/ lunes 3 de mayo de 2021

Con café y a media luz | Evitemos la ceguera y la sordera

En lugares cercanos a la zona sur de Tamaulipas en los que tuve la fortuna de trabajar para firmas televisivas y radiofónicas, la llegada de la época de campañas desataba, curiosamente, entre la población, una “enfermedad” extraña, la cual, durante esos días, volvía a sus miembros un tanto ciegos y, otro tanto, sordos.

Como si fuera la única manera de sobrevivir, los habitantes de esa tierra se desperdigaban de forma inmediata para, posteriormente, congregarse por colores, filosofías y se registraban en escaparates políticos. Una vez dentro, se formaban subgrupos de acuerdo con el interés personal de hacer equipo con un precandidato. Era hasta cierto punto irrisorio que, aquellos que a la postre veían a su representante salir de la contienda, buscaban acomodo en derredor de aquel que ganaba “la interna”.

De un instante al otro, aparecen los síntomas de ese extraño mal. El primero de ellos consistía en hacer notar cualquier relación posible con el candidato. Uno era su compadre; el otro, su amigo de la infancia; aquel de allá lo conoció cuando empezaba; ese era hermano de la que fue su secretaria; ese del fondo “le bajó” la novia cuando eran jóvenes, pero solo fue por hacerle un favor porque la chamaca no le convenía, y así sucesivamente.

Después viene la glorificación o ceguera selectiva. Ese segundo síntoma consiste en ver, únicamente, las virtudes y cualidades del candidato. Los miembros del equipo de campaña y demás afiliados de menor rango pechan con singular alegría todas estas características del indiciado. Se escuchan frases como: “Es un buen hombre”. “Es tan honesto”. “Siempre ha estado al servicio del pueblo”, al punto de que hay quien asegura que “Una vez sanó a un enfermo”.

Asimismo, aparece la sordera parcial. Esto se puede observar con claridad cuando el paciente solo escucha loas, vítores, porras y celebraciones para el personaje por el que siente simpatía. Los señalamientos, las críticas y los descréditos –fundamentados o no– simplemente no son atendidos o escuchados y pasan por alto.

Estos síntomas se intensifican y alcanzan tintes de gravedad cuando el contagiado habla del candidato rival, pues a la ceguera y sordera selectivas se le suma algo que aún no cuenta con un nombre oficial, aunque bien pudiéramos llamarlo “verborrea infamante catastrófica”, que es identificable porque el paciente solo escucha, ve y repite lo terrible y lamentable que sería si “fulano” llega al puesto que desea, pues con todos los defectos, ilícitos y negro pasado que lleva a cuestas, es garante de producir la peor catástrofe en la historia de la humanidad.

Los “contagiados” empezaban una dolorosa recuperación cuando concluía la contienda pues, aquellos que acompañaron a los derrotados se daban cuenta del tiempo, recursos y esfuerzo malgastados. Hacían un recuento del “habría” con lo que se desperdició y, casi a la par, también contabilizaban “los hubiera” en caso de estar en el poder junto “a su gallo”.

No obstante, esta “recuperación” no era privilegio de aquellos que se toparon de frente con el fracaso. Para muchos acompañantes “triunfadores” ocurría algo similar pues, al final, nadie se acordaba de su “participación”. No alcanzaba el presupuesto para crear la vacante que les habían prometido. Les decían que había que esperar o que apenas se estaban acomodando a otras personas que están delante de ellos y, de poco –o de nada– servían las relaciones personales que presumían al principio de la contienda. En ese compás de espera, volvían a sus actividades y pasaban por el mismo trance que aquellos derrotados. En ambos casos, los “habría” se quedan y los “hubiera” se van sepultando poco a poco en la memoria. Las pérdidas –amistades, recursos, horas invertidas– se cuantifican y el déficit es tan lamentable que, en ocasiones, es imposible de recuperarse de semejante desfalco.

