/ miércoles 20 de abril de 2022

Autorretratos de hielo | Tarde de voces húngaras

En todas las miradas de la una de la tarde se instala ya un fuerte olor a primavera. Al caer la noche, sin embargo, la isla de Montreal regresa a su identidad boreal, lo sabemos, y las temperaturas bajo cero vuelven a exigir el disfraz de nuestros abrigos y de nuestras bufandas.

Abril es un mes transitivo en el Polo Norte, aunque también es el tiempo de los reencuentros. Año tras año, por estos días los habitantes del frío desempolvamos a los viejos amigos, en especial los fines de semana, y yo he caminado por el bulevar SaintJoseph hacia la licorería, para no llegar con las manos vacías a mi primera reunión del año. En el sol de las cuatro de la tarde me he detenido en una panadería francesa, pastelitos de fantasía y baguettes de muchos nombres, y al final he entrado con puntualidad a casa de Zsofi, esposa de Pisti, padres de Sara, cuatro años de edad, todos de origen húngaro. Antes de tocar la puerta, la he visto sonreír detrás de la ventana, a la pequeña Sara, y su mirada de aventura, y ese gesto como de premio mayor, me han recordado los versos más socorridos de León Felipe:

“¡Qué gracia tiene su cara en el cristal aplastada / con la barbilla sumida y la naricilla chata!”…

Al entrar he saludado a Zsofi, antropóloga, oriunda de Budapest y antigua estudiante de ELTE, aquella universidad de recuerdos tan felices. Algo he buscado en mi memoria de las cortesías húngaras, algo breve que además quiso ser muy amable: buen día, ¿cómo te va? —“jó napot kívánok”, se pronuncia casi como se escribe, según recuerdo—, y enseguida salió Pisti, especialista en cosas del cerebro, cincuenta y tantos años de edad, amante de las Neurociencias, así es como me lo repite, en plural y siempre con mayúsculas, las Neurociencias, y a él lo he saludado con voces de calle Colón mientras la pequeña Sara se acercaba para escuchar el español del papá que alguna vez fui durante la niñez de todas mis hijas. Y a ella también, y por qué no, le he ofrecido un par de palabras con requiebros de Miramar, porque los críos del destierro, políglotas por accidente y universales por casualidad, nunca llegarán tarde a ningún idioma, y aun diríase que crecen al acecho de todas las lenguas que los rodean.

Más tarde apareció Vera, pintora, también nacida en Budapest. En los lienzos más abstractos de su taller se enlazan el azul turquesa con la nostalgia y el rojo encendido con las ausencias, pues en su historia personal se superponen las partidas y las soledades. Cuando el fin de la era comunista acabó con las igualdades obligatorias allá en Hungría, poco a poco resurgió el antisemitismo, y Vera decidió marcharse: primero a París, más tarde llegó a Berlín, después vivió un par de años en Marruecos, quizás buscando un mundo por encontrar —así es como lo dice—. Por cierto, desde Casablanca viajó a la Ciudad de México de todos nosotros donde vivió meses de vaivenes y de trámites, también muchas entrevistas, hasta que la embajada le otorgó asilo en Canadá y su inglés está muy marcado por el río Danubio, es un oleaje cruzado de acentos. Ah, sí, y al aterrizar en la isla de Montreal, hace tantísimos años ya, se casó con Mike, fotógrafo local, mientras ahora mismo abraza a Sara con palabras húngaras, como de abuela trasplantada, en fin, con un cariño fuera del tiempo.

En la ciudad cosmopolita las conversaciones entre los transterrados encuentran pronto una lengua neutral, ora en inglés, ora en francés, a veces en castellano, según lo exija la ocasión. La isla de Montreal de todos los migrantes del mundo tiene eso: al apelar al lenguaje común de nuestras franquezas, hace imposibles las

