/ miércoles 3 de junio de 2020

Con café y a media luz | Primero la necedad

El psicólogo estadounidense Abraham Maslow fue un férreo defensor de la corriente humanista y, dentro de sus estudios, propuso su famosa pirámide de las necesidades que hoy es pieza fundamental no solo en el desarrollo de programas académicos relativos al consumo, la comunicación y la mercadotecnia, sino además es considerada una herramienta clave que puede ser trasladada a otros entornos del conocimiento y así fundamentar los hábitos de consumo de la sociedad en dichos aspectos.

Dentro de los postulados que emanan de este triángulo de cinco pisos, hay uno que atrae por la dureza y, cual si fuera sentencia, que no admite interpretaciones, señala que “nadie puede ocuparse en satisfacer un piso, sin tener en plenitud el piso anterior”. Es por ello por lo que, según su autor, el género humano tiene en la base las necesidades fisiológicas o básicas y, en la cúspide de la gráfica, las de autorrealización.

En este marco teórico que busca desmenuzar las entrañas del comportamiento humano, los procesos se asumen ordenados, infranqueables, absolutos y, cualquier persona, con un sobrado aire de grandeza, pudiera juzgarlos, incluso, hasta de simplones. Y quizá así sería si no existieran “las excepciones que hacen la regla”.

Una vez citado lo anterior, me permito compartirle, gentil amigo lector, una aclaración más.

Este servidor había optado por no tocar el tema que pondré a su amable dispensa en este día, para evitar que algunos amigos míos se pudieran sentir aludidos, enjuiciados u ofendidos, pues en ningún momento es la intención que persigue este artículo. Tampoco pretendo sostener que el factor que propondré a continuación sea el “pecado de un todo”, pero sí es “el mal de un mucho”.

Pues bien, como lo escribí en fechas recientes, la pandemia del Covid-19 en nuestro país ha puesto en evidencia una serie de detalles que denotan la fragilidad que tiene nuestra sociedad en muchos aspectos del conocimiento humano, así como el retraso en el que vivimos cuando se trata del desarrollo de habilidades, tanto duras como blandas, amparándonos en el uso, aplicación y desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación.

Y este fenómeno, lamentablemente, vive en una transversalidad generacional, pues mientras que los más maduros nos enfrentamos al desconocimiento de los aparatos electrónicos y las plataformas, los más jóvenes han cultivado el uso de ambos para actividades lúdicas de socialización y nunca, o muy poco, para la generación de conocimiento nuevo.

La problemática real que da pie a esta situación está enraizada en el campo cultural de nuestra sociedad mexicana, campo que sería sumamente fértil para más estudios de Abraham Maslow pues, como dice el adagio, “con la mano en la cintura”, los mexicanos echaríamos “por tierra” cada uno de sus postulados.

¿Por qué razón lo digo? Me permitiré colocar solo un ejemplo que, aunque pareciera gracioso, es realmente preocupante para algunos e indignante para otros: La llegada de camiones de cerveza y la logística establecida para su comercialización en diversos establecimientos de la localidad, así como los sobreprecios que se manejaron en las redes sociales y los consumidores que, sin miramientos, desembolsaron la cantidad solicitada.

Sin duda, el psicólogo humanista se hubiera trastornado si a él hubieran llegado las imágenes de los habitantes de la zona conurbada aplaudiendo “a rabiar” por el arribo de las primeras unidades transportistas con el licor. Conducta que es contraria a toda lógica si anteponemos los detalles de vivir a mitad de una pandemia que en la zona lleva más de dos mil contagios y una buena cantidad de decesos; de estar atravesando una crisis económica derivada por las mismas recomendaciones para evitar la propagación de la enfermedad y, por ende, una disminución del poder adquisitivo que evita tener cómodamente lo indispensable.

¿Qué importan las largas filas y las horas de espera para comprar alimentos y medicinas, si se puede invertir ese tiempo a las afueras de una tienda de conveniencia para aguardar pacientemente nuestro turno para comprar las dos planchas de cerveza? ¡Ah, pero eso sí! ¡Con cubrebocas y guardando “la sana distancia”!

¿Qué nos puede pasar si la cita en el IMSS o en el ISSSTE se empalma con la hora que viene marcada en el vale que nos dieron en el estanquillo para poder comprar las 48 latas de bebida? La cita en el nosocomio la podemos volver a sacar, aunque se tarde otro mes y, además, dijo un conocido mío cuando quise razonar con él esta temática, “¡Si al final, de algo nos tenemos que morir!”.

Esta “conducta social” de priorizar aquello que debería estar hasta el final de la lista se puede observar en muchos otros contextos y no solo en el del consumo de alcohol. Se ha antepuesto el uso del celular a las relaciones humanas; la atención a la televisión y sus contenidos que al cuidado de la familia; la comodidad y la negación al esfuerzo de algunos padres está antes que la supervisión a las tareas de sus hijos, etcétera.

Esta es la sociedad que censura a sus miembros por pensar distinto, que elige a sus gobernantes, que aplaude a las obras o las rechaza sin posibilidad a las “medias tintas” del razonamiento. El verdadero problema está en la cultura de priorizar necedades y desechar necesidades y esto también aplica para algunos líderes y gobernantes, pues mientras que unos imploran por seguir teniendo “pan y circo” gratis, otros ya se dieron cuenta que “en tierra de necesitados, el necio es el rey”.

Y hasta aquí pues, como decía cierto periodista, “El tiempo apremia y el espacio se agota”.

