/ martes 12 de mayo de 2020

Cambiavía | Vivir en tiempos del coronavirus

Cuando nos enteramos de los primeros contagios causados por el coronavirus, pensamos que se trataría de otro virus, uno más, como los miles que conviven con humanos y animales. Muy pronto nos dimos cuenta que se trataba de algo excepcional y nos llenamos de miedo e incertidumbre, principalmente cuando conocimos su capacidad de letalidad. La vida, como la conocíamos, comenzó a cambiar y poco a poco el mundo se ha ido transformando.

En cada país se decretaron diversas medidas que van del confinamiento obligatorio con multas y/o cárcel para quienes las infrinjan, toque de queda, suspensión de garantías individuales o, como en nuestro país, en donde se decretó una cuarentena no obligatoria. Ante la serie de restricciones y el paro de las actividades económicas no esenciales, nos vimos obligados a cambiar la rutina cotidiana.

“Quédate en casa” es la consigna mundial; sin embargo, para la clase privilegiada no ha representado un problema serio, pues la mayoría se trasladó a sus residencias de descanso, en los diversos puntos turísticos del país. La clase media tampoco resintió demasiado el confinamiento, pues desde la comodidad de sus hogares miran pasar el tiempo entretenidos en tareas hogareñas y las propuestas televisivas. Los más desprotegidos no tienen esa opción, necesitan salir a la calle para ganarse la vida.

El coronavirus ha evidenciado las carencias y las desigualdades que perviven en nuestro sistema educativo. La SEP ha ofrecido diversas opciones para que los estudiantes puedan ser atendidos y que no se pierda el ciclo escolar; pero las opciones de atención dependen del nivel social: Los que tienen recursos pueden tomar clases por internet, en sus celulares, tabletas o computadoras; luego están los que sólo cuentan con la opción de recibir clase a través de la televisión o por la radio y, finalmente, los que no tienen acceso a ninguno de esos recursos y a los que se les entregan cuadernillos para que, sin ayuda de por medio, continúen con sus aprendizajes.

Los programas de televisión que se transmitían en vivo tuvieron que modificarse. Los conductores e invitados participan desde sus hogares a través del uso de plataformas como Zoom, Skype o WhatsApp. Gracias a estas tecnologías hemos podido disfrutar de conciertos, entrevistas, teatro, danza, tours virtuales por los museos más importantes del mundo.

Las compras del súper también se modificaron. Las personas pueden realizar sus compras directamente en las tiendas bajo estrictas medidas de seguridad, solicitar su pedido por Internet o teléfono y pasar a recogerlo o pedir que lo lleven a sus hogares; también se han incrementado las compras en la tiendita de la esquina porque les resulta más cómodo y sencillo, pero peligroso.

En cada esfera de la cotidianidad las desigualdades son más evidentes al paso de los días. La disminución de horarios y capacidad de los medios de transporte, la declaración del programa “Hoy no circula” y la suspensión de servicio los domingos ha puesto en serios predicamentos a miles de personas que no cuentan con auto propio.

El encierro nos ha permitido aligerar el cuerpo de la ropa que vestíamos usualmente. Es sabido que cientos de miles de mujeres permanecen en casa sin usar sostén y miles de hombres en calzoncillos. Sustituimos los zapatos por las chanclas. Al dejar de asistir a los salones de belleza, las mujeres han optado por pintarse el pelo ellas mismas, en ocasiones, con muy malos resultados; otras, prefieren que se muestre el color original de su pelo.

Los negocios de comida también cambiaron. Ahora sólo se pueden recoger pedidos o recibirlos en los domicilios. Quizá por eso, en redes sociales como Facebook o Twitter los anuncios de venta de alimentos se han multiplicado, especialmente los negocios familiares, los de las personas que no pierden la esperanza, que no están dispuestos a dejarse vencer por esta pandemia.

Afortunadamente, en medio de esos contrastes, hemos sido testigos de la solidaridad. Vemos cómo en algunos países el pueblo aplaude o canta para animar y agradecer el trabajo heroico de los trabajadores de la salud. Conocemos historias de personas que ofrecen de manera gratuita alimentos para los adultos mayores o gente necesitada. Las editoriales ponen a disposición algunos de sus libros sin costo alguno, fundaciones sin fines de lucro que proporcionan ayuda a los más necesitados. Taxistas que ofrecen traslados gratuitos al personal de la salud.

Nada será igual de aquí en adelante. Al final de esta pandemia cada uno de nosotros habremos de preguntarnos cómo esta experiencia nos ha transformado para intentar ser mujeres y hombres nuevos para reconfigurar el tejido social, para transitar a un mundo menos injusto, dejando atrás la violencia, la desigualdad y la falta de solidaridad. El coronavirus ha permitido que salgan a la luz historias tristes y desoladoras, pero también grandes acciones de altruismo y generosidad.

