/ miércoles 21 de julio de 2021

Con café y a media luz | De ciegos y cegueras

Recientemente compartí con usted un escrito titulado “Cuando el ciego ignora su ceguera”, en el que, palabras más o palabras menos, hacíamos una reflexión sobre la conducta de algunos seres humanos negados al encuentro de opiniones y, mucho menos, a aceptar todo aquello que pudiera enfrentarles al hecho de ver algún fenómeno social, político, religioso o natural, desde una perspectiva distinta a la que han defendido, fundamentados, por supuesto, en lo romo de su mirada, ya que eso pudiera representar el riesgo de comprender el equívoco.

Asimismo, recalcamos en ese escrito –como en muchos otros– que en el México contemporáneo se ha prodigado una apertura y una tolerancia como nunca se había tenido para manifestar cuando algo no nos parece o creemos que puede generar mejores resultados si se realiza de manera distinta y apuntamos, también, que esa libertad ha caído, para muchos, en un libertinaje de opinión y, curiosamente, para otros, en una censura cotidiana y malentendida. Ambos extremos empañan la oportunidad valiosa de opinar.

Curiosamente y, como dirían los que saben, “los extremos se tocan”. En este caso, no es la excepción. Los ciudadanos que se aventuran a manifestar sus ideas de forma sana, libre y con fundamentos reciben, tanto de los opinantes libertinos como de los censuradores ciegos, dos tipos de expresión: los insultos y las mentiras.

El primero de los casos no es muy complejo de explicar. Es mejor acallar con ofensas las posturas contrarias. ¿Para qué debatirlas? ¿Para qué molestarse en buscar razones más allá de nuestro propio criterio parcial y autocomplaciente? ¡Es mejor lanzar una tanda de adjetivos ofensivos que, a la postre, terminan sonando tan huecos como el juicio que los cimienta! Una retahíla de epítetos que busquen demeritar o poner en entredicho la inteligencia de aquel que, de la noche a la mañana, consideran su rival, por el mero hecho de pensar distinto, no es más que la manifestación vacía e inútil que sucede cuando los dichos se enfrentan con los hechos. Cuando el sonido de las palabras es opacado por el ruido de la realidad.

Esta situación revive una de mis memorias más agradables. De las lecturas que más disfrutaba cuando niño, era la serie de "Los Agachados" de Rius, bien recuerdo que el genial Alberto del Río explicaba con atino el uso de este recurso -el de los calificativos denigrantes- en una edición relativa a la riqueza del español y los “mexicanismos” y las razones -miedo, ignorancia y enojo- por las que se usan.

En este sexenio hemos visto cómo este hecho se ha sublevado entre la población. “Chairos”, “fifís”, “chayoteros”, “changos”, etcétera y, en todos los casos aparecen como protagonistas los tres factores arriba citados. Lo que nos ha llevado a caer en la “cómoda incomodidad” del silencio forzado o de la declaración censurada.

Cuando los insultos no bastan. Cuando denigrar no es suficiente. Cuando la agresión a la inteligencia es tan poca como para mitigar el ardor que los dichos han causado en la conciencia, se debe emplear el segundo de los recursos: las mentiras.

Pareciera que hay que mentir. Y aquellos negados lo hacen, no por el hecho de faltar a la autenticidad sino porque están convencidos de que lo que dicen es la verdad pura. Una realidad diáfana, prístina, sin cortapisas, sin claroscuros y sin lugar para las medias tintas.

Minimizan cifras cuando así es conveniente y las exageran cuando el contexto ha cambiado, sin reflexionar en qué están diciendo. Generalizan su opinión y aseguran hablar por muchos, aunque lo único que suene sea su voz. Retratan realidades que describen por ser testigos de ella más no protagonistas de esta. Y, la gran mayoría, de las veces, terminan cayendo en el entredicho de sus propias opiniones.

Para describir lo anterior, cito como ejemplo un pequeño detalle que me acaba de suceder. Según cifras oficiales de los más de 123 millones de mexicanos que había en el 2018, solo 89 millones estaban inscritos en el padrón electoral. De esa población, acudieron a votar en la jornada electoral por la presidencia del país, un total de 56 millones. De ese último dato, el 53. 19 % fue en favor del actual mandatario, lo que representó 30 millones 113 mil 483 sufragios. Pues bien, alguien me acaba de asegurar que fueron 60 millones de votos los que recibió el hombre originario de Macuspana. En otras palabras, el 107% del universo total de votantes apoyaron a Andrés Manuel López Obrador. Si esta situación fuera real, estaríamos cayendo en la usanza de la política de antaño que tanto se empeñan en señalar que ahora es distinta.

Empero, insisto, no ocurre por faltar a la verdad, sino por el hecho de que así se percibe la realidad y no hay tolerancia ni respeto por las opiniones contrarias que nos puedan enfrentar a un cruel descalabro o, también hay que decirlo, refrendar como cierto lo que se considera como tal.

Para concluir, si bien es cierto que la agenda nacional se genera desde palacio por la consideración de una sola persona y no hay más opciones, también es verdad que la censura y la crítica han sido los coprotagonistas en este escenario, que se ha vuelto un tinglado de cuestionables decisiones y promesas sin cumplir, sin embargo, ninguno de estos hechos ha sido tan lamentable como la autocensura entre mexicanos.

Quizá y, como en otros momentos de la historia, nos han dado algo que nunca hemos tenido y, por tanto, no sabemos utilizar. En este caso, la libertad para opinar y la obligación de escuchar respetuosamente.

¡Y hasta aquí!, pues como decía cierto periodista: “El tiempo apremia y el espacio se agota”.