Sin necesidad de ser especialista o experto en la materia, le puedo comentar, gentil amigo lector, que esta enfermedad, para mi sorpresa, está apareciendo en Tampico, Madero y Altamira, con todos sus síntomas y lamentables consecuencias. Lo anterior lo pude constatar al hacer un pequeño experimento con un buen amigo al que un político de la zona “le endulzó” el oído.

Mi camarada me envió un mensaje pidiéndome que promocionara en mis redes a “su candidato”, aceptara recibirlo en mi casa y platicar con él. Me comentó que el equipo de campaña vendría y que tomarían fotos, etcétera. Le respondí que con gusto le “haría el favor” de atender al político. Después, le dije, refiriéndome al candidato rival: “Yo también te quiero pedir un favor. ¿Le pudieras dar ‘like’ a la página de fulano?”

Mi compañero de aventuras –que seguramente está leyendo la columna– desató su furia y me reclamó duramente tal petición. Manifestó uno a uno los síntomas de la enfermedad. Glorificó a “su candidato”. Denigró al otro contendiente. Reprochó mi preferencia política. Censuró el historial del abanderado rival y celebró los éxitos pasados de aquel que él seguía. Su retahíla de argumentos fue rematada con la frase: “¡No sabes lo que va a pasar si ese hombre llega al puesto! ¡Será lo peor que le pueda pasar a esta ciudad!”

Por último, me pidió que me olvidara de la visita, de la entrevista y hasta de su amistad. Colgó el teléfono y mientras escuchaba el tono intermitente que identifica a una llamada concluida, me quedé pensando que a muchos nos está enfermando la política. Una actividad que nos debería unir en el respeto, la tolerancia y la concordia en aras del bien común, nos está separando. Nos estamos volviendo ciegos y sordos por las campañas. No vayamos a perder lo que tenemos por la pasión y el fanatismo y lo queramos recuperar cuando sea demasiado tarde.

¡Y hasta aquí!, pues como decía cierto periodista: “El tiempo apremia y el espacio se agota”.

Escríbame a: licajimenezmcc@hotmail.com

Y recuerde, será un gran día

En lugares cercanos a la zona sur de Tamaulipas en los que tuve la fortuna de trabajar para firmas televisivas y radiofónicas, la llegada de la época de campañas desataba, curiosamente, entre la población, una “enfermedad” extraña, la cual, durante esos días, volvía a sus miembros un tanto ciegos y, otro tanto, sordos.

Como si fuera la única manera de sobrevivir, los habitantes de esa tierra se desperdigaban de forma inmediata para, posteriormente, congregarse por colores, filosofías y se registraban en escaparates políticos. Una vez dentro, se formaban subgrupos de acuerdo con el interés personal de hacer equipo con un precandidato. Era hasta cierto punto irrisorio que, aquellos que a la postre veían a su representante salir de la contienda, buscaban acomodo en derredor de aquel que ganaba “la interna”.

De un instante al otro, aparecen los síntomas de ese extraño mal. El primero de ellos consistía en hacer notar cualquier relación posible con el candidato. Uno era su compadre; el otro, su amigo de la infancia; aquel de allá lo conoció cuando empezaba; ese era hermano de la que fue su secretaria; ese del fondo “le bajó” la novia cuando eran jóvenes, pero solo fue por hacerle un favor porque la chamaca no le convenía, y así sucesivamente.

Después viene la glorificación o ceguera selectiva. Ese segundo síntoma consiste en ver, únicamente, las virtudes y cualidades del candidato. Los miembros del equipo de campaña y demás afiliados de menor rango pechan con singular alegría todas estas características del indiciado. Se escuchan frases como: “Es un buen hombre”. “Es tan honesto”. “Siempre ha estado al servicio del pueblo”, al punto de que hay quien asegura que “Una vez sanó a un enfermo”.

Asimismo, aparece la sordera parcial. Esto se puede observar con claridad cuando el paciente solo escucha loas, vítores, porras y celebraciones para el personaje por el que siente simpatía. Los señalamientos, las críticas y los descréditos –fundamentados o no– simplemente no son atendidos o escuchados y pasan por alto.

