/ domingo 1 de noviembre de 2020

Café Cultura | Solo un poco aquí

Todos Santos y la celebración del Día de Muertos aroman mi memoria de incienso y especias. Y de evocación. Y de nostalgia. La mente vuela... Teñidos los recuerdos de un vientecillo frío, vagan y vagan yendo a parar al altar de muertos de la infancia, en casa de mi abuela materna. Casa grande y antigua de mis correrías inocentes. Desde aquellos años las velas encendidas abrieron abismos en mi pensamiento... ¿Será verdad que su hechizo luminario solaza los instantes?

En muchas de nuestras regiones, el último día de octubre y los primeros de noviembre se visten de un amarillo resplandeciente, acentuado en la luz de las velas de cera del altar de muertos. Flor de cempasúchitl, la de cuatrocientos pétalos, cumple puntual su función de ornato y ritual, identificando la herencia prehispánica fiel y silenciosa en la hondura de nuestras conciencias. Noviembre, evocación quimérica, entrelazo de nostálgica fiesta: por su composición de duelo y pérdida, y su acento festivo en los altares y hasta en los camposantos, esta celebración ha sido difícil de entender en otras culturas. De años atrás guardo una visión extática del Lago de Pátzcuaro, de Janitzio, de los atrios de Tzintzuntzan con cientos de veladoras encendidas en la Noche de los Muertos. Allá puede vivirse este esplendente acto ceremonial hasta el antojo máximo y hasta lo profundo de la pupila. Tradición secular de honrar a los muertos e invocarlos a la mesa en que subyuga el sincretismo de lo indígena nuestro y lo hispánico.

En todos los rincones de México las ánimas serán llamadas, entre incensarios y copal, a la ofrenda del mole y los tamales, del pan de muerto de carita o el colorado, de la calabaza en tacha y el chocolate espumoso, del café caliente y el cigarro, del tequila o el mezcal o el pulque porque somos así. Platos inagotados bajo el arco esperanzador del que penden alegóricos frutos. Y el piloncillo, mi manjar desde niña… flamea, flamea la lumbre/ hace derramar la miel –dice la canción de El piloncillero…

Al llegar estas fechas se hace presente en casa el pequeño altar con su halo místico que siempre me hace pensar en los pueblos indígenas en quienes florece y radica el conocimiento de lo sagrado autóctono. En “este país mestizo rayado de azteca” que dibujó López Velarde, no hay celebración en la que no estén presentes la música, la invocación y la comida. Para los antiguos mexicanos la música alegraba las ceremonias, y las letras de sus cantos narraban historias y acontecimientos importantes. Así se fortalecían la tradición oral y la identidad comunitaria. A los cantos religiosos les llamaban netotiliztli, y en los cuicacalli se enseñaban los cantos festivos o mazehualiztli. En todos estos ritos se refleja la pureza de las tradiciones indígenas, más en muchas comunidades del país conviven la religión originaria y la católica, debido a que en la época colonial los evangelizadores entendieron bien, que la música y la danza eran fundamentales en las solemnidades religiosas de los indios.

En la Huasteca, la fiesta de Xantolo es de cardinal importancia. El uno de noviembre los tenec hacen velaciones con rezos y alabanzas, inciensan el altar y sus imágenes, y tocan algunas piezas para la danza de la Malinche. El día dos los tenec y los nahuas acostumbran llevar sus ofrendas al camposanto, adornando las tumbas con flores. Estas fiestas de nuestros pueblos no son tan solamente, como en general se ha creído, un tributo a la muerte sino también a su vínculo con la vida y a la esperanza de conmutación. Cuán aleccionador es recibir sin filtraciones la herencia de sus mitos y rituales, que revelan el perenne retorno al tiempo en que los dioses primigenios participaron de la obra creadora. Y aun recibir la esperanza de salvación que se manifiesta en sus actos ceremoniales. Cuánto simbolismo hay en los altares con sus ofrendas, con su cruz de cal y sus caminos de velas de cera y los pétalos de cempasúchitl que conducen a las almas en su retorno a la eterna Luz…

¿Es verdad que se vive sobre la tierra?

No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí,

aunque sea jade se quiebra

aunque sea oro se rompe,

aunque sea plumaje de quetzal se desgarra,

no para siempre en la tierra: sólo un poco aquí. *

Dispersos en zona de montaña o desierto, catorce millones de mexicanos resguardan con devoción estas creencias, padeciendo en sus largos días confinamiento y hambre. Han soportado en la hendedura de la historia y hasta los días presentes, la invasión de sus tierras y el derrumbamiento de sus proyectos. Los pueblos indígenas han aspirado durante siglos a sus derechos como mexicanos: baste observar en las calles su alejamiento. ¿Será que no han terminado los días aquellos en que los “instrumentos de la Providencia” justificaban su conquista con un atavío moral y civilizador? De Hernán Cortés quedó inscrito este enunciado: “E como traíamos la bandera de la cruz y puñábamos por nuestra fe y por servicio de nuestra sacra majestad… nos dio Dios tanta victoria”.

Instalados en el espacio amable de nuestras casas, con emotividad celebramos “lo nuestro”. El altar aroma la memoria de incienso y especias, y propicia el acercamiento familiar y de los amigos al compartir la ofrenda. El altar acaso es ocasión para creer que, en la llama áurea de las velas, se han encendido uno a uno mis pensamientos...