Cuando nos enteramos de los primeros contagios causados por el coronavirus, pensamos que se trataría de otro virus, uno más, como los miles que conviven con humanos y animales. Muy pronto nos dimos cuenta que se trataba de algo excepcional y nos llenamos de miedo e incertidumbre, principalmente cuando conocimos su capacidad de letalidad. La vida, como la conocíamos, comenzó a cambiar y poco a poco el mundo se ha ido transformando.

En cada país se decretaron diversas medidas que van del confinamiento obligatorio con multas y/o cárcel para quienes las infrinjan, toque de queda, suspensión de garantías individuales o, como en nuestro país, en donde se decretó una cuarentena no obligatoria. Ante la serie de restricciones y el paro de las actividades económicas no esenciales, nos vimos obligados a cambiar la rutina cotidiana.

“Quédate en casa” es la consigna mundial; sin embargo, para la clase privilegiada no ha representado un problema serio, pues la mayoría se trasladó a sus residencias de descanso, en los diversos puntos turísticos del país. La clase media tampoco resintió demasiado el confinamiento, pues desde la comodidad de sus hogares miran pasar el tiempo entretenidos en tareas hogareñas y las propuestas televisivas. Los más desprotegidos no tienen esa opción, necesitan salir a la calle para ganarse la vida.

El coronavirus ha evidenciado las carencias y las desigualdades que perviven en nuestro sistema educativo. La SEP ha ofrecido diversas opciones para que los estudiantes puedan ser atendidos y que no se pierda el ciclo escolar; pero las opciones de atención dependen del nivel social: Los que tienen recursos pueden tomar clases por internet, en sus celulares, tabletas o computadoras; luego están los que sólo cuentan con la opción de recibir clase a través de la televisión o por la radio y, finalmente, los que no tienen acceso a ninguno de esos recursos y a los que se les entregan cuadernillos para que, sin ayuda de por medio, continúen con sus aprendizajes.

Los programas de televisión que se transmitían en vivo tuvieron que modificarse. Los conductores e invitados participan desde sus hogares a través del uso de plataformas como Zoom, Skype o WhatsApp. Gracias a estas tecnologías hemos podido disfrutar de conciertos, entrevistas, teatro, danza, tours virtuales por los museos más importantes del mundo.

Las compras del súper también se modificaron. Las personas pueden realizar sus compras directamente en las tiendas bajo estrictas medidas de seguridad, solicitar su pedido por Internet o teléfono y pasar a recogerlo o pedir que lo lleven a sus hogares; también se han incrementado las compras en la tiendita de la esquina porque les resulta más cómodo y sencillo, pero peligroso.

En cada esfera de la cotidianidad las desigualdades son más evidentes al paso de los días. La disminución de horarios y capacidad de los medios de transporte, la declaración del programa “Hoy no circula” y la suspensión de servicio los domingos ha puesto en serios predicamentos a miles de personas que no cuentan con auto propio.

El encierro nos ha permitido aligerar el cuerpo de la ropa que vestíamos usualmente. Es sabido que cientos de miles de mujeres permanecen en casa sin usar sostén y miles de hombres en calzoncillos. Sustituimos los zapatos por las chanclas. Al dejar de asistir a los salones de belleza, las mujeres han optado por pintarse el pelo ellas mismas, en ocasiones, con muy malos resultados; otras, prefieren que se muestre el color original de su pelo.

Los negocios de comida también cambiaron. Ahora sólo se pueden recoger pedidos o recibirlos en los domicilios. Quizá por eso, en redes sociales como Facebook o Twitter los anuncios de venta de alimentos se han multiplicado, especialmente los negocios familiares, los de las personas que no pierden la esperanza, que no están dispuestos a dejarse vencer por esta pandemia.

Afortunadamente, en medio de esos contrastes, hemos sido testigos de la solidaridad. Vemos cómo en algunos países el pueblo aplaude o canta para animar y agradecer el trabajo heroico de los trabajadores de la salud. Conocemos historias de personas que ofrecen de manera gratuita alimentos para los adultos mayores o gente necesitada. Las editoriales ponen a disposición algunos de sus libros sin costo alguno, fundaciones sin fines de lucro que proporcionan ayuda a los más necesitados. Taxistas que ofrecen traslados gratuitos al personal de la salud.

Nada será igual de aquí en adelante. Al final de esta pandemia cada uno de nosotros habremos de preguntarnos cómo esta experiencia nos ha transformado para intentar ser mujeres y hombres nuevos para reconfigurar el tejido social, para transitar a un mundo menos injusto, dejando atrás la violencia, la desigualdad y la falta de solidaridad. El coronavirus ha permitido que salgan a la luz historias tristes y desoladoras, pero también grandes acciones de altruismo y generosidad.