/ domingo 5 de julio de 2020

Café y Cultura | Ser indígena entre los indígenas

Surgida de una inaplazable urgencia evolutiva, la Revolución Mexicana se gestó en un amplio contexto que abarcó a todos los sectores. Ante la insostenible situación derivada de la falta de autonomía, la oposición avanzó con paso firme: los campesinos reclamaron la propiedad de la tierra, los obreros se asociaron en pro de sus derechos, el entronizamiento de los artistas extranjeros era humillante...

Cuando la Revolución inicia su difícil etapa de asentamiento tras la experiencia de muerte y dolor, y el país recupera poco a poco sus claros días, los artistas se repliegan a sus inquietudes creadoras asumiendo que México enfrenta tareas más urgentes que la producción de arte.

Y si la revolución política tuvo sus líderes, la artística tuvo también al activista revolucionario Gerardo Murillo, el ilustrísimo Doctor Atl, aquel que al observar el océano durante un viaje a Europa fantasea el seudónimo Atl, que en náhuatl significa AGUA, el agua maravillosa de su gozo por la vida. Sí. El arrobo ante la obra de arte importada había provocado ya que nuestros artistas se lanzarán a un cambio radical en la enseñanza y la esencia creativa.

El primero en arribar a este movimiento fue el amadísimo zacatecano Francisco Goitia. De sus datos biográficos extraigo este párrafo escrito en primera persona que retrata sus años jóvenes: “Dos circunstancias imprevistas vinieron por entonces a favorecer mi iniciación en las actividades intelectuales. Hurgando por estantes y cajones encontré qué leer. Una astronomía me reveló sumariamente los misterios del cielo. Cierta historia de la guerra franco-prusiana me causó pesadumbre por la fatalidad que se abatió sobre la nación gala. El Quijote me hizo sonreír en varios de sus pasajes, a pesar de mi impreparación para darme cuenta del hondo significado y de las bellezas literarias de esa obra inmortal. Otro de los autores fue Julio Verne”.

Goitia había estado cuatro años en Barcelona y cuatro más recorriendo Italia. Cuando regresa a México en 1912, trae atesorados bajo el brazo una serie de dibujos al carbón. Se integra a las filas del villismo en Zacatecas, donde pinta con este tema sus dos primeros cuadros: Baile revolucionario y El Ahorcado.

Francisco Goitia rompe con los esquemas, con las actitudes de investigador estético del tesoro cultural y artístico de los núcleos aldeanos. Este personaje entrañable fue el precursor de las misiones culturales. Por encargo de la Dirección de Antropología, en 1918 se abocó a una investigación de carácter etnográfico en torno a los indios de Teotihuacan, Xochimilco, Oaxaca...

En su afán por descubrir el alma de los aborígenes, se fue paulatinamente despojando de su cotidianidad para ser un indígena entre los indígenas. Entre 1918 y 1925 produce una serie de obras al óleo y al pastel, y dibujos al carbón de valor irrefutable: La india del chal bordado, Pirámide del Sol, San Juan Ixtayopa, India del rebozo, Los caballitos, El cilindrero, Danzas indígenas, El velorio, Indio triste, Niño indígena. En estas obras fija con argumentación y legitimidad los rasgos físicos de sus personajes y acaso hasta su conciencia. Pero le era incomprensible esa silente y dolorosa prudencia amasada con un dolor de siglos. Firme en su empeño, se funde en ese mundo incognoscible escrutando la “correspondencia gráfico-pictórica de esa expresión medular”.

En esta etapa Goitia se desvincula en definitiva de la vida ciudadana; fue en 1926 cuando por fin dilucida el misterio, escuchando el diario “implorar acompasado de una india ante la imagen de un Santo Cristo en la capilla de San Andrés, en Oaxaca”. Bendecido e iluminado por esta escena, pinta su Tata Jesucristo, obra que no fue superada por dos autorretratos ulteriores y tres paisajes de su tierra zacatecana.

Después de aquella experiencia profundísima que se traduce en la consecución de lo que pareció ser un proyecto de vida, Francisco Goitia, “el pintor de más entrañable esencia mexicana” del siglo XX, no pudo ya reintegrarse al movimiento artístico e intelectual del país. Este hijo predilecto de Zacatecas nacido en Fresnillo se quedó a vivir por el resto de sus días en una pobre choza agreste, convertido en el patriarca legendario, proverbial de los indígenas de Xochimilco.

amparo.gberumen@gmail.com

Surgida de una inaplazable urgencia evolutiva, la Revolución Mexicana se gestó en un amplio contexto que abarcó a todos los sectores. Ante la insostenible situación derivada de la falta de autonomía, la oposición avanzó con paso firme: los campesinos reclamaron la propiedad de la tierra, los obreros se asociaron en pro de sus derechos, el entronizamiento de los artistas extranjeros era humillante...