*Nezahualcóyotl

amparo.gberumen@gmail.com



Todos Santos y la celebración del Día de Muertos aroman mi memoria de incienso y especias. Y de evocación. Y de nostalgia. La mente vuela... Teñidos los recuerdos de un vientecillo frío, vagan y vagan yendo a parar al altar de muertos de la infancia, en casa de mi abuela materna. Casa grande y antigua de mis correrías inocentes. Desde aquellos años las velas encendidas abrieron abismos en mi pensamiento... ¿Será verdad que su hechizo luminario solaza los instantes?

En muchas de nuestras regiones, el último día de octubre y los primeros de noviembre se visten de un amarillo resplandeciente, acentuado en la luz de las velas de cera del altar de muertos. Flor de cempasúchitl, la de cuatrocientos pétalos, cumple puntual su función de ornato y ritual, identificando la herencia prehispánica fiel y silenciosa en la hondura de nuestras conciencias. Noviembre, evocación quimérica, entrelazo de nostálgica fiesta: por su composición de duelo y pérdida, y su acento festivo en los altares y hasta en los camposantos, esta celebración ha sido difícil de entender en otras culturas. De años atrás guardo una visión extática del Lago de Pátzcuaro, de Janitzio, de los atrios de Tzintzuntzan con cientos de veladoras encendidas en la Noche de los Muertos. Allá puede vivirse este esplendente acto ceremonial hasta el antojo máximo y hasta lo profundo de la pupila. Tradición secular de honrar a los muertos e invocarlos a la mesa en que subyuga el sincretismo de lo indígena nuestro y lo hispánico.

En todos los rincones de México las ánimas serán llamadas, entre incensarios y copal, a la ofrenda del mole y los tamales, del pan de muerto de carita o el colorado, de la calabaza en tacha y el chocolate espumoso, del café caliente y el cigarro, del tequila o el mezcal o el pulque porque somos así. Platos inagotados bajo el arco esperanzador del que penden alegóricos frutos. Y el piloncillo, mi manjar desde niña… flamea, flamea la lumbre/ hace derramar la miel –dice la canción de El piloncillero…

Al llegar estas fechas se hace presente en casa el pequeño altar con su halo místico que siempre me hace pensar en los pueblos indígenas en quienes florece y radica el conocimiento de lo sagrado autóctono. En “este país mestizo rayado de azteca” que dibujó López Velarde, no hay celebración en la que no estén presentes la música, la invocación y la comida. Para los antiguos mexicanos la música alegraba las ceremonias, y las letras de sus cantos narraban historias y acontecimientos importantes. Así se fortalecían la tradición oral y la identidad comunitaria. A los cantos religiosos les llamaban netotiliztli, y en los cuicacalli se enseñaban los cantos festivos o mazehualiztli. En todos estos ritos se refleja la pureza de las tradiciones indígenas, más en muchas comunidades del país conviven la religión originaria y la católica, debido a que en la época colonial los evangelizadores entendieron bien, que la música y la danza eran fundamentales en las solemnidades religiosas de los indios.

En la Huasteca, la fiesta de Xantolo es de cardinal importancia. El uno de noviembre los tenec hacen velaciones con rezos y alabanzas, inciensan el altar y sus imágenes, y tocan algunas piezas para la danza de la Malinche. El día dos los tenec y los nahuas acostumbran llevar sus ofrendas al camposanto, adornando las tumbas con flores. Estas fiestas de nuestros pueblos no son tan solamente, como en general se ha creído, un tributo a la muerte sino también a su vínculo con la vida y a la esperanza de conmutación. Cuán aleccionador es recibir sin filtraciones la herencia de sus mitos y rituales, que revelan el perenne retorno al tiempo en que los dioses primigenios participaron de la obra creadora. Y aun recibir la esperanza de salvación que se manifiesta en sus actos ceremoniales. Cuánto simbolismo hay en los altares con sus ofrendas, con su cruz de cal y sus caminos de velas de cera y los pétalos de cempasúchitl que conducen a las almas en su retorno a la eterna Luz…

¿Es verdad que se vive sobre la tierra?

No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí,

aunque sea jade se quiebra

aunque sea oro se rompe,

aunque sea plumaje de quetzal se desgarra,

no para siempre en la tierra: sólo un poco aquí. *

Dispersos en zona de montaña o desierto, catorce millones de mexicanos resguardan con devoción estas creencias, padeciendo en sus largos días confinamiento y hambre. Han soportado en la hendedura de la historia y hasta los días presentes, la invasión de sus tierras y el derrumbamiento de sus proyectos. Los pueblos indígenas han aspirado durante siglos a sus derechos como mexicanos: baste observar en las calles su alejamiento. ¿Será que no han terminado los días aquellos en que los “instrumentos de la Providencia” justificaban su conquista con un atavío moral y civilizador? De Hernán Cortés quedó inscrito este enunciado: “E como traíamos la bandera de la cruz y puñábamos por nuestra fe y por servicio de nuestra sacra majestad… nos dio Dios tanta victoria”.

Instalados en el espacio amable de nuestras casas, con emotividad celebramos “lo nuestro”. El altar aroma la memoria de incienso y especias, y propicia el acercamiento familiar y de los amigos al compartir la ofrenda. El altar acaso es ocasión para creer que, en la llama áurea de las velas, se han encendido uno a uno mis pensamientos...

*Nezahualcóyotl

amparo.gberumen@gmail.com