/ sábado 8 de junio de 2019

Columbia: 30 años. El sueño continúa...

Eva Margarita y yo éramos colegas en aquella escuela de jesuitas en Tampico, allá por los años 70. Impartíamos las clases de inglés y literatura española respectivamente. Ella además tenía una pequeña librería que atendía con éxito y diligencia, sin dejar de lado su obligación como esposa y madre responsable que era. Pero también tenía otros sueños. Y el que más ambicionaba realizar era el de crear una escuela que se convirtiera en una alternativa a nivel de excelencia en la oferta educativa que ya se hacía a la comunidad.

Menudita pero decidida, comprensiva pero enérgica, firme y tenaz en todo lo que se proponía y con esa idea ya definitivamente instalada en su mente y en su corazón, se propuso fundar una escuela bilingüe que además de tener una reconocida calidad académica, poseyera una característica especial: que la distinguiera, por su enfoque claro y formal, hacia el desarrollo, promoción y educación de los valores humanos, tarea por otra parte ardua y difícil en un mundo que parece privilegiar sólo lo que tiene precio y no lo que tiene valor.

Buscó entonces a alguien que pudiera asesorarla sobre ese tema, sin duda atractivo pero complejo, acerca de cómo diseñar, implementar e impartir un programa que incluyera los tres elementos fundamentales de todo proceso educativo: padres de familia, profesores y alumnos. Y que no se conformara con dar solamente pláticas esporádicas a padres de familia, pero que además fuera atractivo y sustentable para toda la comunidad escolar en su conjunto. Sin duda un proyecto complicado, pero sumamente gratificante. Y sobre todo benéfico para la sociedad a la que se pretendía servir.

Me invitó entonces a participar y me sentí orgulloso por ello, ya que siempre ha sido un tema que me apasiona. Sin embargo, yo sabía que, dadas mis responsabilidades en ese momento, ellas me mantendrían ocupado la mayor parte de mi tiempo. Y le puse sobre la mesa mis reticencias lo más claramente que pude, sobre todo en cuanto a mi disponibilidad para incorporarme de lleno al proyecto.

Cualquiera podría pensar que, dada la validez de mis razonamientos, ella habría aceptado que, efectivamente yo no podría participar totalmente en su sueño. Pero como antes dije, su tenacidad y su visión de futuro eran siempre definitivos. Aún recuerdo las palabras con las que cerró un compromiso unilateral que más parecía exigencia que acuerdo: "pues no sé cómo le vaya a hacer, pero necesito su aportación para este programa". Y su entereza venció a mi duda.

Así que puse en una balanza mi fe y su sinceridad, su esperanza cierta en la realización de su sueño y mi estar en paz con los míos, así como con mi propia vocación. Y decidí aceptar el reto con todo lo que ello involucraba, de tiempo, trabajo y compromiso.

Pude entonces ser testigo de que, con los solos ingredientes de la ilusión, Eva Margarita, su familia y el Consejo de Administración del futuro colegio, comenzaron a poner, junto con las cadenas de concreto y los ladrillos de la obra material, los valores inmateriales que darían sustento a todo el conjunto. Y todo ello subsiste aún como prueba de que ambos son posibles de lograr cuando se apoyan mutuamente en la realización de todo sueño humano. Porque finalmente es cierto que no puede haber excelencia educativa donde no hay también formación valoral.

El Colegio tiene ya 30 años y el programa de valores 25. Y estoy cierto que, desde su muy particular paraíso en el que sin duda se encuentra, mirará complacida esa obra, fruto de su sueño, continuado ahora por muchos, que, como ella, tuvieron un día la audacia de soñarlo.

Porque en verdad es cierto, que


la mejor manera que Dios nos dio para crecer es ayudar a crecer a otros”.

Eva Margarita y yo éramos colegas en aquella escuela de jesuitas en Tampico, allá por los años 70. Impartíamos las clases de inglés y literatura española respectivamente. Ella además tenía una pequeña librería que atendía con éxito y diligencia, sin dejar de lado su obligación como esposa y madre responsable que era. Pero también tenía otros sueños. Y el que más ambicionaba realizar era el de crear una escuela que se convirtiera en una alternativa a nivel de excelencia en la oferta educativa que ya se hacía a la comunidad.

Menudita pero decidida, comprensiva pero enérgica, firme y tenaz en todo lo que se proponía y con esa idea ya definitivamente instalada en su mente y en su corazón, se propuso fundar una escuela bilingüe que además de tener una reconocida calidad académica, poseyera una característica especial: que la distinguiera, por su enfoque claro y formal, hacia el desarrollo, promoción y educación de los valores humanos, tarea por otra parte ardua y difícil en un mundo que parece privilegiar sólo lo que tiene precio y no lo que tiene valor.

Buscó entonces a alguien que pudiera asesorarla sobre ese tema, sin duda atractivo pero complejo, acerca de cómo diseñar, implementar e impartir un programa que incluyera los tres elementos fundamentales de todo proceso educativo: padres de familia, profesores y alumnos. Y que no se conformara con dar solamente pláticas esporádicas a padres de familia, pero que además fuera atractivo y sustentable para toda la comunidad escolar en su conjunto. Sin duda un proyecto complicado, pero sumamente gratificante. Y sobre todo benéfico para la sociedad a la que se pretendía servir.

Me invitó entonces a participar y me sentí orgulloso por ello, ya que siempre ha sido un tema que me apasiona. Sin embargo, yo sabía que, dadas mis responsabilidades en ese momento, ellas me mantendrían ocupado la mayor parte de mi tiempo. Y le puse sobre la mesa mis reticencias lo más claramente que pude, sobre todo en cuanto a mi disponibilidad para incorporarme de lleno al proyecto.

Cualquiera podría pensar que, dada la validez de mis razonamientos, ella habría aceptado que, efectivamente yo no podría participar totalmente en su sueño. Pero como antes dije, su tenacidad y su visión de futuro eran siempre definitivos. Aún recuerdo las palabras con las que cerró un compromiso unilateral que más parecía exigencia que acuerdo: "pues no sé cómo le vaya a hacer, pero necesito su aportación para este programa". Y su entereza venció a mi duda.

Así que puse en una balanza mi fe y su sinceridad, su esperanza cierta en la realización de su sueño y mi estar en paz con los míos, así como con mi propia vocación. Y decidí aceptar el reto con todo lo que ello involucraba, de tiempo, trabajo y compromiso.

Pude entonces ser testigo de que, con los solos ingredientes de la ilusión, Eva Margarita, su familia y el Consejo de Administración del futuro colegio, comenzaron a poner, junto con las cadenas de concreto y los ladrillos de la obra material, los valores inmateriales que darían sustento a todo el conjunto. Y todo ello subsiste aún como prueba de que ambos son posibles de lograr cuando se apoyan mutuamente en la realización de todo sueño humano. Porque finalmente es cierto que no puede haber excelencia educativa donde no hay también formación valoral.

El Colegio tiene ya 30 años y el programa de valores 25. Y estoy cierto que, desde su muy particular paraíso en el que sin duda se encuentra, mirará complacida esa obra, fruto de su sueño, continuado ahora por muchos, que, como ella, tuvieron un día la audacia de soñarlo.

Porque en verdad es cierto, que


la mejor manera que Dios nos dio para crecer es ayudar a crecer a otros”.