En la ciudad cosmopolita las conversaciones entre los transterrados encuentran pronto una lengua neutral, ora en inglés, ora en francés, a veces en castellano, según lo exija la ocasión

maledicencias y las suspicacias, y el último en llegar a nuestra velada fue András. Jubilado, muchos metros de estatura, escritor político, antiguo profesor universitario y eterno polemista, él es nativo del lago Balaton, como a ciento cuarenta kilómetros al suroeste de Budapest. Después de los saludos de rigor, entiendo que todos necesitan desahogarse de comentarios políticos en el idioma común de sus esperanzas, y ahora mismo hablan en magiar de las elecciones presidenciales, estoy seguro —acostumbrados a no entender casi nada, Mike y yo sonreímos un poco—, y es tan mágica la lengua húngara, sí señor, parece un murmullo tachonado de pequeñas algarabías, como un silabario que va de la delicadeza de los susurros a la contundencia de las interjecciones mientras conjuga muchos estados de ánimo en una sola frase.

Al final les he dicho que en el español del Golfo de México tenemos varias voces magiares, y, como botón de muestra, pronuncié palabras como “coche”, o “páprika”, o “sable”… Y casi no lo pueden creer: ¿y por qué no?, les respondo, si ustedes hacen lo propio al revivir en húngaro las raíces mexicanas del “chocolate”. Como cualquier otra realidad humana, los diccionarios no están hechos de puertas cerradas sino de intersecciones, no son mensajes perdidos en botellas que nunca arroja el mar, sino encuentros insólitos y bifurcaciones inminentes. Sólo por eso los puristas de cualquier idioma fracasarán siempre, pues, tal y como lo explicaba Eugenio Coseriu, “la lengua es un sistema que funciona cambiando” —para los interesados, ver “Sincronía, diacronía e historia: el problema del cambio lingüístico”—. Por lo demás, al vivir así, tan divididos de idiomas y de pasaportes, el migrante desarrolla en silencio un gran amor por las etimologías, pues es allí, sobre todo allí, donde nos comprobamos como las y los hablantes de una lengua hecha de lenguas.

Y, porque todo debe decirse, a las nueve de la noche de mi regreso a casa —¡volvió a nevar, es increíble!— no he sabido concluir con claridad que el transterrado es una palabra fronteriza. Tal vez somos extranjerismos vivientes, miradas incrustadas en otros vocabularios, ¿cómo explicarlo?, reacciones que buscan echar raíces entre los léxicos de un destino diferente…

En todas las miradas de la una de la tarde se instala ya un fuerte olor a primavera. Al caer la noche, sin embargo, la isla de Montreal regresa a su identidad boreal, lo sabemos, y las temperaturas bajo cero vuelven a exigir el disfraz de nuestros abrigos y de nuestras bufandas.

Abril es un mes transitivo en el Polo Norte, aunque también es el tiempo de los reencuentros. Año tras año, por estos días los habitantes del frío desempolvamos a los viejos amigos, en especial los fines de semana, y yo he caminado por el bulevar SaintJoseph hacia la licorería, para no llegar con las manos vacías a mi primera reunión del año. En el sol de las cuatro de la tarde me he detenido en una panadería francesa, pastelitos de fantasía y baguettes de muchos nombres, y al final he entrado con puntualidad a casa de Zsofi, esposa de Pisti, padres de Sara, cuatro años de edad, todos de origen húngaro. Antes de tocar la puerta, la he visto sonreír detrás de la ventana, a la pequeña Sara, y su mirada de aventura, y ese gesto como de premio mayor, me han recordado los versos más socorridos de León Felipe:

“¡Qué gracia tiene su cara en el cristal aplastada / con la barbilla sumida y la naricilla chata!”…

Al entrar he saludado a Zsofi, antropóloga, oriunda de Budapest y antigua estudiante de ELTE, aquella universidad de recuerdos tan felices. Algo he buscado en mi memoria de las cortesías húngaras, algo breve que además quiso ser muy amable: buen día, ¿cómo te va? —“jó napot kívánok”, se pronuncia casi como se escribe, según recuerdo—, y enseguida salió Pisti, especialista en cosas del cerebro, cincuenta y tantos años de edad, amante de las Neurociencias, así es como me lo repite, en plural y siempre con mayúsculas, las Neurociencias, y a él lo he saludado con voces de calle Colón mientras la pequeña Sara se acercaba para escuchar el español del papá que alguna vez fui durante la niñez de todas mis hijas. Y a ella también, y por qué no, le he ofrecido un par de palabras con requiebros de Miramar, porque los críos del destierro, políglotas por accidente y universales por casualidad, nunca llegarán tarde a ningún idioma, y aun diríase que crecen al acecho de todas las lenguas que los rodean.

