/ miércoles 13 de julio de 2022

Autorretratos de hielo | Restaurantes imaginarios

A veces hay folcloristas, músicos andinos en los accesos del Metro, con ponchos y zampoñas, con quenas y charangos, peruanos o ecuatorianos, sin duda chilenos. Por cierto, hace tiempo que no veo bailarines de tango entre los artistas del subterráneo, cuando una pareja de jóvenes argentinos —¿o eran uruguayos?— se ganaba monedas y aplausos con ritmos de bandoneón, zapatillas de levitar milongas, pasos impecables, rutinas bien estudiadas, y ella era lindísima, cabello largo y castaño y un mirar tan transparente: eran ojos como de Libertad Lamarque.

En ocasiones he asistido también al azar de algún estudiante de conservatorio tocando fragmentos del “Concierto de Aranjuez”, con unos arpegios que recordaban a Paco de Lucía, o más o menos.

Al entrar a la estación de Berri-UQÀM, en la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo, los pasillos siempre parecen interminables. Pero allí estaban ya, por fin, de regreso en este nuevo verano: un trío de mariachis, dos guitarras y un acordeón, enfundados en sus trajes negros y con moños rojos y más bien deslucidos.

Pasaban de las ocho, es tan sólo una forma de decirlo, un tener que hablar del tiempo sin convicción en las palabras, porque los ocasos de julio arrastran atardeceres eternos en el Polo Norte, el sol no se cansa de jugar en el cielo de las nueve de la noche y al día siguiente la luz nos hace bostezar las auroras más precoces que he visto en mi vida, rumbo a las cuatro de cualquier madrugada…

De pie frente a sus canciones, me detuve a escucharlos un poco. Tenía tiempo, y qué más daba, porque además hacían pensar en el blanco y negro del cine nacional, ora en Jorge Negrete, ora en los filmes de Pedro Infante, y frente a ellos uno podía evocar las fiestas de los buenos amigos en el Golfo de México.

Las serenatas antiguas en la juventud de mi hermana mayor sobre la calle Colón, las rancheras de Juan Gabriel convertidas en república sentimental, y ni qué decir de José Alfredo Jiménez, “El siete mares” o este es el corrido del caballo blanco que en un día domingo feliz arrancara, por ejemplo.

Y de repente lo he sospechado: los transterrados de nuestra lengua —vengan de las canciones que vengan— saben emprender viajes instantáneos a sus pasados…, ¿cómo decirlo?..., con el anhelo de triunfar sobre las identidades empalmadas, en la ciudad cosmopolita el migrante a menudo encuentra instantes parecidos a ese mariachi, fogonazos de añoranza que le permiten tararearse en el espejo de la lengua que lo define.

Los he mirado detrás de la mascarilla sanitaria, obligatoria en la vigencia de la pandemia. Y buenas noches, y enseguida nos hemos empatado en el ademán de tener prisa por llegar a casa, porque ahora recogían las ganancias arrojadas a los estuches de sus guitarras, y dos eran del estado de Guerrero —de Tixtla y de Acapulco—.

Y el tercero nada menos que de Cerro Azul, qué casualidad, del otro lado del río Pánuco, mucho gusto, bajito, piel morena, palabras amables, a sus órdenes, cuando en voz alta les he anunciado el origen de mi nombre, nacido en Tampico, allá mismito, tierra de calores y de mosquitos, y en la sorpresa de la charla me han dicho que una hora de canciones en las bocas del Metro, Vicente Fernández o Lola Beltrán, cucurrucú paloma sobre todo, solucionan algunos gastos de lo cotidiano.

No, nunca cantan a Chabela Vargas, y cada uno tiene una vida propia en la isla de Montreal, familias construidas al paso de las soledades, y era tan mágico el instante en que nuestros acentos se ponían a salvo de las extrañezas, porque en la ciudad multilingüe siempre hay azares así, oasis verbales idénticos a nuestras miradas... En fin, mejor seguir adelante.

