/ miércoles 22 de diciembre de 2021

Autorretratos de hielo | Solsticios y burocracias

“Solsticio” es una palabra latina que detiene las cosas del cielo por un minuto, “solstitium”, como Josué allá en la Biblia... En un abrir y cerrar de ojos, en sus sílabas se completa el ciclo de los días más cortos o el de las noches más largas del año, y viceversa.

Para los expatriados de la calle Colón en el Polo Norte, “solsticio” también es un término cuya precisión astronómica ilustra el principio y el final de nuestras confusiones: el 21 de diciembre a las 10:59 de la mañana -según los anunciadores del tiempo en las noticias de ayer- comenzó el invierno que ya éramos desde hace tantas, tantísimas nevadas.

Solsticio hiemal lo llaman los eruditos, o solsticio brumoso, según los otros inquilinos de mi edificio. Sea como sea, a partir de hoy comenzaremos una carrera silenciosa hacia la luz, y cada nuevo mediodía traerá algunos segundos más de claridad, acaso varios minutos, y así seguiremos hasta llegar al 21 de junio del solsticio vernal -dicho sea de nueva cuenta con lenguaje de veranos un poco más sabihondos-. A cuentagotas recuperaremos la fe en el destino, seremos acumulativos en los soles de las aceras, y paulatinos sentiremos triunfar sobre las noches más tempranas de cada Navidad. Ahora que todo el mundo corre para evitar las colas y las intemperies, mascarillas y pasaportes sanitarios de por medio, el brillo del día nos durará un poco más al salir del supermercado, o al entrar en los centros comerciales, y, sobre todo, al acudir a las licorerías de la ciudad. Quise decir, a la única vinatería de toda la provincia...

En efecto, en Quebec el Estado detenta el monopolio del alcohol, y aun podría decirse que las cavas y las bodegas son de interés nacional. Sí, los empleados en las estanterías de la cidra y de los espumosos son burócratas convencidos, quise decir, gente que entra y sale, con sus uniformes azul-guindas, de su amable identidad de servidores públicos. Muy a menudo su condición de funcionarios se descifra en la parsimonia con que aconsejan un buen vino francés para las cenas que se avecinan, o la parquedad con que sugieren tal o cual tequila para solucionar mis gripas —no, no es muy grande la selección del agave, pero uno hace lo que puede al estar fuera de casa—. Fue hace un siglo, allá por 1921, cuando se creó con otro nombre la hoy llamada “Sociedad de Alcoholes de Quebec”, o sólo la SAQ, tal y como la llamamos al explicar que aquella sucursal ofrece la mejor selección de unos coñacs que nunca bebo, o que en esa otra filial los catadores estatales se especializan en rones caribeños, varios llegados desde Cuba, el Barceló dominicano, a veces también los de Jamaica, ¡y ni qué decir del Barbancourt más haitiano de todos!

Prosigo… “Sumiller”, en cambio, es un galicismo evidente, aunque la palabra justa para explicarla en el español del río Pánuco sería “catavinos”. Se trata del experto en bebidas espirituosas, sabio de todas las uvas, perito de vodkas inimaginables, especialista en aperitivos y diestro de sobremesas acompañadas de anís. Por lo demás, las personas contratadas por la SAQ gozan de unas prestaciones laborales que rayan en la fantasía: vacaciones largas y sueldos muy saludables, por ejemplo, horarios flexibles para las madres de hijos inquietos, becas y préstamos destinados a quien, a la mitad de su erudición sobre las champañas y los tempranillos, decide volver a las aulas y darle lucidez académica a su oficio de cantinero soterrado. Como puede sospecharse, son puestos firmados bajo el contrato colectivo del “hasta que la muerte los separe”, y está muy bien que así sea, muy a pesar de las ocasionales exigencias de liberalizar el mercado bajo la promesa de mejorar los precios al consumidor —y de alargar nuestras borracheras, supongo...

