Recientemente le presenté a usted, gentil amigo lector, un comentario en torno a las declaraciones vertidas en las redes sociales por la rectora de una casa de estudios de nivel superior en la zona sur de Tamaulipas, en las cuales condenaba las condiciones lamentables de aprendizaje que manifestaban a través de la evaluación Ceneval, los estudiantes que aspiraban a ingresar a la formación profesionalizante.
Después de que EL SOL DE TAMPICO hiciera público el escrito, a mi correo electrónico llegaron mensajes de varios representantes de nuestra comunidad de los órdenes académico, social y científico declarando sentirse verdaderamente preocupados por un fenómeno creciente que pareciera incrementarse de forma directamente proporcional con el transcurrir de los últimos años.
Debo aclarar que ninguna de las personas que me escribió me permitió expresamente dar a conocer sus generales o mencionar su nombre o pseudónimos, por tanto, es mi obligación mantener los datos en la discrecionalidad propia que se enmarca en el ejercicio de la profesión periodística y por la ética organizacional de una empresa mediática formalmente establecida.
El primero de ellos fue de un profesor de nivel medio que, en un tono de justificación, me señalaba que “los maestros en secundaria y en preparatoria hacemos los mayores esfuerzos para poder enseñar las materias a los jovencitos”. Más adelante, abundó de la siguiente manera “…en nuestros días, además de la rebeldía natural de la adolescencia hoy, los jóvenes están formados en una especie de libertinaje aceptado por los padres y moldeado por los mensajes que ven en el internet”.
El catedrático -a quien le agradezco su mensaje- expresó en su correo un detalle aún más preocupante con las siguientes palabras “… algunos muchachos están negados a aprender en la formalidad de la escuela porque eso implica un esfuerzo que ya no desean realizar… es más fácil grabarse con el celular diciendo o haciendo tonterías esperando que su video se vuelva viral y aspiran a ganar dinero de esa manera”.
Y, poco antes de despedirse aceptó que “… sabemos que, aunque no todos, la gran mayoría de los estudiantes que egresan de la educación preparatoria intentan entrar a la universidad con severas deficiencias y sabemos que los institutos deben minimizar sus condiciones de ingreso para que puedan dar cabida a los aspirantes, de lo contrario se quedan sin alumnos…. Pero como le dije, amigo Agustín, en los bachilleratos hacemos lo que podemos luchando contra el celular, las redes sociales, los videojuegos y una marcada falta de interés por la formalidad de la escuela”.
En ese mismo día, por la tarde, recibí un mensaje de un buen amigo que se destaca por su quehacer médico en la zona y su opinión está fundamentada en su vasto conocimiento científico. Él me recalcó un detalle que viene a reforzar lo dicho por el docente del caso anterior.
El facultativo me explicó que la comunidad médica está reconociendo un trastorno severo de ansiedad en niños y jóvenes de todo el mundo llamado “nomofobia”, que es “el miedo a quedarse sin celular”. Según abundó el doctor, dicho término se acuñó por el acrónimo formado por el concepto de lengua inglesa “no móvil”, que se pudiera traducir de forma literal como “sin celular”. Este fenómeno desplaza a aquel que se vivió en los años setenta y ochenta de la llamada “nana televisión” y la angustia de no tener este aparato en casa.
Las consecuencias que estamos viendo en niños y jóvenes son cada vez más graves y están detonando en cosas como lo dicho por la rectora que mencionamos en la entrega pasada. El mismo médico me lanza varias cuestiones y premisas al respecto que enmarcan su atinado punto de vista: “¿Dónde están los progenitores que deben hacerse responsables del menor?” y me plantea “…los padres de familia están actuando mal… entregan el celular y las tabletas para que el niño se entretenga; para que no dé lata o porque está de moda”.
En el último párrafo también debo agregar que hay hay papás que hasta aplauden porque el niño o niña ya aprendió a desbloquear el celular, entrar a la plataforma de videos y reproducir alguno de estos contenidos, dejando de lado -y casi en el olvido- a la lectura, el ejercicio y la convivencia humana.
Estos últimos hábitos permitirán al adolescente desarrollar su capacidad cognitiva en la escuela, mantener la salud y evitar cuestiones como la diabetes y la obesidad infantil y, por último, incorporarse educada y respetuosamente en la dinámica de una comunidad que se debe regir por un orden establecido.
Asimismo -y por cuenta propia- consulté a un conocido que se desempeña como profesional de la psicología y me explicó que este no es el único trastorno reconocido por la comunidad científica, sino que, además, existe el llamado “FOMOS”, por sus siglas del concepto estadounidense “fear of missing out streaming”, o en español “Miedo a quedarse sin streaming”.
Hablamos de un trastorno de ansiedad detectado en América que tiene su origen en la carestía de acceso a plataformas de reproducción de películas o de videos por internet. Este fenómeno se ha detectado, principalmente en adultos jóvenes a partir de los 18 años. Dicho sea de paso, es la generación que acaba de presentar el examen Ceneval. Lo más preocupante es que está empezando a manifestarse en adolescentes y niños.
Sin duda alguna, los padres de familia y los maestros debemos estar más al pendiente, no solo de la información que consumen las nuevas generaciones en los teléfonos celulares, sino también en controlar el tiempo en el que acceden a estos equipos y promover el desarrollo de los hábitos de estudio y de desempeño físico.
De lo contrario, en un futuro inmediato estaremos lidiando con generaciones enfermas, débiles y de lento aprendizaje. Perdone, por favor, lo crítico de esta última sentencia.
¡Y hasta aquí!, pues como decía cierto periodista: “El tiempo apremia y el espacio se agota”. Escríbame, y recuerde, será un gran día.
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