Estos síntomas se intensifican y alcanzan tintes de gravedad cuando el contagiado habla del candidato rival, pues a la ceguera y sordera selectivas se le suma algo que aún no cuenta con un nombre oficial, aunque bien pudiéramos llamarlo “verborrea infamante catastrófica”, que es identificable porque el paciente solo escucha, ve y repite lo terrible y lamentable que sería si “fulano” llega al puesto que desea, pues con todos los defectos, ilícitos y negro pasado que lleva a cuestas, es garante de producir la peor catástrofe en la historia de la humanidad.

Los “contagiados” empezaban una dolorosa recuperación cuando concluía la contienda pues, aquellos que acompañaron a los derrotados se daban cuenta del tiempo, recursos y esfuerzo malgastados. Hacían un recuento del “habría” con lo que se desperdició y, casi a la par, también contabilizaban “los hubiera” en caso de estar en el poder junto “a su gallo”.

No obstante, esta “recuperación” no era privilegio de aquellos que se toparon de frente con el fracaso. Para muchos acompañantes “triunfadores” ocurría algo similar pues, al final, nadie se acordaba de su “participación”. No alcanzaba el presupuesto para crear la vacante que les habían prometido. Les decían que había que esperar o que apenas se estaban acomodando a otras personas que están delante de ellos y, de poco –o de nada– servían las relaciones personales que presumían al principio de la contienda. En ese compás de espera, volvían a sus actividades y pasaban por el mismo trance que aquellos derrotados. En ambos casos, los “habría” se quedan y los “hubiera” se van sepultando poco a poco en la memoria. Las pérdidas –amistades, recursos, horas invertidas– se cuantifican y el déficit es tan lamentable que, en ocasiones, es imposible de recuperarse de semejante desfalco.

Sin necesidad de ser especialista o experto en la materia, le puedo comentar, gentil amigo lector, que esta enfermedad, para mi sorpresa, está apareciendo en Tampico, Madero y Altamira, con todos sus síntomas y lamentables consecuencias. Lo anterior lo pude constatar al hacer un pequeño experimento con un buen amigo al que un político de la zona “le endulzó” el oído.

Mi camarada me envió un mensaje pidiéndome que promocionara en mis redes a “su candidato”, aceptara recibirlo en mi casa y platicar con él. Me comentó que el equipo de campaña vendría y que tomarían fotos, etcétera. Le respondí que con gusto le “haría el favor” de atender al político. Después, le dije, refiriéndome al candidato rival: “Yo también te quiero pedir un favor. ¿Le pudieras dar ‘like’ a la página de fulano?”

Mi compañero de aventuras –que seguramente está leyendo la columna– desató su furia y me reclamó duramente tal petición. Manifestó uno a uno los síntomas de la enfermedad. Glorificó a “su candidato”. Denigró al otro contendiente. Reprochó mi preferencia política. Censuró el historial del abanderado rival y celebró los éxitos pasados de aquel que él seguía. Su retahíla de argumentos fue rematada con la frase: “¡No sabes lo que va a pasar si ese hombre llega al puesto! ¡Será lo peor que le pueda pasar a esta ciudad!”

Por último, me pidió que me olvidara de la visita, de la entrevista y hasta de su amistad. Colgó el teléfono y mientras escuchaba el tono intermitente que identifica a una llamada concluida, me quedé pensando que a muchos nos está enfermando la política. Una actividad que nos debería unir en el respeto, la tolerancia y la concordia en aras del bien común, nos está separando. Nos estamos volviendo ciegos y sordos por las campañas. No vayamos a perder lo que tenemos por la pasión y el fanatismo y lo queramos recuperar cuando sea demasiado tarde.

¡Y hasta aquí!, pues como decía cierto periodista: “El tiempo apremia y el espacio se agota”.

Escríbame a: licajimenezmcc@hotmail.com

Y recuerde, será un gran día