Nos hemos invitado una cerveza, mejor otro día, por supuesto, y además hemos caminado juntos por los consejos sobre las mejores hosterías mexicanas de la ciudad nórdica. Y reímos, cuánto reíamos, porque yo sólo una vez he comido en “La casa de Mateo” donde cualquier quesadilla cuesta un ojo de la cara, y además el sabor nunca será lo mismo, y sin saber por qué o por qué no hemos jugado a inventar restaurantes, especialidades a la medida nuestros antojos, y a volapié les he dicho que mi fonda favorita entre las auroras boreales sólo podría llamarse “Allá en el rancho grande”, y ellos, por su parte, abrirían un comedero feliz con el nombre de “Las mañanitas”.

Después hemos inventado un menú de fantasía, enchiladas infinitas y guacamoles con sabor a nostalgia, y el mejor de nuestros restaurantes imaginarios sólo podría llamarse “México lindo y querido” —si muero lejos de ti, que digan que estoy dormido…, y lo demás—, y reímos, otra vez, cuánto reíamos, como amigos de toda la vida, yo en mis bermudas de temporada, ellos en su atuendo de circunstancia: sombreros y botonaduras, y en el menú ideal de nuestras ensoñaciones nunca faltarían los frijoles refritos con totopos, eso sí que no, cuando casi daban las nueve de la noche en los andenes.

Y al llegar a casa he terminado de redactar a toda prisa el párrafo final de este miércoles para explicar que cualquier identidad se hace más palpable en los actos imaginarios.

Allí, en ese acervo intangible de conjeturas y de anhelos, en el inventario más íntimo de nuestros sueños y mitos escondidos, en el repertorio invisible de las supersticiones y de las melodías heredadas —en la geografía tenaz de nuestras “internidades”, diría Ortega y Gasset—, sí, es allí donde mejor nos hermanarnos con los reflejos del “otro”, y, asimismo, donde adquirimos una nueva lucidez sobre la cultura que nos sostiene en el destierro.

Dicho de otro modo, si acaso el migrante tampiqueño debe alejarse de la playa de Miramar en busca de nuevos porvenires, siempre le resultará imposible cancelar el México más intrínseco de sus canciones y de sus apetitos, muy a pesar del tiempo, y también de la distancia.

A veces hay folcloristas, músicos andinos en los accesos del Metro, con ponchos y zampoñas, con quenas y charangos, peruanos o ecuatorianos, sin duda chilenos. Por cierto, hace tiempo que no veo bailarines de tango entre los artistas del subterráneo, cuando una pareja de jóvenes argentinos —¿o eran uruguayos?— se ganaba monedas y aplausos con ritmos de bandoneón, zapatillas de levitar milongas, pasos impecables, rutinas bien estudiadas, y ella era lindísima, cabello largo y castaño y un mirar tan transparente: eran ojos como de Libertad Lamarque.

En ocasiones he asistido también al azar de algún estudiante de conservatorio tocando fragmentos del “Concierto de Aranjuez”, con unos arpegios que recordaban a Paco de Lucía, o más o menos.

Al entrar a la estación de Berri-UQÀM, en la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo, los pasillos siempre parecen interminables. Pero allí estaban ya, por fin, de regreso en este nuevo verano: un trío de mariachis, dos guitarras y un acordeón, enfundados en sus trajes negros y con moños rojos y más bien deslucidos.

Pasaban de las ocho, es tan sólo una forma de decirlo, un tener que hablar del tiempo sin convicción en las palabras, porque los ocasos de julio arrastran atardeceres eternos en el Polo Norte, el sol no se cansa de jugar en el cielo de las nueve de la noche y al día siguiente la luz nos hace bostezar las auroras más precoces que he visto en mi vida, rumbo a las cuatro de cualquier madrugada…

De pie frente a sus canciones, me detuve a escucharlos un poco. Tenía tiempo, y qué más daba, porque además hacían pensar en el blanco y negro del cine nacional, ora en Jorge Negrete, ora en los filmes de Pedro Infante, y frente a ellos uno podía evocar las fiestas de los buenos amigos en el Golfo de México.