Más tarde apareció Vera, pintora, también nacida en Budapest. En los lienzos más abstractos de su taller se enlazan el azul turquesa con la nostalgia y el rojo encendido con las ausencias, pues en su historia personal se superponen las partidas y las soledades. Cuando el fin de la era comunista acabó con las igualdades obligatorias allá en Hungría, poco a poco resurgió el antisemitismo, y Vera decidió marcharse: primero a París, más tarde llegó a Berlín, después vivió un par de años en Marruecos, quizás buscando un mundo por encontrar —así es como lo dice—. Por cierto, desde Casablanca viajó a la Ciudad de México de todos nosotros donde vivió meses de vaivenes y de trámites, también muchas entrevistas, hasta que la embajada le otorgó asilo en Canadá y su inglés está muy marcado por el río Danubio, es un oleaje cruzado de acentos. Ah, sí, y al aterrizar en la isla de Montreal, hace tantísimos años ya, se casó con Mike, fotógrafo local, mientras ahora mismo abraza a Sara con palabras húngaras, como de abuela trasplantada, en fin, con un cariño fuera del tiempo.

En la ciudad cosmopolita las conversaciones entre los transterrados encuentran pronto una lengua neutral, ora en inglés, ora en francés, a veces en castellano, según lo exija la ocasión. La isla de Montreal de todos los migrantes del mundo tiene eso: al apelar al lenguaje común de nuestras franquezas, hace imposibles las

En la ciudad cosmopolita las conversaciones entre los transterrados encuentran pronto una lengua neutral, ora en inglés, ora en francés, a veces en castellano, según lo exija la ocasión

maledicencias y las suspicacias, y el último en llegar a nuestra velada fue András. Jubilado, muchos metros de estatura, escritor político, antiguo profesor universitario y eterno polemista, él es nativo del lago Balaton, como a ciento cuarenta kilómetros al suroeste de Budapest. Después de los saludos de rigor, entiendo que todos necesitan desahogarse de comentarios políticos en el idioma común de sus esperanzas, y ahora mismo hablan en magiar de las elecciones presidenciales, estoy seguro —acostumbrados a no entender casi nada, Mike y yo sonreímos un poco—, y es tan mágica la lengua húngara, sí señor, parece un murmullo tachonado de pequeñas algarabías, como un silabario que va de la delicadeza de los susurros a la contundencia de las interjecciones mientras conjuga muchos estados de ánimo en una sola frase.

Al final les he dicho que en el español del Golfo de México tenemos varias voces magiares, y, como botón de muestra, pronuncié palabras como “coche”, o “páprika”, o “sable”… Y casi no lo pueden creer: ¿y por qué no?, les respondo, si ustedes hacen lo propio al revivir en húngaro las raíces mexicanas del “chocolate”. Como cualquier otra realidad humana, los diccionarios no están hechos de puertas cerradas sino de intersecciones, no son mensajes perdidos en botellas que nunca arroja el mar, sino encuentros insólitos y bifurcaciones inminentes. Sólo por eso los puristas de cualquier idioma fracasarán siempre, pues, tal y como lo explicaba Eugenio Coseriu, “la lengua es un sistema que funciona cambiando” —para los interesados, ver “Sincronía, diacronía e historia: el problema del cambio lingüístico”—. Por lo demás, al vivir así, tan divididos de idiomas y de pasaportes, el migrante desarrolla en silencio un gran amor por las etimologías, pues es allí, sobre todo allí, donde nos comprobamos como las y los hablantes de una lengua hecha de lenguas.

Y, porque todo debe decirse, a las nueve de la noche de mi regreso a casa —¡volvió a nevar, es increíble!— no he sabido concluir con claridad que el transterrado es una palabra fronteriza. Tal vez somos extranjerismos vivientes, miradas incrustadas en otros vocabularios, ¿cómo explicarlo?, reacciones que buscan echar raíces entre los léxicos de un destino diferente…