/ miércoles 1 de septiembre de 2021

Autorretratos de hielo | Rumanos en la ventana

En la isla de Montreal el verano es la estación de las reparaciones olvidadas, la temporada que renueva las precauciones de nuestros domicilios. Ya está por allí, el invierno: se le presiente en las mañanas de frescura inapropiada, como fantasma al acecho, como ladrón escondido detrás de un septiembre de soles engañosos.

A casa han llegado, otra vez, los especialistas en ventanas. Llevan tres días de vaivenes, aislando dinteles, recubriendo quicios, verificando bisagras y travesaños, sobre todo el marco, reparando enseguida el montante central que cuadricula los vidrios por el que entran a toda prisa los automóviles de mi calle cotidiana. Es una pieza antigua y muy alta, tiene su encanto, madera de otro siglo, del suelo al cielo raso, y, como era de esperarse, detrás de los cristales hay siempre una segunda contraventana que redobla las precauciones: si el invierno quiere entrar con sus muchos grados bajo cero, tendrá que pelear dos veces con los antepechos y las celosías. Sí, en los andurriales del hielo las ventanas viven siempre al amparo de otras ventanas.

Hoy me he atrevido a preguntarles por ese idioma que invade las horas de mi departamento. Es algo que se acerca mientras se aleja del español de la calle Colón, un giro familiar que se disuelve en la extrañeza de no saber oírlo como Dios manda. Creo identificar esas sílabas, es una lengua romance, ya no me cabe la menor duda: nacieron en Timisoara, en el occidente de Rumania, ¿conoce usted?, un poco, hace muchos años, y porque ya los he interrumpido mejor derivarse hacia una charla mínima sobre la Transilvania del Conde Drácula, también hacia Valaquia, en especial hacia Sibiu donde hay un puente de piedra, el Puente de las Mentiras —Podul Minciunilor, ¿se llamaba así?..., ya no lo recuerdo—, cuya leyenda pone a prueba la honestidad de los enamorados. También hablamos de comida, del plato nacional de aquel país, la “mamaliga”, alguna vez lo probé, parecido a la polenta italiana, y nada como la cocina mexicana para triunfar sobre las recetas del maíz en otras bocas.

Les he ofrecido café, mejor un vaso de agua fría, y muchas gracias, y con mucho gusto. Aunque hermanos, se parecen de una forma muy extraña, son el reflejo cambiado de un solo rostro, ¿cómo decirlo?, la misma letra copiada con la mano izquierda, en fin, diferentes y también idénticos en sus semblantes de piel clara y sus estaturas de baloncesto. Eso sí, muy latinos al ofrecer amistad en la provocación de mis preguntas, y yo sé que no hay tiempo, porque en el espacio mínimo de un vaso de agua sospecho una historia de exilios por demás habituales en estos andurriales. En efecto, una de las puertas migratorias más socorridas del Quebec es la reunificación familiar, cuando los trámites oficiales y las solicitudes de la esperanza se agilizan en nombre de los reencuentros y de las presencias y de los cumpleaños acompañados y de las memorias recuperadas, y entonces los hermanos vuelven a sentirse numerosos y tan cercanos en las calles de su ciudad adoptiva.

Llama mi atención la historia de Alexandru, el mayor. A finales de los ochenta partió rumbo a España en busca de oportunidades, cuando el dictador Ceausescu estaba por ser ejecutado. Un mundo difícil, un rodar sin freno por trabajos de irla pasando en Vallecas, ¿y habla usted el español?, un poco, no mucho, casi nada, porque Alexandru vivió menos de un año cerquita de Madrid. Por aquel tiempo era común la noticia de las minas en el norte canadiense, urgidas de personal calificado, salarios de dar envidia, y él, claro, tenía diplomas de lo industrial y entendía de motores. Pasó un par de años extremos, muy al norte, a mano derecha de los glaciares, en el corazón de la extracción metalúrgica y de las auroras boreales, ¿y cómo son las auroras boreales vistas con acento rumano?: espectaculares, así parecen cuando me las describe, y a pesar de todo no pudo más, era demasiado, aquellas jornadas interminables, sin luz, eterno de mangas largas, y por añadidura tan alejado de su idioma en todas las cuadrillas de trabajo.

