/ viernes 28 de febrero de 2020

Con café y a media luz | El riesgo de la ceguera

Tenía, aproximadamente, 15 años. Por alguna razón que en estos momentos se escapa de mi memoria, caminaba por las calles de Ciudad Madero a muy altas horas de la noche. La ausencia de energía eléctrica, producto de un cortocircuito había oscurecido las calles de la urbe petrolera más de lo acostumbrado. Ningún vehículo pasaba por allí para alumbrar un poco con sus faros. Yo solo podía escuchar el sonido de mis zapatos chocando contra el frío cemento de las banquetas.

Metros más delante de mí, una mujer avanzaba evidentemente atemorizada. Entre las sombras, pude ver cómo buscaba algo en el interior de su bolso de mano con desesperación. Tomó lo que deseaba y aceleró el paso, sin percatarse que un objeto cuadrado había caído al piso proveniente del interior de su cartera, dejándolo atrás.

Cuando llegué al punto en el que se había quedado abandonada aquella cosa, pude ver que era la billetera de la dama quien ya se escapaba de mi vista. Cogí el monedero y apresuré la marcha para tratar de lograr a la mujer. Sin embargo, al sentirse seguida y antes de que me permitiera emitir palabra alguna, intempestivamente cruzó hacia la banqueta de enfrente. Yo hice lo mismo.

Al arribar a la acera contraria, le dije con una voz adolescente que trataba de lucir como la de un adulto: “¡Oiga, su billetera!” Ante eso, la señora abrazó la bolsa y empezó a correr despavorida, como si este que le escribe, fuera la personificación del mismísimo demonio. Al ver que la fémina corría, yo también emprendí la carrera, en un afán infantil de “hacerle un bien” y, mientras sucedía la persecución benefactora, yo seguía repitiéndole: “¡Su billetera! ¡Su billetera!”

Dobló la esquina y se metió a un domicilio lanzando un terrible grito. Inmediatamente, del interior, me salió al paso un individuo quien se interpuso heroicamente, mientras que yo, jadeante y doblado por la falta de aire, le mostré con una mano el objeto de la mujer, mientras que con la otra le apuntaba el lugar en el que la encontré. El caballero la tomó, la abrió y después comprendió el lamentable error. De inmediato llamó a la fémina y al decirle lo acontecido, ella rió estrepitosamente. Era el principio de los noventas, valía reírse. Faltarían muchos años más para que Tampico entrara en una época de terror inolvidable.

Curiosa y tristemente, una vez que dieron inicio esos tiempos oscuros, se volvieron cada vez más comunes mientras transcurrían, hasta adoptarlos como parte de una normalidad cada vez más propia de una identidad que, aunque no la deseábamos terminamos por incluirla, asimilarla y, en algunos casos, hasta presumirla. Este fenómeno terminó por volverse invisible a nuestros ojos.

Tuvo que ocurrir una serie de horrores más para que la sociedad despertara de una especie de letargo que, como lo dije en el párrafo anterior, aunque negado y repudiable, se volvió común. Así y después de ser solamente un rumor, el grito social se volvió exigencia que obligó a las autoridades a emprender una lucha que para algunos era necesaria y, para otros, desmedida.

Muy pronto, la estrategia del gobierno de ese entonces, asumida como una solución definitiva, vivió la misma descontextualización o desensibilización social, según se quiera ver, que el fenómeno delincuencial que trataba de erradicar, por ello, vivimos un bombardeo mediático con frases como “En la guerra contra el crimen organizado, aunque no lo parezca, estamos avanzando”, con el fin de que la sociedad no “pasara por alto” la batalla que había emprendido la administración calderonista.

Hoy, me preocupa que el grito del género femenino pase por el mismo trance y así como estuvimos ciegos –socialmente hablando– ante la violencia física, verbal y psicológica que vivieron las mujeres durante generaciones, también caigamos en una especie de extravío ante la ola de llamados de justicia que los diferentes sectores de féminas están realizando a través de los diversos medios tradicionales públicos, privados y digitales para dar un giro a la situación que tanto les aqueja.

Me angustia pensar que llegará el momento en que digamos que una manifestación por la paz, en favor de las mujeres, por el respeto a la vida, por preservar la inocencia de los niños son cosas “comunes”, eventos de “todos los días” y peor, que empecemos a desarrollar esa ceguera, esa obnubilación social que nos impide apreciar la magnitud del problema en su dimensión real y en los contextos debidos.

Estamos a poco más de una semana de un paro nacional que ya no es posible detener, en el que se han sumado personajes, dependencias, institutos, organismos y asociaciones civiles que dejarán en claro cuál es la realidad que vive –o sufre– el género femenino.

Las preguntas que me asaltan son ¿Es el medio?, ¿Habrá resultados?, ¿Si este es el principio veremos paros nacionales más constantes?

El 9 de marzo es un parteaguas de información social que lo mismo unirá a este país en varios sentidos que pudiera causar división de opiniones. Más allá de eso, ojalá y que, con el tiempo, nunca pase desapercibido.

