/ domingo 21 de febrero de 2021

Cambio de rumbo...

Si usted piensa que el siniestro mal que hoy nos aflige un día pasará, sin duda tiene razón. Porque es claro que más tarde o más temprano, esa pandemia dejará de atormentarnos. Veremos la luz al final del túnel; las muertes y los contagios irán disminuyendo, junto con la vacunación y tal vez la anhelada vuelta a la “normalidad” regresará a nuestras vidas.

Pero si usted cree que esa vida “normal” tal como la conocía, será la misma de antes, quiero decirle que quizás no sea así. Algo diferente tendrá necesariamente que ocurrir en el mundo, en el ambiente que nos rodea y en cada uno de nosotros. Y si no sabemos o queremos afrontarlo, estaremos engañando a nuestro corazón a sabiendas de que eso será inevitable. Porque si la pesadilla que aún vivimos no deja algún tipo de aprendizaje, de nada servirá la fuerte sacudida que nos produjo y que todavía padecemos.

Hasta ahora la “normalidad” había sido entendida por casi todos como un estado de relativa tranquilidad: poder salir a calle, saludar y visitar amigos y parientes, así como la posibilidad de comprar cosas, cuya posesión era considerada como señal de éxito. Se pensaba que la austeridad era signo de mediocridad y fracaso existencial; que el placer sin costo alguno y al alcance de la mano constituían el horizonte final de los sueños humanos y que las relaciones con los demás eran solo compromisos a corto plazo. El hombre vivía así contento en un mundo ilusorio en el que la felicidad solo tenía como divisa el “comamos y bebamos, que mañana moriremos” mientras que la trascendencia para muchos se reducía a nacer, vegetar, reproducirse y finalmente morir.

Pero era claro que en toda esa optimista “planeación estratégica” de la vida terrenal del ser humano, no estaba presente, por inútil, algo que incluyera al otro, como no fuera usarlo por conveniencia, sin ninguna señal de empatía, compasión o solidaridad, y mucho menos eso que algunos llaman ahora “responsabilidad social” o sentido humano. Solo el disfrute personal, el egoísmo sin límites y la búsqueda de satisfactores de los que “mucho” nunca sería “suficiente” Y esto puede explicar por qué, a pesar de tantos contagios, muertes y constantes amonestaciones para guardar las medidas sanitarias, muchos, autoridades incluidas, sigan en la fiesta y en la desobediencia a las normas, porque les ha importado solo su pequeño “ego” y no el bienestar común o el respeto a los demás.

Sin embargo, y espero que usted esté de acuerdo conmigo, el triste momento que vivimos nos exige un necesario cambio de rumbo. La propuesta de un verdadero aprendizaje sobre el sentido de la existencia que tristemente hemos olvidado. Nuestro mundo, agobiado ahora por la enfermedad, necesita más que nunca un giro radical en sus paradigmas.

A sus moradores les urge comprender, más allá de sus brillantes logros científicos y tecnológicos, que sus aprendizajes, además de productivos y competitivos, deben ser plenamente humanos; que les impulsen a saber más, pero también saber para qué; aprender mucho, pero comprender mejor. Un cambio, en fin, en el que cada uno de nosotros sepamos y queramos construir una nueva civilización planetaria a través de la búsqueda y el afortunado encuentro con los otros, nuestros hermanos.

En el siglo XVII Galileo se atrevió a desafiar el férreo dogmatismo medieval con argumentos científicos, lo que le significó persecución y cárcel, aunque siglos después se reconocieran sus descubrimientos como hombre de ciencia, y se le reivindicara. Con él llego la edad del conocimiento y el atrevimiento del ser humano en su deseo por saber más. El avance de la ciencia y el pensamiento crítico se hicieron entonces incontenibles. Y un ejemplo claro de ello es la rapidez con que se produjeron las vacunas que hoy necesitamos y que antes hubieran necesitado por lo menos el triple del tiempo para obtenerse.

Fue hasta fines del siglo XX e inicios del XXI que el hombre descubrió esa otra faceta de su naturaleza, hasta entonces menospreciada, pero que le dio la conciencia de su propia e inalienable necesidad de sentir, gestionar sus emociones y expresar sus sentimientos, sin detrimento de su naturaleza pensante y científica. Comenzó así la era de la inteligencia emocional, que trajo consigo el cultivo de la empatía, la solidaridad y la inclusión, ahora ya afortunadamente presentes en la vida de la sociedad, como una necesidad básica para el crecimiento integral del ser humano.

Por eso, tal vez nunca como ahora, los hombres hemos experimentado la urgencia de apoyarnos los unos a los otros en esta cruel adversidad que a todos nos ha tocado vivir, seres vulnerables como somos, y que busca hermanarnos, por la conciencia clara de que debemos abandonar nuestro pobre y triste ensimismamiento narcisista, porque al final, solamente unidos, podremos salvarnos incluso de nosotros mismos.

Einstein afirmó que ninguna travesía por la aventura humana tiene sentido si no se hace a través del amor y la compasión. Quizás esto explique por qué, cuando el hombre enfrenta situaciones difíciles como la que ahora vivimos, si solo lo hace desde el punto de vista de la ciencia y el raciocinio, pero no del humanismo, las respuestas que obtendrá serán siempre necesariamente incompletas.