Y todo esto viene a colación porque volví a toparme con Conrado, el chileno de la SAQ cerca de casa. Sobre la avenida Mont-Royal, donde un día sí y otro también nos gusta saludarnos desde la patria grande de nuestra lengua, ayer lo suyo eran unas sonrisas así de inabarcables, no sé, como de latinoamericano fuera del tiempo. Nacido en Osorno, muy al sur de aquella nación tan austral, y llegado hace dieciséis años al Canadá, de su vientre Pablo Neruda emergía un rostro radiante, como si la luz eterna de los solsticios chilenos acabara de triunfar sobre el día más corto del año en la isla de Montreal. Claro, me decía luminoso, por supuesto, me explicaba exultante, las elecciones recién vividas en Chile le daban esperanza a su regreso, al lógico anhelo de volver a su país de origen.

Ya, ya casi termino. Aunque el gobierno local ha emitido nuevas restricciones —nada de brindis tumultuosos, por la pandemia, claro está—, Conrado me largó una explicación sobre los mejores tintos sudamericanos, unos trapiches argentinos capaces de alegrar la mirada, también ese merlot de Mendoza, y, era de esperarse, los vinos de Chile eran apuestas más seguras, en especial el año de tal, o la cepa de tal, o la reserva de tal… Y entre su sonrisa definitiva y su mirar iluminado, lo entendí, fue allí cuando lo entendí: sea cual sea el color de las convicciones políticas del desterrado, y sea cual sea la razón que lo expulsó de sus calles, el migrante vive al acecho del milagro que le permita delinear el retorno a las comarcas de su infancia, a la república de su adolescencia, sobre todo al territorio feliz de su juventud.

Quizás valiera decirlo de otro modo y señalar que el migrante es un hijo pródigo a toda hora del día, una especie de centinela que vigila la Historia para presentirse vigente de regresos. Almanaques a trasmano o solsticios vividos a contracorriente, eso somos, o sólo la copa que el viajero medieval gustaba beber, montado en su cabalgadura -“la del estribo”, para decirlo con clichés de andar por casa-, al retomar el camino de los sueños.

“Solsticio” es una palabra latina que detiene las cosas del cielo por un minuto, “solstitium”, como Josué allá en la Biblia... En un abrir y cerrar de ojos, en sus sílabas se completa el ciclo de los días más cortos o el de las noches más largas del año, y viceversa.

Para los expatriados de la calle Colón en el Polo Norte, “solsticio” también es un término cuya precisión astronómica ilustra el principio y el final de nuestras confusiones: el 21 de diciembre a las 10:59 de la mañana -según los anunciadores del tiempo en las noticias de ayer- comenzó el invierno que ya éramos desde hace tantas, tantísimas nevadas.

Solsticio hiemal lo llaman los eruditos, o solsticio brumoso, según los otros inquilinos de mi edificio. Sea como sea, a partir de hoy comenzaremos una carrera silenciosa hacia la luz, y cada nuevo mediodía traerá algunos segundos más de claridad, acaso varios minutos, y así seguiremos hasta llegar al 21 de junio del solsticio vernal -dicho sea de nueva cuenta con lenguaje de veranos un poco más sabihondos-. A cuentagotas recuperaremos la fe en el destino, seremos acumulativos en los soles de las aceras, y paulatinos sentiremos triunfar sobre las noches más tempranas de cada Navidad. Ahora que todo el mundo corre para evitar las colas y las intemperies, mascarillas y pasaportes sanitarios de por medio, el brillo del día nos durará un poco más al salir del supermercado, o al entrar en los centros comerciales, y, sobre todo, al acudir a las licorerías de la ciudad. Quise decir, a la única vinatería de toda la provincia...

