/ miércoles 15 de septiembre de 2021

Autorretratos de hielo | Un árbol en septiembre

En el parque Jeanne-Mance lo conocen como el “árbol de la memoria”. A su alrededor, como en un gran lazo de ropa recién lavada —como en un gran tendedero, diríamos en la calle Colón—, han sido colgadas muchas fotografías del golpe de Estado, el de Chile, quiero decir, el del 11 de septiembre de 1973.

Todo era blanco y negro en las imágenes: tanques y prisioneros arracimados en el Estadio Nacional, el palacio de la Moneda bajo fuego, la grisura de los muertos en el Santiago de otra época, los campos de concentración, ¿reconozco a Víctor Jara en la mala calidad del papel?, no lo sé, pero esa es Violeta Parra, la de “gracias a la vida, que me ha dado tanto” y lo demás, y por último un Neruda cuyo sombrero se pierde en un sábado de temperaturas más bien a la baja en el acto conmemorativo de cada año, en la isla de Montreal.

Simbólico y además concreto, lo descubrí en el azar de mis paseos por los árboles y las plazas del rumbo. Apenas tres décadas de vida, un arce aún tan niño, seis metros de alto, adolescencia de ramas y de cortezas, porque los maples —el “acer saccharinum”, familia de las sapindáceas, si apostamos por el purismo taxonómico de los términos— llegan a vivir más de dos siglos y a veces resisten de pie durante casi trescientos inviernos boreales.

Pienso, saco las cuentas, calculo y al final me divido: treinta años entrometidos en la longevidad de los arces no es nada, apenas tres vidas como las nuestras, completitas, empalmadas, una detrás de otra; es más, si le aplicamos al asunto una mirada hecha de tiempo, el “árbol de la memoria” verá pasar a diez generaciones de seres humanos bajo su sombra.

Como cada año, me he acercado a celebrarlo. Con la colina Mont-Royal como telón de fondo, hay ruido de avenidas y más allá unas canchas de tenis se aferran a un verano que ya no es cierto. En la vestimenta de muchos de nosotros —de pie o en sillas plegables, casi todos gente muy mayor— domina la sabiduría de los calcetines gruesos y la ciencia probada de las bufandas; conviene comenzar a resignarse, aquí y ahora: nuestras rutinas han resucitado en el hábito de las mangas largas, y sólo hasta bien avanzado mayo volveremos a tocar, con las manos libres de nuestros guantes, las inminencias de la primavera. Siete, a veces ocho meses de frío, y qué se le va a hacer…, mejor seguir adelante.

En el marco de este día de campo tan diferente se comenta lo mucho que el acto conmemorativo se ha retrasado. La impuntualidad de los chilenos, parecida a nuestra forma de triunfar sobre los horarios en la Plaza de Armas, me hace regresar al cordel de las fotografías para descubrir a otros soldados, más calles del miedo, nuevos prisioneros, y así hasta repasar las impresiones a color de niños chileno-canadienses, nietos de los exiliados, sin duda, nacidos a la mitad de unas avenidas hoy muy emparentadas con el otoño.

¿Que cuántos exiliados trajo el golpe a la isla de Montreal?..., no lo sé y nadie me lo informa con precisión, ni Marco el guía de turistas, ni Carolina la profesora, ni Queta la estudiante de cocina: miles, acaso decenas de miles, quién pudiera decirlo. Enseguida insisto en interrogar los acentos de Juan Pablo, el lingüista de Valparaíso, indago entre los tonillos de Soledad que vivió muchas vidas en la isla de Chiloé, muy al sur, casi en el fin del mundo, y al final distraigo la curiosidad con los sonsonetes de Juanito, trabajador social oriundo de San Pedro de Atacama, un desierto a más de tres mil metros de altura, frente los Andes, ¡imagínense!

Aunque quizás me equivoque, tengo la impresión de que el golpe militar es la cicatriz que organiza sus esperanzas y nunca una llaga hecha de desconsuelos, y después me he acercado a la “olla común” donde se ofrecen empanadas “de pino” y un poco de té verde, por favor.