¡Y hasta aquí, pues como decía un periodista, el tiempo apremia y el espacio se agota!

Tenía, aproximadamente, 15 años. Por alguna razón que en estos momentos se escapa de mi memoria, caminaba por las calles de Ciudad Madero a muy altas horas de la noche. La ausencia de energía eléctrica, producto de un cortocircuito había oscurecido las calles de la urbe petrolera más de lo acostumbrado. Ningún vehículo pasaba por allí para alumbrar un poco con sus faros. Yo solo podía escuchar el sonido de mis zapatos chocando contra el frío cemento de las banquetas.

Metros más delante de mí, una mujer avanzaba evidentemente atemorizada. Entre las sombras, pude ver cómo buscaba algo en el interior de su bolso de mano con desesperación. Tomó lo que deseaba y aceleró el paso, sin percatarse que un objeto cuadrado había caído al piso proveniente del interior de su cartera, dejándolo atrás.

Cuando llegué al punto en el que se había quedado abandonada aquella cosa, pude ver que era la billetera de la dama quien ya se escapaba de mi vista. Cogí el monedero y apresuré la marcha para tratar de lograr a la mujer. Sin embargo, al sentirse seguida y antes de que me permitiera emitir palabra alguna, intempestivamente cruzó hacia la banqueta de enfrente. Yo hice lo mismo.

Al arribar a la acera contraria, le dije con una voz adolescente que trataba de lucir como la de un adulto: “¡Oiga, su billetera!” Ante eso, la señora abrazó la bolsa y empezó a correr despavorida, como si este que le escribe, fuera la personificación del mismísimo demonio. Al ver que la fémina corría, yo también emprendí la carrera, en un afán infantil de “hacerle un bien” y, mientras sucedía la persecución benefactora, yo seguía repitiéndole: “¡Su billetera! ¡Su billetera!”

Dobló la esquina y se metió a un domicilio lanzando un terrible grito. Inmediatamente, del interior, me salió al paso un individuo quien se interpuso heroicamente, mientras que yo, jadeante y doblado por la falta de aire, le mostré con una mano el objeto de la mujer, mientras que con la otra le apuntaba el lugar en el que la encontré. El caballero la tomó, la abrió y después comprendió el lamentable error. De inmediato llamó a la fémina y al decirle lo acontecido, ella rió estrepitosamente. Era el principio de los noventas, valía reírse. Faltarían muchos años más para que Tampico entrara en una época de terror inolvidable.

Curiosa y tristemente, una vez que dieron inicio esos tiempos oscuros, se volvieron cada vez más comunes mientras transcurrían, hasta adoptarlos como parte de una normalidad cada vez más propia de una identidad que, aunque no la deseábamos terminamos por incluirla, asimilarla y, en algunos casos, hasta presumirla. Este fenómeno terminó por volverse invisible a nuestros ojos.

Tuvo que ocurrir una serie de horrores más para que la sociedad despertara de una especie de letargo que, como lo dije en el párrafo anterior, aunque negado y repudiable, se volvió común. Así y después de ser solamente un rumor, el grito social se volvió exigencia que obligó a las autoridades a emprender una lucha que para algunos era necesaria y, para otros, desmedida.

Muy pronto, la estrategia del gobierno de ese entonces, asumida como una solución definitiva, vivió la misma descontextualización o desensibilización social, según se quiera ver, que el fenómeno delincuencial que trataba de erradicar, por ello, vivimos un bombardeo mediático con frases como “En la guerra contra el crimen organizado, aunque no lo parezca, estamos avanzando”, con el fin de que la sociedad no “pasara por alto” la batalla que había emprendido la administración calderonista.

Hoy, me preocupa que el grito del género femenino pase por el mismo trance y así como estuvimos ciegos –socialmente hablando– ante la violencia física, verbal y psicológica que vivieron las mujeres durante generaciones, también caigamos en una especie de extravío ante la ola de llamados de justicia que los diferentes sectores de féminas están realizando a través de los diversos medios tradicionales públicos, privados y digitales para dar un giro a la situación que tanto les aqueja.

Me angustia pensar que llegará el momento en que digamos que una manifestación por la paz, en favor de las mujeres, por el respeto a la vida, por preservar la inocencia de los niños son cosas “comunes”, eventos de “todos los días” y peor, que empecemos a desarrollar esa ceguera, esa obnubilación social que nos impide apreciar la magnitud del problema en su dimensión real y en los contextos debidos.

Estamos a poco más de una semana de un paro nacional que ya no es posible detener, en el que se han sumado personajes, dependencias, institutos, organismos y asociaciones civiles que dejarán en claro cuál es la realidad que vive –o sufre– el género femenino.

Las preguntas que me asaltan son ¿Es el medio?, ¿Habrá resultados?, ¿Si este es el principio veremos paros nacionales más constantes?

El 9 de marzo es un parteaguas de información social que lo mismo unirá a este país en varios sentidos que pudiera causar división de opiniones. Más allá de eso, ojalá y que, con el tiempo, nunca pase desapercibido.

¡Y hasta aquí, pues como decía un periodista, el tiempo apremia y el espacio se agota!