/ miércoles 23 de junio de 2021

Autorretratos de hielo | San Juan sin traducciones

Alguna vez viví un 10 de agosto en Ecuador, cuando su calendario pone cara de fiesta patria y la ley exige fachadas con banderas y Quito es día feriado en todas las aceras. Por un accidente afortunado de mi trabajo, he deambulado el 9 de julio por las calles de Salta —“Salta, tan linda que enamora”, repiten los escaparates en las tiendas del turista—, cuando los argentinos son más argentinos, porque nadie como ellos para sentir que la Independencia de su país es aplauso irrepetible en todos los desfiles del mundo. Años antes o años después comprobé en Arequipa que la Independencia de Perú también es mes de julio, y había marcialidad de regimientos, escuelas secundarias en las calles, limpieza de portales y una iglesia catedral cuyo frontón hacía pensar en la ciudad de Zacatecas.

Por desgracia, el azar de mis andanzas nunca me ha hecho pisar la Plaza de la Constitución durante las verbenas de septiembre. Lo sabemos, el zócalo revive el grito de Dolores, y es noche de fuegos de artificio, y se oye tantas veces ¡viva México!, y luego las notas del himno nacional seguidas del huapango de Moncayo; de todo aquello recuerdo la parada militar en nuestra televisión prehistórica de la calle Colón, tirado junto a mis hermanos en el suelo de nuestras adolescencias: allí estaban ya, mil carros de guerra anunciando en blanco y negro a un primo vestido de gala, impecable, con zapatos de charol, cuando por fin hacía su entrada a la Escuela Náutica de Tampico cantando a todo pulmón que “cadete soy de la Naval, mi orgullo es ser marino”, y lo demás… Minutos después, como era de esperarse, la transmisión había perdido interés y el Día de la Independencia se diluía entre los soles más conocidos del centro de la ciudad.

Y sirva, pues, todo esto como acto preparatorio para razonar que en el mundo hispano somos nostalgia de heroísmos. Aceptémoslo: nos ilumina muchísimo sentirnos intrínsecos en palabras como “hazaña”, “prócer”, “épica”, “gloria”, “victoria” o “caudillo”, ¿no es cierto? Por ello, para el desarraigado del Golfo de México uno de los ejercicios más singulares de su adaptación a la vida en el Polo Norte tiene lugar durante las fiestas oficiales. Acostumbrados a la solemnidad de las bandas militares, a los cantos de batallones y a las salvas de honor, las efemérides parecen tan distintas en esta parte del mundo, pues, qué duda cabe, ellas se desvisten de cualquier sabor a epopeya. Tanto es así, que los trasterrados del río Pánuco aprendemos casi de inmediato a sujetar nuestros congénitos patriotismos en la tarea de integrarnos con frescura a la Fiesta Nacional de Quebec. Sí, mañana mismo, durante un día consagrado también a la memoria de San Juan Bautista, la isla de Montreal amanecerá dispuesta a olvidar el pasado reciente de sus aceras congeladas, y todos nos entregaremos al regocijo anual de su fecha más preciada: el 24 de junio.

La cosa no acaba allí, en las bondades del clima estival inscritas en el rostro de un santo. En el marco de un país bilingüe como el Canadá, la ocasión permite a la isla de Montreal reivindicar la dicción más francesa de sus propias sonrisas. Somos la lengua bisabuela de Molière en cada uno de nuestros anhelos, somos las ensoñaciones de verbos escritos con otras manos, dicen mis amigos locales cuando explican que el Día de Quebec representa una festividad gramatical, o, por qué no, la fecha en que todos los habitantes de la provincia —naturales o naturalizados, no importa— deberíamos conmemorar los galicismos que organizan los directorios telefónicos tanto como nuestros porvenires. Incluso, y por irónico que parezca a estas alturas de junio, es este el momento más propicio para revivir la tradición de los trovadores del hielo en los recitales organizados para la ocasión: “mi país no es un país sino un invierno”, o, “¡Cómo ha nevado la nieve! ¡Mi ventana es un jardín de escarcha!”, dirían Giles Vigneault o Émile Nelligan, si acaso pudieran, con mi español de playa de Miramar.