En los discursos a micrófono abierto descubro, entre otras cosas, que la ola de refugiados chilenos cambió sobre la marcha las políticas migratorias de mi ciudad adoptiva. Se crearon a toda prisa mecanismos de refugio y trámites de asilo desprovistos de ideología; a partir de aquel golpe de Estado nunca más se recibió a militantes sino a seres humanos, es decir, a personas que arrastraban la herida de haber vivido en el lado más frágil de su propia historia.

También se ha parafraseado a Ariel Dorfman en aquel libro suyo, “Más allá del miedo: el largo adiós a Pinochet”, y no lo recordaba, pero es verdad: el corazón del migrante chileno —aunque de otra manera, quizás también el corazón de todos nosotros— se sostiene gracias a su capacidad para recordar, siempre recordar...

Por supuesto que hubo nuevas proclamas, otras reivindicaciones del dolor y más aplausos contra la injusticia. Sin embargo, después de varias canciones de color político y de la danza de una “cueca” nacional, y cuando ya el viento me pedía regresar a casa, he comprendido que hoy la palabra “exilio” les ha permitido a todos seguir explicando su paso por el destino, y, asimismo, seguir pronunciándose como chilenos fuera de casa.

Dicho de otro modo, el exilio les ha enseñado a diluir la lengua francesa entre sus dejes andinos, a explicar el frío polar bajo sus “ponchos” de alpaca, a resolver las pulmonías con consejos de abuela de pueblo chico, a beber infusiones de Polo Norte desde la nostalgia de las camomilas maternas o a recibir la nieve en la isla de Montreal con las precauciones aprendidas en los extremosos inviernos de Arica, Valdivia, Iquique o Puerto Montt.

Ya, ya concluyo… Más allá de cualquier idealización, la conciencia del exilio frente al árbol tan niño de cada septiembre es lección que instruye para trasplantar los sueños, y acaso también es la experiencia —lamentable, aunque también admirable— que nos adiestra para florecer sin amarguras.

En el parque Jeanne-Mance lo conocen como el “árbol de la memoria”. A su alrededor, como en un gran lazo de ropa recién lavada —como en un gran tendedero, diríamos en la calle Colón—, han sido colgadas muchas fotografías del golpe de Estado, el de Chile, quiero decir, el del 11 de septiembre de 1973.

Todo era blanco y negro en las imágenes: tanques y prisioneros arracimados en el Estadio Nacional, el palacio de la Moneda bajo fuego, la grisura de los muertos en el Santiago de otra época, los campos de concentración, ¿reconozco a Víctor Jara en la mala calidad del papel?, no lo sé, pero esa es Violeta Parra, la de “gracias a la vida, que me ha dado tanto” y lo demás, y por último un Neruda cuyo sombrero se pierde en un sábado de temperaturas más bien a la baja en el acto conmemorativo de cada año, en la isla de Montreal.

Simbólico y además concreto, lo descubrí en el azar de mis paseos por los árboles y las plazas del rumbo. Apenas tres décadas de vida, un arce aún tan niño, seis metros de alto, adolescencia de ramas y de cortezas, porque los maples —el “acer saccharinum”, familia de las sapindáceas, si apostamos por el purismo taxonómico de los términos— llegan a vivir más de dos siglos y a veces resisten de pie durante casi trescientos inviernos boreales.

Pienso, saco las cuentas, calculo y al final me divido: treinta años entrometidos en la longevidad de los arces no es nada, apenas tres vidas como las nuestras, completitas, empalmadas, una detrás de otra; es más, si le aplicamos al asunto una mirada hecha de tiempo, el “árbol de la memoria” verá pasar a diez generaciones de seres humanos bajo su sombra.