Cuando la Revolución inicia su difícil etapa de asentamiento tras la experiencia de muerte y dolor, y el país recupera poco a poco sus claros días, los artistas se repliegan a sus inquietudes creadoras asumiendo que México enfrenta tareas más urgentes que la producción de arte.

Y si la revolución política tuvo sus líderes, la artística tuvo también al activista revolucionario Gerardo Murillo, el ilustrísimo Doctor Atl, aquel que al observar el océano durante un viaje a Europa fantasea el seudónimo Atl, que en náhuatl significa AGUA, el agua maravillosa de su gozo por la vida. Sí. El arrobo ante la obra de arte importada había provocado ya que nuestros artistas se lanzarán a un cambio radical en la enseñanza y la esencia creativa.

El primero en arribar a este movimiento fue el amadísimo zacatecano Francisco Goitia. De sus datos biográficos extraigo este párrafo escrito en primera persona que retrata sus años jóvenes: “Dos circunstancias imprevistas vinieron por entonces a favorecer mi iniciación en las actividades intelectuales. Hurgando por estantes y cajones encontré qué leer. Una astronomía me reveló sumariamente los misterios del cielo. Cierta historia de la guerra franco-prusiana me causó pesadumbre por la fatalidad que se abatió sobre la nación gala. El Quijote me hizo sonreír en varios de sus pasajes, a pesar de mi impreparación para darme cuenta del hondo significado y de las bellezas literarias de esa obra inmortal. Otro de los autores fue Julio Verne”.

Goitia había estado cuatro años en Barcelona y cuatro más recorriendo Italia. Cuando regresa a México en 1912, trae atesorados bajo el brazo una serie de dibujos al carbón. Se integra a las filas del villismo en Zacatecas, donde pinta con este tema sus dos primeros cuadros: Baile revolucionario y El Ahorcado.

Francisco Goitia rompe con los esquemas, con las actitudes de investigador estético del tesoro cultural y artístico de los núcleos aldeanos. Este personaje entrañable fue el precursor de las misiones culturales. Por encargo de la Dirección de Antropología, en 1918 se abocó a una investigación de carácter etnográfico en torno a los indios de Teotihuacan, Xochimilco, Oaxaca...

En su afán por descubrir el alma de los aborígenes, se fue paulatinamente despojando de su cotidianidad para ser un indígena entre los indígenas. Entre 1918 y 1925 produce una serie de obras al óleo y al pastel, y dibujos al carbón de valor irrefutable: La india del chal bordado, Pirámide del Sol, San Juan Ixtayopa, India del rebozo, Los caballitos, El cilindrero, Danzas indígenas, El velorio, Indio triste, Niño indígena. En estas obras fija con argumentación y legitimidad los rasgos físicos de sus personajes y acaso hasta su conciencia. Pero le era incomprensible esa silente y dolorosa prudencia amasada con un dolor de siglos. Firme en su empeño, se funde en ese mundo incognoscible escrutando la “correspondencia gráfico-pictórica de esa expresión medular”.

En esta etapa Goitia se desvincula en definitiva de la vida ciudadana; fue en 1926 cuando por fin dilucida el misterio, escuchando el diario “implorar acompasado de una india ante la imagen de un Santo Cristo en la capilla de San Andrés, en Oaxaca”. Bendecido e iluminado por esta escena, pinta su Tata Jesucristo, obra que no fue superada por dos autorretratos ulteriores y tres paisajes de su tierra zacatecana.

Después de aquella experiencia profundísima que se traduce en la consecución de lo que pareció ser un proyecto de vida, Francisco Goitia, “el pintor de más entrañable esencia mexicana” del siglo XX, no pudo ya reintegrarse al movimiento artístico e intelectual del país. Este hijo predilecto de Zacatecas nacido en Fresnillo se quedó a vivir por el resto de sus días en una pobre choza agreste, convertido en el patriarca legendario, proverbial de los indígenas de Xochimilco.

amparo.gberumen@gmail.com