, sin duda, el examen de manejo. En la ciudad cosmopolita de Montreal —donde cualquier avenida tiene algo de torre de Babel y otro tanto de piedra Rosetta— cualquier conductor recién llegado de países remotos, también de la calle Colón, pronto debe hacer suyos los manuales carreteros, las destrezas supervisadas y los nuevos lenguajes de la señalética boreal. Tanto es así que, en el primer año de nuestra condición de automovilistas nórdicos, seremos considerados aprendices, e incluso nos estará prohibido manejar sin la presencia de otro conductor de larga data en el vehículo. Ahora bien, de todas esas etapas recuerdo con especial agonía el temario sobre situaciones límite detrás de un volante: ¿cómo conservar distancias prudenciales en una tormenta de copos infinitos?, ¿cómo salir ileso en una autopista de borrascas insólitas?, ¿eran verdad los cataclismos de hielo detrás de los espejos retrovisores?, ¿por qué las luces intermitentes pueden salvar la vida a la mitad de las celliscas? Ejemplo mayor de mis desasosiegos en aquel examen: conduces por una carretera interprovincial, se produce una tormenta a muchos grados bajo cero y sufres un desperfecto en el sistema de calefacción…, ¿qué debía hacerse?… La respuesta más natural, en el silencio de mis desconciertos, hubiese sido encomendarme al cielo antes de concluir que aquel ejercicio resultaba impropio para una mirada como la mía, educada entre semáforos un poco más cálidos.

Como puede verse, el invierno nos reinventa al cerrar las portezuelas de nuestros coches. Asimismo, diríase que detrás de los parabrisas la nieve nos hace mucho más pausados, y que la fuerza subyacente en la palabra “precaución” cobra su verdadero sentido en la parsimonia con que ahora frenamos durante las lluvias congeladas. Por añadidura, las autopistas nórdicas acaso cambian también nuestra lectura del mundo al revelarnos que los reglamentos de tránsito han sido imaginados para protegernos, y nunca para condenarnos en caso de colisión o de derrapes. Sin falsos idealismos de por medio, las leyes de circulación son apenas un recordatorio de los riesgos por los que deambulamos, y nunca una invitación para dejar de recorrer las calles de nuestras rutinas.

Por último, de todas las cosas aprendidas en aquellas prácticas de abrir los ojos y andar con los nervios de punta recuerdo sobremanera la “ley del buen samaritano”. Con el sentido común como premisa básica de nuestras hipotéticas reacciones, dicha norma exige acudir en auxilio de quien lo necesita en caso de accidentes: la solidaridad ha sido elevada a la categoría de principio legal mientras la indolencia es condenada como el delito que nunca debió dejar de ser. Por ello, en el último suspiro de este caluroso miércoles de agosto es posible decir que, al obtener nuestro primer permiso de conducir en el exilio —la “licencia de manejo”, según la llamamos los desterrados hijos del río Pánuco—, nos confirmamos en el viejo sueño de haber inventado la palabra “ciudad” para reflejarnos en el otro, quizás sea ese nuestro anhelo más antiguo desde que el mundo es vida, y no para hacernos tan extraños de sus nombres…

Sea como sea, para el migrante del Golfo de México pasarán dos o tres años —a veces toda una vida— antes de poder ilustrar con claridad su condición de expatriado.