/ miércoles 25 de agosto de 2021

Autorretratos de hielo | Y París no era una fiesta...

El trabajo en París me ha traído el sentimiento de estar dos veces fuera de casa, porque la distancia es mucha y mucho es, también, el miedo sanitario. Casi en cada esquina los neones de las farmacias y los puestos de vacunación anuncian que nuestras incertidumbres siguen vigentes y que las paranoias aún son obligatorias.

Desde hace un mes camino hasta la biblioteca por el bulevar Barbés, sin entrar casi nunca a las estaciones del metro. París tiene eso, es un mundo al alcance de cualquier andanza, amén de que, a la hora de las multitudes, respetuosas de las mascarillas y los desinfectantes, eso sí, conviene alejarse del sistema público de transporte y descender por unas avenidas atiborradas de lenguas extranjeras.

Cada mañana cruzo una frontera natural con África para instalarme en el expreso sin azúcar del “Répaire”, un chiringuito del Distrito 18 que algo recuerda a los cafecitos de la Plaza de Armas; al retomar el rumbo, mis pasos se saben acompañados por las miradas de Mali o Costa de Marfil, o por los transterrados de Benín o Camerún, o por esas mujeres cuyas coloridas vestimentas nunca salieron de Senegal, o por las inconfundibles túnicas o chilabas llegando a los tobillos de los hijos del Magreb.

A la hora del almuerzo, por estos mismos andurriales hay un sitio de bocadillos donde los cocineros, que ya me saludan con un cansancio casi familiar, han instalado una enorme bandera de Argelia mientras sobreviven arropados por una música de textura coránica —es bello el misticismo en las bocinas, como de grito tranquilo que llega del desierto—; por lo demás, la lengua árabe de los comensales participa del milagro de recorrer una ciudad de ciudades, de habitar un rostro de mil rostros en una urbe abierta a todas las entonaciones imaginables: en los quehaceres del día, claro que sí, aquí también es posible pronunciar los desarraigos con los requiebros del parque Méndez.

Durante mi última visita, dos años atrás, la ciudad aún vivía orgullosa de sus monumentos y romanticismos heredados, y se presentía elusiva y tan interminable. Sin embargo, la pandemia ha provocado el encuentro del centro con el margen, del advenedizo con el hijo natural, del recién llegado con el orgulloso tataranieto de Víctor Hugo.

Al parecer, la realidad ha hecho que las metrópolis se miren con nitidez en el espejo de sus prejuicios sociológicos; por ello, en el contexto del apocalipsis viral, uno quisiera creer que las ciudades cosmopolitas ejercen hoy con mayor convicción la certeza de las igualdades humanas.

Dicho de otro modo, acaso por un minuto efímero la crisis sanitaria nos ha convertido a todos en seres mucho más justos, o siquiera en individuos un poco más esenciales.

El asunto tiene su lógica —y además algo de optimismo—: a mayor diversidad en las calles de nuestros destinos, mayor será también el arrasamiento de las diferencias, pues, tal y como se observa en el polimorfo universo parisino, aquí nos salvamos todos o aquí nos hundimos todos, sea cual sea la lengua de nuestras esperanzas. Simple y complejo; en fin, mejor seguir adelante…

No, París no era una fiesta. Por añadidura, el flujo del turismo internacional se ha reducido muchísimo y tal circunstancia no sólo ha provocado beneplácito en los habitantes de la capital, sino que permite mirar sin cortapisas lo que siempre estuvo allí, a saber, el dolor cotidiano de los “condenados de la tierra” —la expresión es de Franz Fanon— durante las aceras del regreso a casa, frente a las frutas de los vendedores ambulantes, de Paquistán o de Bangladesh o de Sri Lanka, sobre la avenida Sebastopol.

Más tarde, cuando llega la hora de cenar y dan las ocho en todas las noches, nada mejor que los amigos de hace muchos lustros, y también de hace muchos rumbos, en las mesas del “Navel”, ese pequeño restaurante del Punjab al que acudo casi a diario por un plato de curry con berenjenas y un poco de pan “nan”, mi preferido.