Después se instaló en la isla de Montreal. Aquí tenía que haber otros como él, expatriados de Bucarest o de Constanza, transterrados de Craiova o de Pitesti, quizás algún viejo amigo de Timisoara. Además, seguro que habría iglesias ortodoxas con popes en su propia Biblia, y podría salir a la calle, sentirse menos solo al ver la vida en la cara de tanto mundo. Como todos nosotros, Alexandru recuerda con precisión su segundo cumpleaños, porque llegó a la ciudad en la exactitud del mediodía del 7 de julio de 1994, cuando se jugaba el mundial de futbol en Estados Unidos y Rumania había derrotado a Colombia, 3-1, y no importa, de verdad, porque a mí no me gusta el futbol y los mexicanos no nacemos casi nunca en Cartagena de Indias. Entonces me han preguntado por mi ciudad natal, allá en Tampico, junto al mar, a tiro de piedra de un río mayor, así les digo, y llevan razón: el sol de la Plaza de Armas no puede parecerse mucho a los calendarios congelados de Quebec.

Fueron largos meses en albergues para indigentes, hasta que Alexandru dominó el francés y asumió la profesión de las ventanas. Pasado el tiempo, y aún con algo de juventud en el alma, se arriesgó a iniciar una pequeña compañía, “ABA Fenêstration” —“fenêtre” por ventana: como quiera que se vea, una empresa hecha de vidrio—. Poco a poco los demás miembros del clan fueron migrando hacia el invierno, primero Marius, que sonríe cuando él lo nombra, más tarde Ovidiu, y al final Florin, la única hermana, y también su madre, porque su padre había muerto hacía tantísimos años allá en Rumania. Después, claro, sus vasos de agua, la reparación de los cristales, ¿auroras boreales con otras gramáticas?, y una certeza inesperada: para el exiliado la ciudad cosmopolita es una forma familiar de estar un poco menos solo.

También hablamos de comida, del plato nacional de aquel país, la “mamaliga”, alguna vez lo probé, parecido a la polenta italiana, y nada como la cocina mexicana para triunfar sobre las recetas del maíz en otras bocas.

En la isla de Montreal el verano es la estación de las reparaciones olvidadas, la temporada que renueva las precauciones de nuestros domicilios. Ya está por allí, el invierno: se le presiente en las mañanas de frescura inapropiada, como fantasma al acecho, como ladrón escondido detrás de un septiembre de soles engañosos.

A casa han llegado, otra vez, los especialistas en ventanas. Llevan tres días de vaivenes, aislando dinteles, recubriendo quicios, verificando bisagras y travesaños, sobre todo el marco, reparando enseguida el montante central que cuadricula los vidrios por el que entran a toda prisa los automóviles de mi calle cotidiana. Es una pieza antigua y muy alta, tiene su encanto, madera de otro siglo, del suelo al cielo raso, y, como era de esperarse, detrás de los cristales hay siempre una segunda contraventana que redobla las precauciones: si el invierno quiere entrar con sus muchos grados bajo cero, tendrá que pelear dos veces con los antepechos y las celosías. Sí, en los andurriales del hielo las ventanas viven siempre al amparo de otras ventanas.

Hoy me he atrevido a preguntarles por ese idioma que invade las horas de mi departamento. Es algo que se acerca mientras se aleja del español de la calle Colón, un giro familiar que se disuelve en la extrañeza de no saber oírlo como Dios manda. Creo identificar esas sílabas, es una lengua romance, ya no me cabe la menor duda: nacieron en Timisoara, en el occidente de Rumania, ¿conoce usted?, un poco, hace muchos años, y porque ya los he interrumpido mejor derivarse hacia una charla mínima sobre la Transilvania del Conde Drácula, también hacia Valaquia, en especial hacia Sibiu donde hay un puente de piedra, el Puente de las Mentiras —Podul Minciunilor, ¿se llamaba así?..., ya no lo recuerdo—, cuya leyenda pone a prueba la honestidad de los enamorados. También hablamos de comida, del plato nacional de aquel país, la “mamaliga”, alguna vez lo probé, parecido a la polenta italiana, y nada como la cocina mexicana para triunfar sobre las recetas del maíz en otras bocas.