Las serenatas antiguas en la juventud de mi hermana mayor sobre la calle Colón, las rancheras de Juan Gabriel convertidas en república sentimental, y ni qué decir de José Alfredo Jiménez, “El siete mares” o este es el corrido del caballo blanco que en un día domingo feliz arrancara, por ejemplo.

Y de repente lo he sospechado: los transterrados de nuestra lengua —vengan de las canciones que vengan— saben emprender viajes instantáneos a sus pasados…, ¿cómo decirlo?..., con el anhelo de triunfar sobre las identidades empalmadas, en la ciudad cosmopolita el migrante a menudo encuentra instantes parecidos a ese mariachi, fogonazos de añoranza que le permiten tararearse en el espejo de la lengua que lo define.

Los he mirado detrás de la mascarilla sanitaria, obligatoria en la vigencia de la pandemia. Y buenas noches, y enseguida nos hemos empatado en el ademán de tener prisa por llegar a casa, porque ahora recogían las ganancias arrojadas a los estuches de sus guitarras, y dos eran del estado de Guerrero —de Tixtla y de Acapulco—.

Y el tercero nada menos que de Cerro Azul, qué casualidad, del otro lado del río Pánuco, mucho gusto, bajito, piel morena, palabras amables, a sus órdenes, cuando en voz alta les he anunciado el origen de mi nombre, nacido en Tampico, allá mismito, tierra de calores y de mosquitos, y en la sorpresa de la charla me han dicho que una hora de canciones en las bocas del Metro, Vicente Fernández o Lola Beltrán, cucurrucú paloma sobre todo, solucionan algunos gastos de lo cotidiano.

No, nunca cantan a Chabela Vargas, y cada uno tiene una vida propia en la isla de Montreal, familias construidas al paso de las soledades, y era tan mágico el instante en que nuestros acentos se ponían a salvo de las extrañezas, porque en la ciudad multilingüe siempre hay azares así, oasis verbales idénticos a nuestras miradas... En fin, mejor seguir adelante.

Nos hemos invitado una cerveza, mejor otro día, por supuesto, y además hemos caminado juntos por los consejos sobre las mejores hosterías mexicanas de la ciudad nórdica. Y reímos, cuánto reíamos, porque yo sólo una vez he comido en “La casa de Mateo” donde cualquier quesadilla cuesta un ojo de la cara, y además el sabor nunca será lo mismo, y sin saber por qué o por qué no hemos jugado a inventar restaurantes, especialidades a la medida nuestros antojos, y a volapié les he dicho que mi fonda favorita entre las auroras boreales sólo podría llamarse “Allá en el rancho grande”, y ellos, por su parte, abrirían un comedero feliz con el nombre de “Las mañanitas”.

Después hemos inventado un menú de fantasía, enchiladas infinitas y guacamoles con sabor a nostalgia, y el mejor de nuestros restaurantes imaginarios sólo podría llamarse “México lindo y querido” —si muero lejos de ti, que digan que estoy dormido…, y lo demás—, y reímos, otra vez, cuánto reíamos, como amigos de toda la vida, yo en mis bermudas de temporada, ellos en su atuendo de circunstancia: sombreros y botonaduras, y en el menú ideal de nuestras ensoñaciones nunca faltarían los frijoles refritos con totopos, eso sí que no, cuando casi daban las nueve de la noche en los andenes.

Y al llegar a casa he terminado de redactar a toda prisa el párrafo final de este miércoles para explicar que cualquier identidad se hace más palpable en los actos imaginarios.

Allí, en ese acervo intangible de conjeturas y de anhelos, en el inventario más íntimo de nuestros sueños y mitos escondidos, en el repertorio invisible de las supersticiones y de las melodías heredadas —en la geografía tenaz de nuestras “internidades”, diría Ortega y Gasset—, sí, es allí donde mejor nos hermanarnos con los reflejos del “otro”, y, asimismo, donde adquirimos una nueva lucidez sobre la cultura que nos sostiene en el destierro.

Dicho de otro modo, si acaso el migrante tampiqueño debe alejarse de la playa de Miramar en busca de nuevos porvenires, siempre le resultará imposible cancelar el México más intrínseco de sus canciones y de sus apetitos, muy a pesar del tiempo, y también de la distancia.