Su propietario conoce nuestros gustos, y se llama Palvinder, y se apellida Kumar, y sabe descifrar las ausencias que nos lastran porque él es uno más en esta galería de desarraigados.

Como el genio de la lámpara maravillosa, calvo total y horquillas extravagantes en una oreja, Kumar realiza viajes de fantasía a la tierra natal de todos nosotros: a la ciudad oriental de Yeyé, diseñadora china casada con Christian, el cinéfilo de Normandía; al pueblo del joven Mohamed que anuncia su matrimonio para el año venidero, allá en El Cairo, ¡nadie puede faltar!; a la memoria de Gaby, llegada desde Zúrich a la Francia de otra época por asuntos de un amor olvidadizo; a la edad inaccesible de Mimí.

La diminuta cantante de Singapur; a la Indochina donde Eric aprendió a fumar cigarrillos de aristócrata; al idioma secreto de Nathán, funcionario municipal que nos explica la gramática del “lingala”, lengua autóctona del Congo en la cual él sueña de otro modo; a Tampico y asimismo a la isla de Montreal, porque en mi nombre confluyen dos ciudades y dos climas, y hoy por hoy también dos formas de estar fuera de casa.

En la magia de los destierros acompañados, en el “Navel” todo es evocación sin amarguras. Y porque mañana yo regresaré al Polo Norte, me han pedido explicarlo, otra vez: ¿cómo se viven las nevadas canadienses cuando has nacido en el sol del Golfo de México?... Desde la comunidad de nuestras miradas les he dicho que el migrante es una contradicción permanente, una confusión significante, una discordancia trascendental.

No es tan difícil entenderlo, insisto, porque en todos nosotros se ha naturalizado la semilla trasplantada de una raíz inquieta, esta dualidad de surcos y de azares —Machado dixit— que, si acaso a mí me ha convertido en trópico boreal o en canícula de invierno, a ellos por su parte les permite conjugar la soledad más francesa con verbos llegados desde China, Suiza, Congo, Vietnam, Egipto o Singapur. Otra vez, así de simple y así de complejo…

El trabajo en París me ha traído el sentimiento de estar dos veces fuera de casa, porque la distancia es mucha y mucho es, también, el miedo sanitario. Casi en cada esquina los neones de las farmacias y los puestos de vacunación anuncian que nuestras incertidumbres siguen vigentes y que las paranoias aún son obligatorias.

Desde hace un mes camino hasta la biblioteca por el bulevar Barbés, sin entrar casi nunca a las estaciones del metro. París tiene eso, es un mundo al alcance de cualquier andanza, amén de que, a la hora de las multitudes, respetuosas de las mascarillas y los desinfectantes, eso sí, conviene alejarse del sistema público de transporte y descender por unas avenidas atiborradas de lenguas extranjeras.

Cada mañana cruzo una frontera natural con África para instalarme en el expreso sin azúcar del “Répaire”, un chiringuito del Distrito 18 que algo recuerda a los cafecitos de la Plaza de Armas; al retomar el rumbo, mis pasos se saben acompañados por las miradas de Mali o Costa de Marfil, o por los transterrados de Benín o Camerún, o por esas mujeres cuyas coloridas vestimentas nunca salieron de Senegal, o por las inconfundibles túnicas o chilabas llegando a los tobillos de los hijos del Magreb.

A la hora del almuerzo, por estos mismos andurriales hay un sitio de bocadillos donde los cocineros, que ya me saludan con un cansancio casi familiar, han instalado una enorme bandera de Argelia mientras sobreviven arropados por una música de textura coránica —es bello el misticismo en las bocinas, como de grito tranquilo que llega del desierto—; por lo demás, la lengua árabe de los comensales participa del milagro de recorrer una ciudad de ciudades, de habitar un rostro de mil rostros en una urbe abierta a todas las entonaciones imaginables: en los quehaceres del día, claro que sí, aquí también es posible pronunciar los desarraigos con los requiebros del parque Méndez.