El psicólogo estadounidense Abraham Maslow fue un férreo defensor de la corriente humanista y, dentro de sus estudios, propuso su famosa pirámide de las necesidades que hoy es pieza fundamental no solo en el desarrollo de programas académicos relativos al consumo, la comunicación y la mercadotecnia, sino además es considerada una herramienta clave que puede ser trasladada a otros entornos del conocimiento y así fundamentar los hábitos de consumo de la sociedad en dichos aspectos.

Dentro de los postulados que emanan de este triángulo de cinco pisos, hay uno que atrae por la dureza y, cual si fuera sentencia, que no admite interpretaciones, señala que “nadie puede ocuparse en satisfacer un piso, sin tener en plenitud el piso anterior”. Es por ello por lo que, según su autor, el género humano tiene en la base las necesidades fisiológicas o básicas y, en la cúspide de la gráfica, las de autorrealización.

En este marco teórico que busca desmenuzar las entrañas del comportamiento humano, los procesos se asumen ordenados, infranqueables, absolutos y, cualquier persona, con un sobrado aire de grandeza, pudiera juzgarlos, incluso, hasta de simplones. Y quizá así sería si no existieran “las excepciones que hacen la regla”.

Una vez citado lo anterior, me permito compartirle, gentil amigo lector, una aclaración más.

Este servidor había optado por no tocar el tema que pondré a su amable dispensa en este día, para evitar que algunos amigos míos se pudieran sentir aludidos, enjuiciados u ofendidos, pues en ningún momento es la intención que persigue este artículo. Tampoco pretendo sostener que el factor que propondré a continuación sea el “pecado de un todo”, pero sí es “el mal de un mucho”.

Pues bien, como lo escribí en fechas recientes, la pandemia del Covid-19 en nuestro país ha puesto en evidencia una serie de detalles que denotan la fragilidad que tiene nuestra sociedad en muchos aspectos del conocimiento humano, así como el retraso en el que vivimos cuando se trata del desarrollo de habilidades, tanto duras como blandas, amparándonos en el uso, aplicación y desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación.

Y este fenómeno, lamentablemente, vive en una transversalidad generacional, pues mientras que los más maduros nos enfrentamos al desconocimiento de los aparatos electrónicos y las plataformas, los más jóvenes han cultivado el uso de ambos para actividades lúdicas de socialización y nunca, o muy poco, para la generación de conocimiento nuevo.

La problemática real que da pie a esta situación está enraizada en el campo cultural de nuestra sociedad mexicana, campo que sería sumamente fértil para más estudios de Abraham Maslow pues, como dice el adagio, “con la mano en la cintura”, los mexicanos echaríamos “por tierra” cada uno de sus postulados.

¿Por qué razón lo digo? Me permitiré colocar solo un ejemplo que, aunque pareciera gracioso, es realmente preocupante para algunos e indignante para otros: La llegada de camiones de cerveza y la logística establecida para su comercialización en diversos establecimientos de la localidad, así como los sobreprecios que se manejaron en las redes sociales y los consumidores que, sin miramientos, desembolsaron la cantidad solicitada.

Sin duda, el psicólogo humanista se hubiera trastornado si a él hubieran llegado las imágenes de los habitantes de la zona conurbada aplaudiendo “a rabiar” por el arribo de las primeras unidades transportistas con el licor. Conducta que es contraria a toda lógica si anteponemos los detalles de vivir a mitad de una pandemia que en la zona lleva más de dos mil contagios y una buena cantidad de decesos; de estar atravesando una crisis económica derivada por las mismas recomendaciones para evitar la propagación de la enfermedad y, por ende, una disminución del poder adquisitivo que evita tener cómodamente lo indispensable.

¿Qué importan las largas filas y las horas de espera para comprar alimentos y medicinas, si se puede invertir ese tiempo a las afueras de una tienda de conveniencia para aguardar pacientemente nuestro turno para comprar las dos planchas de cerveza? ¡Ah, pero eso sí! ¡Con cubrebocas y guardando “la sana distancia”!

¿Qué nos puede pasar si la cita en el IMSS o en el ISSSTE se empalma con la hora que viene marcada en el vale que nos dieron en el estanquillo para poder comprar las 48 latas de bebida? La cita en el nosocomio la podemos volver a sacar, aunque se tarde otro mes y, además, dijo un conocido mío cuando quise razonar con él esta temática, “¡Si al final, de algo nos tenemos que morir!”.

Esta “conducta social” de priorizar aquello que debería estar hasta el final de la lista se puede observar en muchos otros contextos y no solo en el del consumo de alcohol. Se ha antepuesto el uso del celular a las relaciones humanas; la atención a la televisión y sus contenidos que al cuidado de la familia; la comodidad y la negación al esfuerzo de algunos padres está antes que la supervisión a las tareas de sus hijos, etcétera.

Esta es la sociedad que censura a sus miembros por pensar distinto, que elige a sus gobernantes, que aplaude a las obras o las rechaza sin posibilidad a las “medias tintas” del razonamiento. El verdadero problema está en la cultura de priorizar necedades y desechar necesidades y esto también aplica para algunos líderes y gobernantes, pues mientras que unos imploran por seguir teniendo “pan y circo” gratis, otros ya se dieron cuenta que “en tierra de necesitados, el necio es el rey”.

Y hasta aquí pues, como decía cierto periodista, “El tiempo apremia y el espacio se agota”.