/ martes 29 de septiembre de 2020

Cambiavía | Eros medieval

Segunda y última

Si bien es cierto que el matrimonio supone la unión carnal, la iglesia medieval exigía que dicha relación se redujera a lo mínimo indispensable, así que se tenían que evitar las “acrobacias”, “los enredos de los cuerpos”, los “gestos frenéticos”, en suma, todo aquello que estuviera encaminado a obtener placer. Se pensaba que toda relación que fuera más allá de esos límites (los de la procreación) actuaba contra natura.

¿Por qué son condenables el placer y la pasión? Pues porque según aquellas creencias esos sentimientos alejan a la persona del amor a Dios, al que sustituyen por el amor a una persona. Como se aprecia, esas ideas significaban un retorno a las añejas ideas de que la actividad sexual solo es admisible cuando está dominada por la voluntad y está sometida a leyes precisas.

La iglesia medieval fue más allá y llamó “obra conyugal” a la actividad sexual que se concentraba en el acatamiento de “reglas”, y llamó “fortificación” o “adulterio” a cualquier actividad transgresora de los principios señalados. Entonces la “obra conyugal” se la asoció con la actividad de “procreación” y a la segunda (fornicación) con el impulso y con la furia.

Como se ve, el cristianismo elaboró entonces un código de conducta que estaba encaminado a regular todos los actos, todas las posiciones, los gestos, las caricias, la frecuencia, los estados del alma y las intenciones de la pareja. Ese era apenas un aspecto de un nuevo modelo de hombre propuesto por el cristianismo: “Un ser comunitario que sin embargo debía vigilar la transparencia de su corazón, las motivaciones, las reflexiones y objetos imaginarios que en este se encontraban, las cuales podían conducirlo a abandonar la entrega de la personalidad toda que la difícil empresa religiosa le exigía”.

El corazón era a la vez un sitio muy peligroso, pues no solo era el soporte transparente de las demandas de Dios, sino también el sitio en donde podían ocultarse los indicios de un distanciamiento. Para ayudar en algo, la iglesia promovió la confesión en público, como única vía para expiar los pecados, de esta manera, también se empiezan a dictar penitencias, las cuales podrían ser de un día, o unas semanas, o durar toda la vida.

Durante la Edad Media se pueden encontrar diversas leyes y proclamas religiosas que intentaban restringir cuándo, cómo y con quién se podía tener sexo: La gente no debía tener relaciones sexuales los domingos, porque era Día del Señor, también los jueves y viernes, pues se suponía que eran días de preparación para la Comunión. Agregue usted los largos períodos de abstinencia: cuaresma, entre 47 y 62 días; antes de Navidad, al menos 35 días; alrededor de la fiesta de Pentecostés, que oscilaba entre 40 y 60 días, más los días festivos de los Santos, ¡mire nada más!

Bueno, con decirles que hasta se llevaba a cabo una vigilancia “especial” con respecto de lo carnal: había una vigilancia constante y se proporcionaban listas detalladas de lo “que se podía hacer y de lo que no”. Se consideraba como una mujer pecadora si la mujer tenía sexo, cuando: estaba menstruando, embarazada, amamantando a un bebé, en la época de Adviento, Semana Santa, días festivos o en días domingos. El hombre podía tener sexo, bajo las siguientes condiciones: “ser cuidadoso”, no besar lascivamente, no sexo oral, no posiciones extrañas, solo una vez, tratar de no disfrutarlo; además no podían tener sexo en las iglesias (pues en aquel tiempo, en los hogares era muy difícil tener intimidad, y se solía acudir al sacrosanto lugar), ni desnudo; estaba prohibido tener relaciones sexuales los días: sábados, viernes y miércoles.

Claro que quienes no eran capaces de controlarse, de observar esas instrucciones, las penitencias que se imponían eran bastante severas, equivalentes al delito de cortar las manos, reventarles los ojos o arrancar la lengua a otro hombre.