Muchas veces he asistido a los parques familiares del Día de Quebec, cuando la fiesta de San Juan Bautista impone sosiego en todas las miradas. De recién llegado, por supuesto, fue difícil conciliar mis instintos de “mexicano al grito de guerra” con las cortesías y parsimonias de la jornada. Sin embargo, los espacios abiertos de las explanadas, el color azul de los banderines, los conciertos en los altavoces —Garou o Béatrice Martin, y cada quien sus gustos—, las comidas típicas en los jardines, la flor de lis en los postes del alumbrado, la policía repartiendo escarapelas, la energía de mis hijas correteando en un idioma que hicieron suyo en el santiamén de sus infancias…, tantas cosas me han conducido siempre a la certeza de que la elección de la fecha no es producto ni de la casualidad ni, mucho menos, del fanatismo religioso. En un solo golpe de calendario, las benevolencias del clima sirven de escenario para “con-fundirlo” todo: las mangas cortas y los devocionarios, las cervezas y las convicciones políticas, los nacionalismos y las palabras que la vida pone a nuestro alcance para nombrarnos.

Por último, quizás debido a su realidad cosmopolita la isla de Montreal ha hecho del 24 de junio un remanso de neutralidades. En esta jornada de tantas intersecciones, tal vez la fecha representa una tregua verbal que nos hace sentir un poco menos transeúntes en las avenidas de nuestros destierros. Las familias multiculturales y Gabor, el conserje húngaro de mi edificio, los latinoamericanos del parque Jeanne-Mance tanto como los canadienses de lengua inglesa, mi colega china casada con alguien de por aquí o las eternas jubiladas de la Plaza de Portugal, cualquiera sabe que el Día de Quebec es un ámbito de traducciones innecesarias, una región simbólica donde los exilios entran en reposo al enseñarnos a decir —en lengua francesa, por supuesto— que mañana, sí, mañana será otro día…

Alguna vez viví un 10 de agosto en Ecuador, cuando su calendario pone cara de fiesta patria y la ley exige fachadas con banderas y Quito es día feriado en todas las aceras. Por un accidente afortunado de mi trabajo, he deambulado el 9 de julio por las calles de Salta —“Salta, tan linda que enamora”, repiten los escaparates en las tiendas del turista—, cuando los argentinos son más argentinos, porque nadie como ellos para sentir que la Independencia de su país es aplauso irrepetible en todos los desfiles del mundo. Años antes o años después comprobé en Arequipa que la Independencia de Perú también es mes de julio, y había marcialidad de regimientos, escuelas secundarias en las calles, limpieza de portales y una iglesia catedral cuyo frontón hacía pensar en la ciudad de Zacatecas.

Por desgracia, el azar de mis andanzas nunca me ha hecho pisar la Plaza de la Constitución durante las verbenas de septiembre. Lo sabemos, el zócalo revive el grito de Dolores, y es noche de fuegos de artificio, y se oye tantas veces ¡viva México!, y luego las notas del himno nacional seguidas del huapango de Moncayo; de todo aquello recuerdo la parada militar en nuestra televisión prehistórica de la calle Colón, tirado junto a mis hermanos en el suelo de nuestras adolescencias: allí estaban ya, mil carros de guerra anunciando en blanco y negro a un primo vestido de gala, impecable, con zapatos de charol, cuando por fin hacía su entrada a la Escuela Náutica de Tampico cantando a todo pulmón que “cadete soy de la Naval, mi orgullo es ser marino”, y lo demás… Minutos después, como era de esperarse, la transmisión había perdido interés y el Día de la Independencia se diluía entre los soles más conocidos del centro de la ciudad.