En efecto, en Quebec el Estado detenta el monopolio del alcohol, y aun podría decirse que las cavas y las bodegas son de interés nacional. Sí, los empleados en las estanterías de la cidra y de los espumosos son burócratas convencidos, quise decir, gente que entra y sale, con sus uniformes azul-guindas, de su amable identidad de servidores públicos. Muy a menudo su condición de funcionarios se descifra en la parsimonia con que aconsejan un buen vino francés para las cenas que se avecinan, o la parquedad con que sugieren tal o cual tequila para solucionar mis gripas —no, no es muy grande la selección del agave, pero uno hace lo que puede al estar fuera de casa—. Fue hace un siglo, allá por 1921, cuando se creó con otro nombre la hoy llamada “Sociedad de Alcoholes de Quebec”, o sólo la SAQ, tal y como la llamamos al explicar que aquella sucursal ofrece la mejor selección de unos coñacs que nunca bebo, o que en esa otra filial los catadores estatales se especializan en rones caribeños, varios llegados desde Cuba, el Barceló dominicano, a veces también los de Jamaica, ¡y ni qué decir del Barbancourt más haitiano de todos!

Prosigo… “Sumiller”, en cambio, es un galicismo evidente, aunque la palabra justa para explicarla en el español del río Pánuco sería “catavinos”. Se trata del experto en bebidas espirituosas, sabio de todas las uvas, perito de vodkas inimaginables, especialista en aperitivos y diestro de sobremesas acompañadas de anís. Por lo demás, las personas contratadas por la SAQ gozan de unas prestaciones laborales que rayan en la fantasía: vacaciones largas y sueldos muy saludables, por ejemplo, horarios flexibles para las madres de hijos inquietos, becas y préstamos destinados a quien, a la mitad de su erudición sobre las champañas y los tempranillos, decide volver a las aulas y darle lucidez académica a su oficio de cantinero soterrado. Como puede sospecharse, son puestos firmados bajo el contrato colectivo del “hasta que la muerte los separe”, y está muy bien que así sea, muy a pesar de las ocasionales exigencias de liberalizar el mercado bajo la promesa de mejorar los precios al consumidor —y de alargar nuestras borracheras, supongo...

Y todo esto viene a colación porque volví a toparme con Conrado, el chileno de la SAQ cerca de casa. Sobre la avenida Mont-Royal, donde un día sí y otro también nos gusta saludarnos desde la patria grande de nuestra lengua, ayer lo suyo eran unas sonrisas así de inabarcables, no sé, como de latinoamericano fuera del tiempo. Nacido en Osorno, muy al sur de aquella nación tan austral, y llegado hace dieciséis años al Canadá, de su vientre Pablo Neruda emergía un rostro radiante, como si la luz eterna de los solsticios chilenos acabara de triunfar sobre el día más corto del año en la isla de Montreal. Claro, me decía luminoso, por supuesto, me explicaba exultante, las elecciones recién vividas en Chile le daban esperanza a su regreso, al lógico anhelo de volver a su país de origen.

Ya, ya casi termino. Aunque el gobierno local ha emitido nuevas restricciones —nada de brindis tumultuosos, por la pandemia, claro está—, Conrado me largó una explicación sobre los mejores tintos sudamericanos, unos trapiches argentinos capaces de alegrar la mirada, también ese merlot de Mendoza, y, era de esperarse, los vinos de Chile eran apuestas más seguras, en especial el año de tal, o la cepa de tal, o la reserva de tal… Y entre su sonrisa definitiva y su mirar iluminado, lo entendí, fue allí cuando lo entendí: sea cual sea el color de las convicciones políticas del desterrado, y sea cual sea la razón que lo expulsó de sus calles, el migrante vive al acecho del milagro que le permita delinear el retorno a las comarcas de su infancia, a la república de su adolescencia, sobre todo al territorio feliz de su juventud.

Quizás valiera decirlo de otro modo y señalar que el migrante es un hijo pródigo a toda hora del día, una especie de centinela que vigila la Historia para presentirse vigente de regresos. Almanaques a trasmano o solsticios vividos a contracorriente, eso somos, o sólo la copa que el viajero medieval gustaba beber, montado en su cabalgadura -“la del estribo”, para decirlo con clichés de andar por casa-, al retomar el camino de los sueños.