Como se puede apreciar el matrimonio no era lo mejor para la vida medieval. Por el contrario, llevar una vida matrimonial significaba ser una víctima, pues esas nuevas exigencias cristianas habían modificado el sentido de la unión conyugal que en la antigüedad era vista como algo normal y natural: se trataba de buscar el crecimiento de la persona en lo individual y, en las relaciones de pareja, la búsqueda del placer mutuo, en el que racionalmente la pareja se acoplara tanto en las existencias como en los cuerpos; se intentaba hacer coincidir varias relaciones: la de dos asociados sexuales, el rol social de la familia y una acentuación de la relación entre cada uno de ellos. Ello suponía, como ahora, una revaloración profunda del hombre y de la mujer, porque es con ella con quien se realiza la comunidad esencial. Ideas bastante alejadas de las que impuso el cristianismo medieval, en el que se exaltaron el temor, el miedo y el castigo; así, la iglesia se erigió como una institución que promovió una asexuación de la vida matrimonial.

Si bien es cierto que la prostitución se consideraba un acto pecaminoso, en las grandes urbes de la Europa medieval se toleraba como un mal necesario. Algunas de esas regulaciones sobreviven, como las Regulaciones sobre prostitutas que viven en burdeles, que estaba incluida en las ordenanzas de la ciudad de Nuremberg, aproximadamente desde 1470.

Un dato “curioso”, por decir lo menos, es el que se refiere a los diversos nombres que se usaban para el pene. En el libro El jardín perfumado del deleite sensual, escrito en Túnez a principios del siglo XV, se ofrecen sinceros consejos sobre cómo hacer el amor entre un hombre y su esposa. En un apartado, el autor enumera los variados nombres con que se le puede llamar: espárrago, paloma, póquer, adormilado, aldaba, saciador de sed, émbolo, furtivo, tirón, intruso, cíclope, cuello largo, calvo, llorón, tintineo, urogallo, explorador, hocico, entre otros.

Nasir al-Din Tusi, uno de los filósofos más famoso del Medio Oriente Medieval, escribió un libro sobre la sexualidad, en el que critica duramente a aquellos que piensan que el sexo es de alguna manera dañino. “Más bien, es enormemente beneficioso y no hay mayor placer humano que el de las relaciones sexuales”.

Bueno, esa era otra época y como se puede ver, aunque han pasado siglos y siglos, algunas ideas suelen regresar e intentan, hasta ahora sin mucho éxito, imponer una idea de miedo y temor contra una verdadera sexualidad en la que prive el amor, el goce y el respeto.

Besitos a las niñas azules y a las mariposas amarillas.

Segunda y última

Si bien es cierto que el matrimonio supone la unión carnal, la iglesia medieval exigía que dicha relación se redujera a lo mínimo indispensable, así que se tenían que evitar las “acrobacias”, “los enredos de los cuerpos”, los “gestos frenéticos”, en suma, todo aquello que estuviera encaminado a obtener placer. Se pensaba que toda relación que fuera más allá de esos límites (los de la procreación) actuaba contra natura.

¿Por qué son condenables el placer y la pasión? Pues porque según aquellas creencias esos sentimientos alejan a la persona del amor a Dios, al que sustituyen por el amor a una persona. Como se aprecia, esas ideas significaban un retorno a las añejas ideas de que la actividad sexual solo es admisible cuando está dominada por la voluntad y está sometida a leyes precisas.

La iglesia medieval fue más allá y llamó “obra conyugal” a la actividad sexual que se concentraba en el acatamiento de “reglas”, y llamó “fortificación” o “adulterio” a cualquier actividad transgresora de los principios señalados. Entonces la “obra conyugal” se la asoció con la actividad de “procreación” y a la segunda (fornicación) con el impulso y con la furia.

Como se ve, el cristianismo elaboró entonces un código de conducta que estaba encaminado a regular todos los actos, todas las posiciones, los gestos, las caricias, la frecuencia, los estados del alma y las intenciones de la pareja. Ese era apenas un aspecto de un nuevo modelo de hombre propuesto por el cristianismo: “Un ser comunitario que sin embargo debía vigilar la transparencia de su corazón, las motivaciones, las reflexiones y objetos imaginarios que en este se encontraban, las cuales podían conducirlo a abandonar la entrega de la personalidad toda que la difícil empresa religiosa le exigía”.

El corazón era a la vez un sitio muy peligroso, pues no solo era el soporte transparente de las demandas de Dios, sino también el sitio en donde podían ocultarse los indicios de un distanciamiento. Para ayudar en algo, la iglesia promovió la confesión en público, como única vía para expiar los pecados, de esta manera, también se empiezan a dictar penitencias, las cuales podrían ser de un día, o unas semanas, o durar toda la vida.

