/ lunes 8 de marzo de 2021

Con café y a media luz | Infancias robadas

Pocas veces me siento frente a la computadora con tanta tristeza como hoy, para escribir la columna que usted y yo compartimos cada tercer día, gentil amigo lector. En contadas ocasiones he construido renglones y párrafos con un nudo en la garganta como el que ahora me obliga a borrar y reescribir en más de una vez, lo que le deseo expresar.

Pareciera que, debido a la pandemia, la crisis económica, la inseguridad y otros tantos males que nos aquejan, estemos obligados a mirar, leer y escuchar solamente malas noticias. Al grado que dichas calamidades forman parte de una normalidad en la que ya nos acostumbramos a vivir y, por tanto, ya no nos sorprende como antes.

Empero, en ese tumulto de hechos infames que parecieran emerger de manera constante, nuestra visión se nubla aún más cuando se trata de atender a aquellos que, por razones ignotas, son de semblante gris y arrastran consigo a los que aman, a una condena que, simple y llanamente, no debería suceder, en particular, cuando se trata de los niños.

¿Conoce usted, amigo mío, algo más sagrado que la infancia con todo lo que esta etapa de la vida conlleva? ¿En qué otro instante se goza de esa inocencia, de la risa franca, de la capacidad de asombro diaria y de la manifestación más pura de un cariño sin condiciones?

Ayer, por razones que no tiene caso redactar, tuve que dirigirme muy temprano a la zona norte de nuestra conurbación a través de varias avenidas y arterias de considerable importancia para el desahogo de las unidades automotrices y, en varios puntos –por no decir muchos– la escena se repetía de manera dramática.

A mitad de una llovizna que empapa poco a poco, hombres y mujeres aprovechaban los cambios de luces en los semáforos para colocar a mitad del arroyo vehicular a pequeñitos de entre los cinco y los ocho años para que estos trataran de hacer malabares a cambio de una moneda, mientras que los adultos atendían el señalamiento electrónico y retirarlos a tiempo para, posteriormente, conducirlos al camellón.

Fue en el bulevar Fidel Velázquez muy cerca de la estación del heroico Cuerpo de Bomberos; después me enfrenté a la misma situación en el bulevar Adolfo López Mateos a la altura de un conocido supermercado colocado en los terrenos de la otrora alberca de la colonia Unidad Nacional de la urbe petrolera; la escena se volvió a presentar en el semáforo del crucero de la colonia Germinal y, para concluir, al momento de retornar, en el cruce de la avenida Monterrey y la calle Jalisco, muy cerca del estadio Tamaulipas.

En ese entronque el microbús aguardó la luz verde del semáforo y, mientras esta llegaba, escuché una voz infantil que, aun entre balbuceos por su edad, le preguntaba a su madre que estaba en un asiento cercano a mí: “¿Por qué esos niños no se van a su casa a jugar y se están mojando en la lluvia, mamá? ¿Ellos no se enferman?”

De manera disimulada traté de mirar la reacción de la mujer quien, visiblemente consternada, titubeaba para poder responder de la manera más adecuada a la inquietud del pequeño que la acompañaba. El cubrebocas poco cubría el gesto de ambos. Uno, con los ojos abiertos esperando una explicación que le satisfaciera y, la otra, con el entrecejo arrugado, sin manifestar palabra alguna.

Después de unos instantes la señora suspiró y le dijo – “Sí. Todos los niños se pueden enfermar cuando se mojan en la lluvia”.

El infante guardó silencio como tratando de comprender lo que ocurría y nuevamente cuestionó – “¿Y por qué sus papás los tienen allí?, ¿no los quieren?”

Para ese momento la mujer solicitó descender de la unidad porque, al parecer, habían llegado a su destino. Este servidor continuó en el trayecto con rumbo al centro de la ciudad y, mientras recorría los puntos que arriba le cité, nuevamente cruzaban frente a mis ojos las escenas aquellas en las que el hombre y la mujer apuraban a la criatura a pararse frente a los carros.

Y fue entonces cuando yo empecé a hacer preguntas.

¿Cuál es la situación que atraviesan esas familias, que las orilla a poner a los niños a pedir dinero?, ¿están trabajando para alguien?, ¿Por qué las autoridades permiten que haya niños de tan corta edad exponiéndose a las inclemencias del tiempo y a la probabilidad de un accidente?, ¿Por qué decidir vivir en esas condiciones? ¿Fue por un acto de injusticia o inequidad social o ya es un gusto por la comodidad que se va heredando de generación a generación?

Mientras pensaba esos y más planteamientos, mi conciencia me interrumpió con una sola cuestión: “¿Qué has hecho tú para evitar que siga ocurriendo esta situación?” Fue, pues, que llegué a mi casa, me senté frente a la computadora y comencé la entrega de este día como un llamado a la reflexión, deseando que ya no haya más ladrones de infancias.

¡Y hasta aquí! Pues, como decía cierto periodista, “el tiempo apremia y el espacio se agota”.

Escríbame a: licajimenezmcc@hotmail.com

Y recuerde, será un gran día.