Y sirva, pues, todo esto como acto preparatorio para razonar que en el mundo hispano somos nostalgia de heroísmos. Aceptémoslo: nos ilumina muchísimo sentirnos intrínsecos en palabras como “hazaña”, “prócer”, “épica”, “gloria”, “victoria” o “caudillo”, ¿no es cierto? Por ello, para el desarraigado del Golfo de México uno de los ejercicios más singulares de su adaptación a la vida en el Polo Norte tiene lugar durante las fiestas oficiales. Acostumbrados a la solemnidad de las bandas militares, a los cantos de batallones y a las salvas de honor, las efemérides parecen tan distintas en esta parte del mundo, pues, qué duda cabe, ellas se desvisten de cualquier sabor a epopeya. Tanto es así, que los trasterrados del río Pánuco aprendemos casi de inmediato a sujetar nuestros congénitos patriotismos en la tarea de integrarnos con frescura a la Fiesta Nacional de Quebec. Sí, mañana mismo, durante un día consagrado también a la memoria de San Juan Bautista, la isla de Montreal amanecerá dispuesta a olvidar el pasado reciente de sus aceras congeladas, y todos nos entregaremos al regocijo anual de su fecha más preciada: el 24 de junio.

La cosa no acaba allí, en las bondades del clima estival inscritas en el rostro de un santo. En el marco de un país bilingüe como el Canadá, la ocasión permite a la isla de Montreal reivindicar la dicción más francesa de sus propias sonrisas. Somos la lengua bisabuela de Molière en cada uno de nuestros anhelos, somos las ensoñaciones de verbos escritos con otras manos, dicen mis amigos locales cuando explican que el Día de Quebec representa una festividad gramatical, o, por qué no, la fecha en que todos los habitantes de la provincia —naturales o naturalizados, no importa— deberíamos conmemorar los galicismos que organizan los directorios telefónicos tanto como nuestros porvenires. Incluso, y por irónico que parezca a estas alturas de junio, es este el momento más propicio para revivir la tradición de los trovadores del hielo en los recitales organizados para la ocasión: “mi país no es un país sino un invierno”, o, “¡Cómo ha nevado la nieve! ¡Mi ventana es un jardín de escarcha!”, dirían Giles Vigneault o Émile Nelligan, si acaso pudieran, con mi español de playa de Miramar.

Muchas veces he asistido a los parques familiares del Día de Quebec, cuando la fiesta de San Juan Bautista impone sosiego en todas las miradas. De recién llegado, por supuesto, fue difícil conciliar mis instintos de “mexicano al grito de guerra” con las cortesías y parsimonias de la jornada. Sin embargo, los espacios abiertos de las explanadas, el color azul de los banderines, los conciertos en los altavoces —Garou o Béatrice Martin, y cada quien sus gustos—, las comidas típicas en los jardines, la flor de lis en los postes del alumbrado, la policía repartiendo escarapelas, la energía de mis hijas correteando en un idioma que hicieron suyo en el santiamén de sus infancias…, tantas cosas me han conducido siempre a la certeza de que la elección de la fecha no es producto ni de la casualidad ni, mucho menos, del fanatismo religioso. En un solo golpe de calendario, las benevolencias del clima sirven de escenario para “con-fundirlo” todo: las mangas cortas y los devocionarios, las cervezas y las convicciones políticas, los nacionalismos y las palabras que la vida pone a nuestro alcance para nombrarnos.

Por último, quizás debido a su realidad cosmopolita la isla de Montreal ha hecho del 24 de junio un remanso de neutralidades. En esta jornada de tantas intersecciones, tal vez la fecha representa una tregua verbal que nos hace sentir un poco menos transeúntes en las avenidas de nuestros destierros. Las familias multiculturales y Gabor, el conserje húngaro de mi edificio, los latinoamericanos del parque Jeanne-Mance tanto como los canadienses de lengua inglesa, mi colega china casada con alguien de por aquí o las eternas jubiladas de la Plaza de Portugal, cualquiera sabe que el Día de Quebec es un ámbito de traducciones innecesarias, una región simbólica donde los exilios entran en reposo al enseñarnos a decir —en lengua francesa, por supuesto— que mañana, sí, mañana será otro día…