Si usted piensa que el siniestro mal que hoy nos aflige un día pasará, sin duda tiene razón. Porque es claro que más tarde o más temprano, esa pandemia dejará de atormentarnos. Veremos la luz al final del túnel; las muertes y los contagios irán disminuyendo, junto con la vacunación y tal vez la anhelada vuelta a la “normalidad” regresará a nuestras vidas.

Pero si usted cree que esa vida “normal” tal como la conocía, será la misma de antes, quiero decirle que quizás no sea así. Algo diferente tendrá necesariamente que ocurrir en el mundo, en el ambiente que nos rodea y en cada uno de nosotros. Y si no sabemos o queremos afrontarlo, estaremos engañando a nuestro corazón a sabiendas de que eso será inevitable. Porque si la pesadilla que aún vivimos no deja algún tipo de aprendizaje, de nada servirá la fuerte sacudida que nos produjo y que todavía padecemos.

Hasta ahora la “normalidad” había sido entendida por casi todos como un estado de relativa tranquilidad: poder salir a calle, saludar y visitar amigos y parientes, así como la posibilidad de comprar cosas, cuya posesión era considerada como señal de éxito. Se pensaba que la austeridad era signo de mediocridad y fracaso existencial; que el placer sin costo alguno y al alcance de la mano constituían el horizonte final de los sueños humanos y que las relaciones con los demás eran solo compromisos a corto plazo. El hombre vivía así contento en un mundo ilusorio en el que la felicidad solo tenía como divisa el “comamos y bebamos, que mañana moriremos” mientras que la trascendencia para muchos se reducía a nacer, vegetar, reproducirse y finalmente morir.

Pero era claro que en toda esa optimista “planeación estratégica” de la vida terrenal del ser humano, no estaba presente, por inútil, algo que incluyera al otro, como no fuera usarlo por conveniencia, sin ninguna señal de empatía, compasión o solidaridad, y mucho menos eso que algunos llaman ahora “responsabilidad social” o sentido humano. Solo el disfrute personal, el egoísmo sin límites y la búsqueda de satisfactores de los que “mucho” nunca sería “suficiente” Y esto puede explicar por qué, a pesar de tantos contagios, muertes y constantes amonestaciones para guardar las medidas sanitarias, muchos, autoridades incluidas, sigan en la fiesta y en la desobediencia a las normas, porque les ha importado solo su pequeño “ego” y no el bienestar común o el respeto a los demás.

Sin embargo, y espero que usted esté de acuerdo conmigo, el triste momento que vivimos nos exige un necesario cambio de rumbo. La propuesta de un verdadero aprendizaje sobre el sentido de la existencia que tristemente hemos olvidado. Nuestro mundo, agobiado ahora por la enfermedad, necesita más que nunca un giro radical en sus paradigmas.

A sus moradores les urge comprender, más allá de sus brillantes logros científicos y tecnológicos, que sus aprendizajes, además de productivos y competitivos, deben ser plenamente humanos; que les impulsen a saber más, pero también saber para qué; aprender mucho, pero comprender mejor. Un cambio, en fin, en el que cada uno de nosotros sepamos y queramos construir una nueva civilización planetaria a través de la búsqueda y el afortunado encuentro con los otros, nuestros hermanos.

En el siglo XVII Galileo se atrevió a desafiar el férreo dogmatismo medieval con argumentos científicos, lo que le significó persecución y cárcel, aunque siglos después se reconocieran sus descubrimientos como hombre de ciencia, y se le reivindicara. Con él llego la edad del conocimiento y el atrevimiento del ser humano en su deseo por saber más. El avance de la ciencia y el pensamiento crítico se hicieron entonces incontenibles. Y un ejemplo claro de ello es la rapidez con que se produjeron las vacunas que hoy necesitamos y que antes hubieran necesitado por lo menos el triple del tiempo para obtenerse.

Fue hasta fines del siglo XX e inicios del XXI que el hombre descubrió esa otra faceta de su naturaleza, hasta entonces menospreciada, pero que le dio la conciencia de su propia e inalienable necesidad de sentir, gestionar sus emociones y expresar sus sentimientos, sin detrimento de su naturaleza pensante y científica. Comenzó así la era de la inteligencia emocional, que trajo consigo el cultivo de la empatía, la solidaridad y la inclusión, ahora ya afortunadamente presentes en la vida de la sociedad, como una necesidad básica para el crecimiento integral del ser humano.

Por eso, tal vez nunca como ahora, los hombres hemos experimentado la urgencia de apoyarnos los unos a los otros en esta cruel adversidad que a todos nos ha tocado vivir, seres vulnerables como somos, y que busca hermanarnos, por la conciencia clara de que debemos abandonar nuestro pobre y triste ensimismamiento narcisista, porque al final, solamente unidos, podremos salvarnos incluso de nosotros mismos.

Einstein afirmó que ninguna travesía por la aventura humana tiene sentido si no se hace a través del amor y la compasión. Quizás esto explique por qué, cuando el hombre enfrenta situaciones difíciles como la que ahora vivimos, si solo lo hace desde el punto de vista de la ciencia y el raciocinio, pero no del humanismo, las respuestas que obtendrá serán siempre necesariamente incompletas.