/ lunes 19 de marzo de 2018

Breves líneas para Columba Domínguez

Columba Domínguez, permíteme llamarte de tú porque en la pantalla grande nosotros, los cinéfilos, nos agrandamos al tamaño de sus rostros. Una actriz tiene el rostro de las dimensiones de nuestros sueños y deseos intensos.

Columba, tú eras cine, cine puro y cine mexicano del bueno. No porque hayas sido registrada visualmente por Buñuel o Figueroa o Rodríquez o De Sica, sino porque tu hálito en la pantalla era de sierra, de tierra bañada por un sol moreno que se fusiona en una greda donde los dioses primigenios amasaron un mundo. Y tú, Columba, pareciera que fuiste moldeada para el cine. La secuencia del baile en Pueblerina/ 1948, con Roberto Cañedo al ritmo del son El palomo y la paloma, es sencillamente embriagadora. La soledad del festín en su máximo esplendor. Alegría amarga. Ningún invitado asistía a la boda de los danzantes. Los planos abiertos de Figueroa apuntalaban el vacío de los novios heridos por el filo de la indiferencia. La fuerza de las mujeres del norte (naciste en Güaymas, Sonora, en 1929) estallaba en tu rostro mexicanísimo. Aún más: las paletas de Rivera y Covarrubias se sometieron a tu belleza singular. “Todos los rostros son un solo rostro”, apunta Octavio Paz. ¿Y el tuyo? El rostro de la pueblerina, de la venida del campo (contundentemente afirmado en Paloma/ 2008, el cortometraje-homenaje del maderense Roberto Fiesco donde protagonizaste a una mujer rural que nos dice: “La tierra es lo más bello que amamos”). Pero también tenías el rostro del deseo carnal, de la mujer citadina que podía despertar pasiones. En La virtud desnuda/ 1957, te equiparaste a la Peluffo en ser las primeras actrices en nuestras pantallas que se desnudaron. No sé por qué ahora que moriste muchos te llaman oficiosamente “diva”, “ícono”, “estrella de la Época de Oro”. Fuiste, a mí me lo parece, una actriz que hizo arte cinematográfico que encontró a su Virgilio fílmico, Emilio Fernández, en el momento indicado de su vida. Columba, eres México y eres patria, al igual que la madre que chambea por un salario mínimo para sacar a sus hijos adelante. Tu arte recreó, prolongó el sufrimiento de la mujer sumisa (Río Escondido/ 1948), la enamorada fatalmente de su hombre (La malquerida/ 1949, la carne del deseo (Mundo, demonio y carne/ 1960), la madre que buscaba venganza en la tierra adonde Dios no llegaba (Los hermanos Del Hierro/ 1961), la funcionaria humanitaria y recta (El hombre de papel/ 1963) Columba, contigo no se va nada: queda tu rostro perenne en las películas que hiciste. Si hubiese justicia en el acto de valorar el arte (si existiera tal cosa), serías declarada Patrimonio Artístico de México…

Columba Domínguez, permíteme llamarte de tú porque en la pantalla grande nosotros, los cinéfilos, nos agrandamos al tamaño de sus rostros. Una actriz tiene el rostro de las dimensiones de nuestros sueños y deseos intensos.

Columba, tú eras cine, cine puro y cine mexicano del bueno. No porque hayas sido registrada visualmente por Buñuel o Figueroa o Rodríquez o De Sica, sino porque tu hálito en la pantalla era de sierra, de tierra bañada por un sol moreno que se fusiona en una greda donde los dioses primigenios amasaron un mundo. Y tú, Columba, pareciera que fuiste moldeada para el cine. La secuencia del baile en Pueblerina/ 1948, con Roberto Cañedo al ritmo del son El palomo y la paloma, es sencillamente embriagadora. La soledad del festín en su máximo esplendor. Alegría amarga. Ningún invitado asistía a la boda de los danzantes. Los planos abiertos de Figueroa apuntalaban el vacío de los novios heridos por el filo de la indiferencia. La fuerza de las mujeres del norte (naciste en Güaymas, Sonora, en 1929) estallaba en tu rostro mexicanísimo. Aún más: las paletas de Rivera y Covarrubias se sometieron a tu belleza singular. “Todos los rostros son un solo rostro”, apunta Octavio Paz. ¿Y el tuyo? El rostro de la pueblerina, de la venida del campo (contundentemente afirmado en Paloma/ 2008, el cortometraje-homenaje del maderense Roberto Fiesco donde protagonizaste a una mujer rural que nos dice: “La tierra es lo más bello que amamos”). Pero también tenías el rostro del deseo carnal, de la mujer citadina que podía despertar pasiones. En La virtud desnuda/ 1957, te equiparaste a la Peluffo en ser las primeras actrices en nuestras pantallas que se desnudaron. No sé por qué ahora que moriste muchos te llaman oficiosamente “diva”, “ícono”, “estrella de la Época de Oro”. Fuiste, a mí me lo parece, una actriz que hizo arte cinematográfico que encontró a su Virgilio fílmico, Emilio Fernández, en el momento indicado de su vida. Columba, eres México y eres patria, al igual que la madre que chambea por un salario mínimo para sacar a sus hijos adelante. Tu arte recreó, prolongó el sufrimiento de la mujer sumisa (Río Escondido/ 1948), la enamorada fatalmente de su hombre (La malquerida/ 1949, la carne del deseo (Mundo, demonio y carne/ 1960), la madre que buscaba venganza en la tierra adonde Dios no llegaba (Los hermanos Del Hierro/ 1961), la funcionaria humanitaria y recta (El hombre de papel/ 1963) Columba, contigo no se va nada: queda tu rostro perenne en las películas que hiciste. Si hubiese justicia en el acto de valorar el arte (si existiera tal cosa), serías declarada Patrimonio Artístico de México…