Durante mi última visita, dos años atrás, la ciudad aún vivía orgullosa de sus monumentos y romanticismos heredados, y se presentía elusiva y tan interminable. Sin embargo, la pandemia ha provocado el encuentro del centro con el margen, del advenedizo con el hijo natural, del recién llegado con el orgulloso tataranieto de Víctor Hugo.

Al parecer, la realidad ha hecho que las metrópolis se miren con nitidez en el espejo de sus prejuicios sociológicos; por ello, en el contexto del apocalipsis viral, uno quisiera creer que las ciudades cosmopolitas ejercen hoy con mayor convicción la certeza de las igualdades humanas.

Dicho de otro modo, acaso por un minuto efímero la crisis sanitaria nos ha convertido a todos en seres mucho más justos, o siquiera en individuos un poco más esenciales.

El asunto tiene su lógica —y además algo de optimismo—: a mayor diversidad en las calles de nuestros destinos, mayor será también el arrasamiento de las diferencias, pues, tal y como se observa en el polimorfo universo parisino, aquí nos salvamos todos o aquí nos hundimos todos, sea cual sea la lengua de nuestras esperanzas. Simple y complejo; en fin, mejor seguir adelante…

No, París no era una fiesta. Por añadidura, el flujo del turismo internacional se ha reducido muchísimo y tal circunstancia no sólo ha provocado beneplácito en los habitantes de la capital, sino que permite mirar sin cortapisas lo que siempre estuvo allí, a saber, el dolor cotidiano de los “condenados de la tierra” —la expresión es de Franz Fanon— durante las aceras del regreso a casa, frente a las frutas de los vendedores ambulantes, de Paquistán o de Bangladesh o de Sri Lanka, sobre la avenida Sebastopol.

Más tarde, cuando llega la hora de cenar y dan las ocho en todas las noches, nada mejor que los amigos de hace muchos lustros, y también de hace muchos rumbos, en las mesas del “Navel”, ese pequeño restaurante del Punjab al que acudo casi a diario por un plato de curry con berenjenas y un poco de pan “nan”, mi preferido.

Su propietario conoce nuestros gustos, y se llama Palvinder, y se apellida Kumar, y sabe descifrar las ausencias que nos lastran porque él es uno más en esta galería de desarraigados.

Como el genio de la lámpara maravillosa, calvo total y horquillas extravagantes en una oreja, Kumar realiza viajes de fantasía a la tierra natal de todos nosotros: a la ciudad oriental de Yeyé, diseñadora china casada con Christian, el cinéfilo de Normandía; al pueblo del joven Mohamed que anuncia su matrimonio para el año venidero, allá en El Cairo, ¡nadie puede faltar!; a la memoria de Gaby, llegada desde Zúrich a la Francia de otra época por asuntos de un amor olvidadizo; a la edad inaccesible de Mimí.

La diminuta cantante de Singapur; a la Indochina donde Eric aprendió a fumar cigarrillos de aristócrata; al idioma secreto de Nathán, funcionario municipal que nos explica la gramática del “lingala”, lengua autóctona del Congo en la cual él sueña de otro modo; a Tampico y asimismo a la isla de Montreal, porque en mi nombre confluyen dos ciudades y dos climas, y hoy por hoy también dos formas de estar fuera de casa.

En la magia de los destierros acompañados, en el “Navel” todo es evocación sin amarguras. Y porque mañana yo regresaré al Polo Norte, me han pedido explicarlo, otra vez: ¿cómo se viven las nevadas canadienses cuando has nacido en el sol del Golfo de México?... Desde la comunidad de nuestras miradas les he dicho que el migrante es una contradicción permanente, una confusión significante, una discordancia trascendental.

No es tan difícil entenderlo, insisto, porque en todos nosotros se ha naturalizado la semilla trasplantada de una raíz inquieta, esta dualidad de surcos y de azares —Machado dixit— que, si acaso a mí me ha convertido en trópico boreal o en canícula de invierno, a ellos por su parte les permite conjugar la soledad más francesa con verbos llegados desde China, Suiza, Congo, Vietnam, Egipto o Singapur. Otra vez, así de simple y así de complejo…