/ martes 12 de octubre de 2021

Cambiavía | Tres colores: blanco

"Es un tópico con más vidas que un gato: ‘¿El blanco? —oímos decir a menudo—, ¡pero si no es un color!’. Es verdad que al pobre color blanco le cuesta que se lo reconozca en su justo valor, y también lo es que desde siempre ha sido objeto de una increíble intransigencia.

Pues nunca se está contento con él, siempre se le exige más, queremos que sea ‘más blanco que el blanco’. Sin embargo, este color es, sin duda, el más antiguo, el más fiel, el que transmite desde siempre los símbolos más fuertes, más universales, y el que nos habla de lo esencial: la vida, la muerte, y tal vez también —a lo mejor por eso le tenemos tanta manía— un poco de nuestra inocencia perdida”. Simonet Dominique

Michel Pastoureau es autor de más de treinta libros dedicados a la historia de los colores, de los animales y de los símbolos. Entre sus obras destacan: Una historia simbólica de la Edad Media occidental; La vida cotidiana de los caballeros de la Tabla Redonda; Azul: historia de un color; Las vestiduras del diablo: Breve historia de las rayas en la indumentaria y, Breve historia de los colores, libro del que hemos hablado en este espacio.

En el caso del color blanco, la historia se remonta hasta nuestros antepasados, los que consideraban el blanco como un verdadero color.

En la era paleolítica en las paredes grisáceas de las grutas se utilizaban materias gredosas para colorear de blanco las representaciones animales y en la Edad Media se añadía blanco sobre el pergamino de los manuscritos iluminados.

Cuenta Pastoureau que en las sociedades antiguas, se definía lo incoloro como todo lo que no contenía pigmentos. En pintura y en tinte, se trataba a menudo del tinte base antes de utilizarlo: el gris de la piedra, el marrón de la madera en bruto, el beige del pergamino, el crudo del tejido al natural.

Cuando se comenzó a utilizar la imprenta, se introdujo una equivalencia entre lo incoloro y el blanco, y este último pasó a ser considerado como el grado cero del color, o como su ausencia.

El autor, explica que nuestros antepasados distinguían el blanco mate del blanco brillante: en latín, albus (el blanco mate, que en francés ha dado albâtre [alabastro] y albimine [albúmina] y candidus (el brillante, que ha dado “candidato”, el que lleva un atuendo blanco brillante para presentarse al sufragio de los electores).

En las lenguas derivadas del germánico, hay igualmente dos palabras: blanck, el blanco brillante —muy parecido al negro brillante (black), que se impondrá al francés después de las invasiones bárbaras— y weiss, que el alemán moderno ha conservado, el blanco mate.

Pastoureau argumenta que si bien el blanco es un símbolo de ausencia (la página en blanco, una voz blanca, una noche en blanco, un cheque en blanco) también representa a la pureza y la inocencia. Este símbolo es extraordinariamente fuerte y recurrente. En casi cualquier punto del planeta, el blanco remite a lo puro, a lo virgen, a lo limpio, a lo inocente.

Desde la guerra de los Cien Años, en los siglos XIV y XV, se enarbola una bandera blanca para pedir el cese de las hostilidades: el blanco se oponía al rojo de la guerra. Esta representación es casi universal y se ha mantenido al paso del tiempo.

En la entrega anterior, comentaba Pastoureau que las mujeres solían vestirse de rojo para casarse, pero con la institucionalización del matrimonio cristiano, en el siglo XIII, se hizo esencial que los críos que nacieran fuesen realmente hijos de su padre, al tiempo, eso se convirtió en una obsesión. Desde finales del siglo XVIII se intima a las muchachas a que hagan alarde de su virginidad, probablemente porque era ya algo obvio. Tuvieron que llevar vestidos blancos, tradición que aún se conserva hasta nuestros días.

El blanco también fue considerado durante mucho tiempo como una garantía de limpieza, todas las telas que tocaban nuestro cuerpo (sábanas, ropa de aseo y lo que hoy llamamos ropa interior) tenían que ser blancas por razones de higiene, pero también por razones prácticas: cuando se hervían las telas, sobre todo las de cáñamo, lino y algodón, solían perder el tinte, mientras que el blanco era el color más estable y sólido.

Pero sobre todo, abunda Pastoureau, se atribuía a esta práctica verdaderos tabúes morales; en la Edad Media, cuando se consideraba más obsceno mostrarse en camisa que desnudo, resultaba increíblemente indecente que la camisa no fuera blanca.