Escríbame a: licajimenezmcc@hotmail.com

Y recuerde, será un gran día.

Recientemente compartí con usted un escrito titulado “Cuando el ciego ignora su ceguera”, en el que, palabras más o palabras menos, hacíamos una reflexión sobre la conducta de algunos seres humanos negados al encuentro de opiniones y, mucho menos, a aceptar todo aquello que pudiera enfrentarles al hecho de ver algún fenómeno social, político, religioso o natural, desde una perspectiva distinta a la que han defendido, fundamentados, por supuesto, en lo romo de su mirada, ya que eso pudiera representar el riesgo de comprender el equívoco.

Asimismo, recalcamos en ese escrito –como en muchos otros– que en el México contemporáneo se ha prodigado una apertura y una tolerancia como nunca se había tenido para manifestar cuando algo no nos parece o creemos que puede generar mejores resultados si se realiza de manera distinta y apuntamos, también, que esa libertad ha caído, para muchos, en un libertinaje de opinión y, curiosamente, para otros, en una censura cotidiana y malentendida. Ambos extremos empañan la oportunidad valiosa de opinar.

Curiosamente y, como dirían los que saben, “los extremos se tocan”. En este caso, no es la excepción. Los ciudadanos que se aventuran a manifestar sus ideas de forma sana, libre y con fundamentos reciben, tanto de los opinantes libertinos como de los censuradores ciegos, dos tipos de expresión: los insultos y las mentiras.

El primero de los casos no es muy complejo de explicar. Es mejor acallar con ofensas las posturas contrarias. ¿Para qué debatirlas? ¿Para qué molestarse en buscar razones más allá de nuestro propio criterio parcial y autocomplaciente? ¡Es mejor lanzar una tanda de adjetivos ofensivos que, a la postre, terminan sonando tan huecos como el juicio que los cimienta! Una retahíla de epítetos que busquen demeritar o poner en entredicho la inteligencia de aquel que, de la noche a la mañana, consideran su rival, por el mero hecho de pensar distinto, no es más que la manifestación vacía e inútil que sucede cuando los dichos se enfrentan con los hechos. Cuando el sonido de las palabras es opacado por el ruido de la realidad.

Esta situación revive una de mis memorias más agradables. De las lecturas que más disfrutaba cuando niño, era la serie de "Los Agachados" de Rius, bien recuerdo que el genial Alberto del Río explicaba con atino el uso de este recurso -el de los calificativos denigrantes- en una edición relativa a la riqueza del español y los “mexicanismos” y las razones -miedo, ignorancia y enojo- por las que se usan.

En este sexenio hemos visto cómo este hecho se ha sublevado entre la población. “Chairos”, “fifís”, “chayoteros”, “changos”, etcétera y, en todos los casos aparecen como protagonistas los tres factores arriba citados. Lo que nos ha llevado a caer en la “cómoda incomodidad” del silencio forzado o de la declaración censurada.

Cuando los insultos no bastan. Cuando denigrar no es suficiente. Cuando la agresión a la inteligencia es tan poca como para mitigar el ardor que los dichos han causado en la conciencia, se debe emplear el segundo de los recursos: las mentiras.

Pareciera que hay que mentir. Y aquellos negados lo hacen, no por el hecho de faltar a la autenticidad sino porque están convencidos de que lo que dicen es la verdad pura. Una realidad diáfana, prístina, sin cortapisas, sin claroscuros y sin lugar para las medias tintas.

Minimizan cifras cuando así es conveniente y las exageran cuando el contexto ha cambiado, sin reflexionar en qué están diciendo. Generalizan su opinión y aseguran hablar por muchos, aunque lo único que suene sea su voz. Retratan realidades que describen por ser testigos de ella más no protagonistas de esta. Y, la gran mayoría, de las veces, terminan cayendo en el entredicho de sus propias opiniones.

Para describir lo anterior, cito como ejemplo un pequeño detalle que me acaba de suceder. Según cifras oficiales de los más de 123 millones de mexicanos que había en el 2018, solo 89 millones estaban inscritos en el padrón electoral. De esa población, acudieron a votar en la jornada electoral por la presidencia del país, un total de 56 millones. De ese último dato, el 53. 19 % fue en favor del actual mandatario, lo que representó 30 millones 113 mil 483 sufragios. Pues bien, alguien me acaba de asegurar que fueron 60 millones de votos los que recibió el hombre originario de Macuspana. En otras palabras, el 107% del universo total de votantes apoyaron a Andrés Manuel López Obrador. Si esta situación fuera real, estaríamos cayendo en la usanza de la política de antaño que tanto se empeñan en señalar que ahora es distinta.

Empero, insisto, no ocurre por faltar a la verdad, sino por el hecho de que así se percibe la realidad y no hay tolerancia ni respeto por las opiniones contrarias que nos puedan enfrentar a un cruel descalabro o, también hay que decirlo, refrendar como cierto lo que se considera como tal.

Para concluir, si bien es cierto que la agenda nacional se genera desde palacio por la consideración de una sola persona y no hay más opciones, también es verdad que la censura y la crítica han sido los coprotagonistas en este escenario, que se ha vuelto un tinglado de cuestionables decisiones y promesas sin cumplir, sin embargo, ninguno de estos hechos ha sido tan lamentable como la autocensura entre mexicanos.

Quizá y, como en otros momentos de la historia, nos han dado algo que nunca hemos tenido y, por tanto, no sabemos utilizar. En este caso, la libertad para opinar y la obligación de escuchar respetuosamente.

¡Y hasta aquí!, pues como decía cierto periodista: “El tiempo apremia y el espacio se agota”.

Escríbame a: licajimenezmcc@hotmail.com

Y recuerde, será un gran día.