Como cada año, me he acercado a celebrarlo. Con la colina Mont-Royal como telón de fondo, hay ruido de avenidas y más allá unas canchas de tenis se aferran a un verano que ya no es cierto. En la vestimenta de muchos de nosotros —de pie o en sillas plegables, casi todos gente muy mayor— domina la sabiduría de los calcetines gruesos y la ciencia probada de las bufandas; conviene comenzar a resignarse, aquí y ahora: nuestras rutinas han resucitado en el hábito de las mangas largas, y sólo hasta bien avanzado mayo volveremos a tocar, con las manos libres de nuestros guantes, las inminencias de la primavera. Siete, a veces ocho meses de frío, y qué se le va a hacer…, mejor seguir adelante.

En el marco de este día de campo tan diferente se comenta lo mucho que el acto conmemorativo se ha retrasado. La impuntualidad de los chilenos, parecida a nuestra forma de triunfar sobre los horarios en la Plaza de Armas, me hace regresar al cordel de las fotografías para descubrir a otros soldados, más calles del miedo, nuevos prisioneros, y así hasta repasar las impresiones a color de niños chileno-canadienses, nietos de los exiliados, sin duda, nacidos a la mitad de unas avenidas hoy muy emparentadas con el otoño.

¿Que cuántos exiliados trajo el golpe a la isla de Montreal?..., no lo sé y nadie me lo informa con precisión, ni Marco el guía de turistas, ni Carolina la profesora, ni Queta la estudiante de cocina: miles, acaso decenas de miles, quién pudiera decirlo. Enseguida insisto en interrogar los acentos de Juan Pablo, el lingüista de Valparaíso, indago entre los tonillos de Soledad que vivió muchas vidas en la isla de Chiloé, muy al sur, casi en el fin del mundo, y al final distraigo la curiosidad con los sonsonetes de Juanito, trabajador social oriundo de San Pedro de Atacama, un desierto a más de tres mil metros de altura, frente los Andes, ¡imagínense!

Aunque quizás me equivoque, tengo la impresión de que el golpe militar es la cicatriz que organiza sus esperanzas y nunca una llaga hecha de desconsuelos, y después me he acercado a la “olla común” donde se ofrecen empanadas “de pino” y un poco de té verde, por favor.

En los discursos a micrófono abierto descubro, entre otras cosas, que la ola de refugiados chilenos cambió sobre la marcha las políticas migratorias de mi ciudad adoptiva. Se crearon a toda prisa mecanismos de refugio y trámites de asilo desprovistos de ideología; a partir de aquel golpe de Estado nunca más se recibió a militantes sino a seres humanos, es decir, a personas que arrastraban la herida de haber vivido en el lado más frágil de su propia historia.

También se ha parafraseado a Ariel Dorfman en aquel libro suyo, “Más allá del miedo: el largo adiós a Pinochet”, y no lo recordaba, pero es verdad: el corazón del migrante chileno —aunque de otra manera, quizás también el corazón de todos nosotros— se sostiene gracias a su capacidad para recordar, siempre recordar...

Por supuesto que hubo nuevas proclamas, otras reivindicaciones del dolor y más aplausos contra la injusticia. Sin embargo, después de varias canciones de color político y de la danza de una “cueca” nacional, y cuando ya el viento me pedía regresar a casa, he comprendido que hoy la palabra “exilio” les ha permitido a todos seguir explicando su paso por el destino, y, asimismo, seguir pronunciándose como chilenos fuera de casa.

Dicho de otro modo, el exilio les ha enseñado a diluir la lengua francesa entre sus dejes andinos, a explicar el frío polar bajo sus “ponchos” de alpaca, a resolver las pulmonías con consejos de abuela de pueblo chico, a beber infusiones de Polo Norte desde la nostalgia de las camomilas maternas o a recibir la nieve en la isla de Montreal con las precauciones aprendidas en los extremosos inviernos de Arica, Valdivia, Iquique o Puerto Montt.

Ya, ya concluyo… Más allá de cualquier idealización, la conciencia del exilio frente al árbol tan niño de cada septiembre es lección que instruye para trasplantar los sueños, y acaso también es la experiencia —lamentable, aunque también admirable— que nos adiestra para florecer sin amarguras.