Durante la Edad Media se pueden encontrar diversas leyes y proclamas religiosas que intentaban restringir cuándo, cómo y con quién se podía tener sexo: La gente no debía tener relaciones sexuales los domingos, porque era Día del Señor, también los jueves y viernes, pues se suponía que eran días de preparación para la Comunión. Agregue usted los largos períodos de abstinencia: cuaresma, entre 47 y 62 días; antes de Navidad, al menos 35 días; alrededor de la fiesta de Pentecostés, que oscilaba entre 40 y 60 días, más los días festivos de los Santos, ¡mire nada más!

Bueno, con decirles que hasta se llevaba a cabo una vigilancia “especial” con respecto de lo carnal: había una vigilancia constante y se proporcionaban listas detalladas de lo “que se podía hacer y de lo que no”. Se consideraba como una mujer pecadora si la mujer tenía sexo, cuando: estaba menstruando, embarazada, amamantando a un bebé, en la época de Adviento, Semana Santa, días festivos o en días domingos. El hombre podía tener sexo, bajo las siguientes condiciones: “ser cuidadoso”, no besar lascivamente, no sexo oral, no posiciones extrañas, solo una vez, tratar de no disfrutarlo; además no podían tener sexo en las iglesias (pues en aquel tiempo, en los hogares era muy difícil tener intimidad, y se solía acudir al sacrosanto lugar), ni desnudo; estaba prohibido tener relaciones sexuales los días: sábados, viernes y miércoles.

Claro que quienes no eran capaces de controlarse, de observar esas instrucciones, las penitencias que se imponían eran bastante severas, equivalentes al delito de cortar las manos, reventarles los ojos o arrancar la lengua a otro hombre.

Como se puede apreciar el matrimonio no era lo mejor para la vida medieval. Por el contrario, llevar una vida matrimonial significaba ser una víctima, pues esas nuevas exigencias cristianas habían modificado el sentido de la unión conyugal que en la antigüedad era vista como algo normal y natural: se trataba de buscar el crecimiento de la persona en lo individual y, en las relaciones de pareja, la búsqueda del placer mutuo, en el que racionalmente la pareja se acoplara tanto en las existencias como en los cuerpos; se intentaba hacer coincidir varias relaciones: la de dos asociados sexuales, el rol social de la familia y una acentuación de la relación entre cada uno de ellos. Ello suponía, como ahora, una revaloración profunda del hombre y de la mujer, porque es con ella con quien se realiza la comunidad esencial. Ideas bastante alejadas de las que impuso el cristianismo medieval, en el que se exaltaron el temor, el miedo y el castigo; así, la iglesia se erigió como una institución que promovió una asexuación de la vida matrimonial.

Si bien es cierto que la prostitución se consideraba un acto pecaminoso, en las grandes urbes de la Europa medieval se toleraba como un mal necesario. Algunas de esas regulaciones sobreviven, como las Regulaciones sobre prostitutas que viven en burdeles, que estaba incluida en las ordenanzas de la ciudad de Nuremberg, aproximadamente desde 1470.

Un dato “curioso”, por decir lo menos, es el que se refiere a los diversos nombres que se usaban para el pene. En el libro El jardín perfumado del deleite sensual, escrito en Túnez a principios del siglo XV, se ofrecen sinceros consejos sobre cómo hacer el amor entre un hombre y su esposa. En un apartado, el autor enumera los variados nombres con que se le puede llamar: espárrago, paloma, póquer, adormilado, aldaba, saciador de sed, émbolo, furtivo, tirón, intruso, cíclope, cuello largo, calvo, llorón, tintineo, urogallo, explorador, hocico, entre otros.

Nasir al-Din Tusi, uno de los filósofos más famoso del Medio Oriente Medieval, escribió un libro sobre la sexualidad, en el que critica duramente a aquellos que piensan que el sexo es de alguna manera dañino. “Más bien, es enormemente beneficioso y no hay mayor placer humano que el de las relaciones sexuales”.

Bueno, esa era otra época y como se puede ver, aunque han pasado siglos y siglos, algunas ideas suelen regresar e intentan, hasta ahora sin mucho éxito, imponer una idea de miedo y temor contra una verdadera sexualidad en la que prive el amor, el goce y el respeto.

Besitos a las niñas azules y a las mariposas amarillas.