Con el tiempo las cosas han cambiado, primero se toleraron algunos tintes suaves, tonos pastel como azul cielo, rosa, verde pálido, los semicolores, en definitiva. Luego se recurrió a las rayas, se trata de un artificio clásico para romper el color blanco y atenuarlo. Hoy es muy aceptado que nuestro cuerpo entre en contacto con colores muy vivos: podemos dormir en sábanas rojas, negras, cafés; secarnos con una toalla amarilla, llevar ropa interior violeta, algo que resultaba impensable hace apenas unas décadas. De hecho, los electrodomésticos de la casa eran, ya se sabe, blancos: estufa, refrigerador, lavadora, bañeras.

Dice Pastoureau que el blanco tiene una estrecha relación con lo divino. Mientras que la virgen ha estado durante mucho tiempo asociada al azul, Dios ha sido percibido como una luz blanca. Los ángeles, sus mensajeros, también se representan en blanco.

Cuando se instituye el dogma de la Inmaculada Concepción en 1854, el blanco se convirtió entonces en el segundo color de la Virgen. Todavía hoy, los miembros de algunas sectas, adoradores de la luz o buscadores de un Grial moderno, eligen este color para celebrar sus rituales. La otra cara del blanco es el de la materia indecisa, la de los fantasmas y los espectros que vienen a reclamar justicia o sepultura, el eco del mundo de los muertos, portadores de malas noticias.

Pero también existen asociaciones del blanco con la vejez y la sabiduría, los cabellos canos indican serenidad, paz interior. El blanco de la muerte y del sudario se reúne con el blanco de la inocencia y de la cuna, como si el ciclo vital iniciara con el blanco, pasara por diferentes colores y terminara con el blanco.

Finalmente, Michel Pastoureau comenta que nos consideramos inocentes, puros, limpios, a veces incluso divinos, y hasta puede que algo sagrados. El hombre blanco no es blanco, como tampoco lo es el vino blanco, pero estamos apegados a este símbolo que halaga nuestro narcisismo. Todos percibimos a los demás en función de nuestra propia simbología.

Si usted, amable lector, quiere saber la historia completa, le recomiendo leer esta formidable obra: “Breve historia de los colores” de Michel Pastoureau, le aseguro que no se arrepentirá.

  • ernesto.jimher@gmail.com
  • @OsirisJimenez

"Es un tópico con más vidas que un gato: ‘¿El blanco? —oímos decir a menudo—, ¡pero si no es un color!’. Es verdad que al pobre color blanco le cuesta que se lo reconozca en su justo valor, y también lo es que desde siempre ha sido objeto de una increíble intransigencia.

Pues nunca se está contento con él, siempre se le exige más, queremos que sea ‘más blanco que el blanco’. Sin embargo, este color es, sin duda, el más antiguo, el más fiel, el que transmite desde siempre los símbolos más fuertes, más universales, y el que nos habla de lo esencial: la vida, la muerte, y tal vez también —a lo mejor por eso le tenemos tanta manía— un poco de nuestra inocencia perdida”. Simonet Dominique

Michel Pastoureau es autor de más de treinta libros dedicados a la historia de los colores, de los animales y de los símbolos. Entre sus obras destacan: Una historia simbólica de la Edad Media occidental; La vida cotidiana de los caballeros de la Tabla Redonda; Azul: historia de un color; Las vestiduras del diablo: Breve historia de las rayas en la indumentaria y, Breve historia de los colores, libro del que hemos hablado en este espacio.

En el caso del color blanco, la historia se remonta hasta nuestros antepasados, los que consideraban el blanco como un verdadero color.

En la era paleolítica en las paredes grisáceas de las grutas se utilizaban materias gredosas para colorear de blanco las representaciones animales y en la Edad Media se añadía blanco sobre el pergamino de los manuscritos iluminados.

Cuenta Pastoureau que en las sociedades antiguas, se definía lo incoloro como todo lo que no contenía pigmentos. En pintura y en tinte, se trataba a menudo del tinte base antes de utilizarlo: el gris de la piedra, el marrón de la madera en bruto, el beige del pergamino, el crudo del tejido al natural.

Cuando se comenzó a utilizar la imprenta, se introdujo una equivalencia entre lo incoloro y el blanco, y este último pasó a ser considerado como el grado cero del color, o como su ausencia.

El autor, explica que nuestros antepasados distinguían el blanco mate del blanco brillante: en latín, albus (el blanco mate, que en francés ha dado albâtre [alabastro] y albimine [albúmina] y candidus (el brillante, que ha dado “candidato”, el que lleva un atuendo blanco brillante para presentarse al sufragio de los electores).