Les he ofrecido café, mejor un vaso de agua fría, y muchas gracias, y con mucho gusto. Aunque hermanos, se parecen de una forma muy extraña, son el reflejo cambiado de un solo rostro, ¿cómo decirlo?, la misma letra copiada con la mano izquierda, en fin, diferentes y también idénticos en sus semblantes de piel clara y sus estaturas de baloncesto. Eso sí, muy latinos al ofrecer amistad en la provocación de mis preguntas, y yo sé que no hay tiempo, porque en el espacio mínimo de un vaso de agua sospecho una historia de exilios por demás habituales en estos andurriales. En efecto, una de las puertas migratorias más socorridas del Quebec es la reunificación familiar, cuando los trámites oficiales y las solicitudes de la esperanza se agilizan en nombre de los reencuentros y de las presencias y de los cumpleaños acompañados y de las memorias recuperadas, y entonces los hermanos vuelven a sentirse numerosos y tan cercanos en las calles de su ciudad adoptiva.

Llama mi atención la historia de Alexandru, el mayor. A finales de los ochenta partió rumbo a España en busca de oportunidades, cuando el dictador Ceausescu estaba por ser ejecutado. Un mundo difícil, un rodar sin freno por trabajos de irla pasando en Vallecas, ¿y habla usted el español?, un poco, no mucho, casi nada, porque Alexandru vivió menos de un año cerquita de Madrid. Por aquel tiempo era común la noticia de las minas en el norte canadiense, urgidas de personal calificado, salarios de dar envidia, y él, claro, tenía diplomas de lo industrial y entendía de motores. Pasó un par de años extremos, muy al norte, a mano derecha de los glaciares, en el corazón de la extracción metalúrgica y de las auroras boreales, ¿y cómo son las auroras boreales vistas con acento rumano?: espectaculares, así parecen cuando me las describe, y a pesar de todo no pudo más, era demasiado, aquellas jornadas interminables, sin luz, eterno de mangas largas, y por añadidura tan alejado de su idioma en todas las cuadrillas de trabajo.

Después se instaló en la isla de Montreal. Aquí tenía que haber otros como él, expatriados de Bucarest o de Constanza, transterrados de Craiova o de Pitesti, quizás algún viejo amigo de Timisoara. Además, seguro que habría iglesias ortodoxas con popes en su propia Biblia, y podría salir a la calle, sentirse menos solo al ver la vida en la cara de tanto mundo. Como todos nosotros, Alexandru recuerda con precisión su segundo cumpleaños, porque llegó a la ciudad en la exactitud del mediodía del 7 de julio de 1994, cuando se jugaba el mundial de futbol en Estados Unidos y Rumania había derrotado a Colombia, 3-1, y no importa, de verdad, porque a mí no me gusta el futbol y los mexicanos no nacemos casi nunca en Cartagena de Indias. Entonces me han preguntado por mi ciudad natal, allá en Tampico, junto al mar, a tiro de piedra de un río mayor, así les digo, y llevan razón: el sol de la Plaza de Armas no puede parecerse mucho a los calendarios congelados de Quebec.

Fueron largos meses en albergues para indigentes, hasta que Alexandru dominó el francés y asumió la profesión de las ventanas. Pasado el tiempo, y aún con algo de juventud en el alma, se arriesgó a iniciar una pequeña compañía, “ABA Fenêstration” —“fenêtre” por ventana: como quiera que se vea, una empresa hecha de vidrio—. Poco a poco los demás miembros del clan fueron migrando hacia el invierno, primero Marius, que sonríe cuando él lo nombra, más tarde Ovidiu, y al final Florin, la única hermana, y también su madre, porque su padre había muerto hacía tantísimos años allá en Rumania. Después, claro, sus vasos de agua, la reparación de los cristales, ¿auroras boreales con otras gramáticas?, y una certeza inesperada: para el exiliado la ciudad cosmopolita es una forma familiar de estar un poco menos solo.

También hablamos de comida, del plato nacional de aquel país, la “mamaliga”, alguna vez lo probé, parecido a la polenta italiana, y nada como la cocina mexicana para triunfar sobre las recetas del maíz en otras bocas.