Pocas veces me siento frente a la computadora con tanta tristeza como hoy, para escribir la columna que usted y yo compartimos cada tercer día, gentil amigo lector. En contadas ocasiones he construido renglones y párrafos con un nudo en la garganta como el que ahora me obliga a borrar y reescribir en más de una vez, lo que le deseo expresar.

Pareciera que, debido a la pandemia, la crisis económica, la inseguridad y otros tantos males que nos aquejan, estemos obligados a mirar, leer y escuchar solamente malas noticias. Al grado que dichas calamidades forman parte de una normalidad en la que ya nos acostumbramos a vivir y, por tanto, ya no nos sorprende como antes.

Empero, en ese tumulto de hechos infames que parecieran emerger de manera constante, nuestra visión se nubla aún más cuando se trata de atender a aquellos que, por razones ignotas, son de semblante gris y arrastran consigo a los que aman, a una condena que, simple y llanamente, no debería suceder, en particular, cuando se trata de los niños.

¿Conoce usted, amigo mío, algo más sagrado que la infancia con todo lo que esta etapa de la vida conlleva? ¿En qué otro instante se goza de esa inocencia, de la risa franca, de la capacidad de asombro diaria y de la manifestación más pura de un cariño sin condiciones?

Ayer, por razones que no tiene caso redactar, tuve que dirigirme muy temprano a la zona norte de nuestra conurbación a través de varias avenidas y arterias de considerable importancia para el desahogo de las unidades automotrices y, en varios puntos –por no decir muchos– la escena se repetía de manera dramática.

A mitad de una llovizna que empapa poco a poco, hombres y mujeres aprovechaban los cambios de luces en los semáforos para colocar a mitad del arroyo vehicular a pequeñitos de entre los cinco y los ocho años para que estos trataran de hacer malabares a cambio de una moneda, mientras que los adultos atendían el señalamiento electrónico y retirarlos a tiempo para, posteriormente, conducirlos al camellón.

Fue en el bulevar Fidel Velázquez muy cerca de la estación del heroico Cuerpo de Bomberos; después me enfrenté a la misma situación en el bulevar Adolfo López Mateos a la altura de un conocido supermercado colocado en los terrenos de la otrora alberca de la colonia Unidad Nacional de la urbe petrolera; la escena se volvió a presentar en el semáforo del crucero de la colonia Germinal y, para concluir, al momento de retornar, en el cruce de la avenida Monterrey y la calle Jalisco, muy cerca del estadio Tamaulipas.

En ese entronque el microbús aguardó la luz verde del semáforo y, mientras esta llegaba, escuché una voz infantil que, aun entre balbuceos por su edad, le preguntaba a su madre que estaba en un asiento cercano a mí: “¿Por qué esos niños no se van a su casa a jugar y se están mojando en la lluvia, mamá? ¿Ellos no se enferman?”

De manera disimulada traté de mirar la reacción de la mujer quien, visiblemente consternada, titubeaba para poder responder de la manera más adecuada a la inquietud del pequeño que la acompañaba. El cubrebocas poco cubría el gesto de ambos. Uno, con los ojos abiertos esperando una explicación que le satisfaciera y, la otra, con el entrecejo arrugado, sin manifestar palabra alguna.

Después de unos instantes la señora suspiró y le dijo – “Sí. Todos los niños se pueden enfermar cuando se mojan en la lluvia”.

El infante guardó silencio como tratando de comprender lo que ocurría y nuevamente cuestionó – “¿Y por qué sus papás los tienen allí?, ¿no los quieren?”

Para ese momento la mujer solicitó descender de la unidad porque, al parecer, habían llegado a su destino. Este servidor continuó en el trayecto con rumbo al centro de la ciudad y, mientras recorría los puntos que arriba le cité, nuevamente cruzaban frente a mis ojos las escenas aquellas en las que el hombre y la mujer apuraban a la criatura a pararse frente a los carros.

Y fue entonces cuando yo empecé a hacer preguntas.

¿Cuál es la situación que atraviesan esas familias, que las orilla a poner a los niños a pedir dinero?, ¿están trabajando para alguien?, ¿Por qué las autoridades permiten que haya niños de tan corta edad exponiéndose a las inclemencias del tiempo y a la probabilidad de un accidente?, ¿Por qué decidir vivir en esas condiciones? ¿Fue por un acto de injusticia o inequidad social o ya es un gusto por la comodidad que se va heredando de generación a generación?

Mientras pensaba esos y más planteamientos, mi conciencia me interrumpió con una sola cuestión: “¿Qué has hecho tú para evitar que siga ocurriendo esta situación?” Fue, pues, que llegué a mi casa, me senté frente a la computadora y comencé la entrega de este día como un llamado a la reflexión, deseando que ya no haya más ladrones de infancias.

¡Y hasta aquí! Pues, como decía cierto periodista, “el tiempo apremia y el espacio se agota”.

Escríbame a: licajimenezmcc@hotmail.com

Y recuerde, será un gran día.