En las lenguas derivadas del germánico, hay igualmente dos palabras: blanck, el blanco brillante —muy parecido al negro brillante (black), que se impondrá al francés después de las invasiones bárbaras— y weiss, que el alemán moderno ha conservado, el blanco mate.

Pastoureau argumenta que si bien el blanco es un símbolo de ausencia (la página en blanco, una voz blanca, una noche en blanco, un cheque en blanco) también representa a la pureza y la inocencia. Este símbolo es extraordinariamente fuerte y recurrente. En casi cualquier punto del planeta, el blanco remite a lo puro, a lo virgen, a lo limpio, a lo inocente.

Desde la guerra de los Cien Años, en los siglos XIV y XV, se enarbola una bandera blanca para pedir el cese de las hostilidades: el blanco se oponía al rojo de la guerra. Esta representación es casi universal y se ha mantenido al paso del tiempo.

En la entrega anterior, comentaba Pastoureau que las mujeres solían vestirse de rojo para casarse, pero con la institucionalización del matrimonio cristiano, en el siglo XIII, se hizo esencial que los críos que nacieran fuesen realmente hijos de su padre, al tiempo, eso se convirtió en una obsesión. Desde finales del siglo XVIII se intima a las muchachas a que hagan alarde de su virginidad, probablemente porque era ya algo obvio. Tuvieron que llevar vestidos blancos, tradición que aún se conserva hasta nuestros días.

El blanco también fue considerado durante mucho tiempo como una garantía de limpieza, todas las telas que tocaban nuestro cuerpo (sábanas, ropa de aseo y lo que hoy llamamos ropa interior) tenían que ser blancas por razones de higiene, pero también por razones prácticas: cuando se hervían las telas, sobre todo las de cáñamo, lino y algodón, solían perder el tinte, mientras que el blanco era el color más estable y sólido.

Pero sobre todo, abunda Pastoureau, se atribuía a esta práctica verdaderos tabúes morales; en la Edad Media, cuando se consideraba más obsceno mostrarse en camisa que desnudo, resultaba increíblemente indecente que la camisa no fuera blanca.

Con el tiempo las cosas han cambiado, primero se toleraron algunos tintes suaves, tonos pastel como azul cielo, rosa, verde pálido, los semicolores, en definitiva. Luego se recurrió a las rayas, se trata de un artificio clásico para romper el color blanco y atenuarlo. Hoy es muy aceptado que nuestro cuerpo entre en contacto con colores muy vivos: podemos dormir en sábanas rojas, negras, cafés; secarnos con una toalla amarilla, llevar ropa interior violeta, algo que resultaba impensable hace apenas unas décadas. De hecho, los electrodomésticos de la casa eran, ya se sabe, blancos: estufa, refrigerador, lavadora, bañeras.

Dice Pastoureau que el blanco tiene una estrecha relación con lo divino. Mientras que la virgen ha estado durante mucho tiempo asociada al azul, Dios ha sido percibido como una luz blanca. Los ángeles, sus mensajeros, también se representan en blanco.

Cuando se instituye el dogma de la Inmaculada Concepción en 1854, el blanco se convirtió entonces en el segundo color de la Virgen. Todavía hoy, los miembros de algunas sectas, adoradores de la luz o buscadores de un Grial moderno, eligen este color para celebrar sus rituales. La otra cara del blanco es el de la materia indecisa, la de los fantasmas y los espectros que vienen a reclamar justicia o sepultura, el eco del mundo de los muertos, portadores de malas noticias.

Pero también existen asociaciones del blanco con la vejez y la sabiduría, los cabellos canos indican serenidad, paz interior. El blanco de la muerte y del sudario se reúne con el blanco de la inocencia y de la cuna, como si el ciclo vital iniciara con el blanco, pasara por diferentes colores y terminara con el blanco.

Finalmente, Michel Pastoureau comenta que nos consideramos inocentes, puros, limpios, a veces incluso divinos, y hasta puede que algo sagrados. El hombre blanco no es blanco, como tampoco lo es el vino blanco, pero estamos apegados a este símbolo que halaga nuestro narcisismo. Todos percibimos a los demás en función de nuestra propia simbología.

Si usted, amable lector, quiere saber la historia completa, le recomiendo leer esta formidable obra: “Breve historia de los colores” de Michel Pastoureau, le aseguro que no se arrepentirá.

  • ernesto.jimher@gmail.com
  • @OsirisJimenez