/ viernes 19 de marzo de 2021

Con café y a media luz | ¿Rumbo a una servidumbre académica?

¡Qué terrible título para la entrega de este día! Concuerdo con usted, gentil amigo lector, si es que por su mente pasó esta opinión, porque una profesión tan noble y sacrificada como lo es la docencia no debe ser vinculada con adjetivos como el que se expresa en el encabezado.

Todos los profesores deberían estar en un sitial aparte porque gracias a su talento, paciencia y dedicación, pueden emerger de las almas de los niños y jóvenes que acuden a las aulas, médicos, ingenieros, arquitectos y licenciados.

Otrora, el profesor era un segundo padre para el niño y una figura de respeto para el joven que deambulaba en busca de un consejo.

Al infante se le enseñaba quién era el docente y cómo debía dirigirse a este personaje. El respeto era obligatorio. Y, si acaso el niño era acreedor de un castigo por haber observado un mal comportamiento en el interior del salón o no había cumplido con las tareas encomendadas para generar el conocimiento nuevo, la queja enviada a los padres era, inmediatamente, seguida de una tunda, un castigo, un repaso y una posterior disculpa para con el mentor, con la promesa de no volver a caer en el error.

Y si sobre este texto llegaran a posarse algunos ojos infantiles o juveniles, debemos comentar que la autoridad del catedrático se extendía más allá de los límites del plantel y lo mismo estaba respaldado por los padres a castigar tanto fuera como dentro de este. La autoridad del mentor no conocía fronteras o coyunturas abiertas por argumentos sociales que evocaran traumatismos conductuales posteriores.

En el caso de los adolescentes, el maestro era considerado un guía. Un hombre o mujer que les permitiría alcanzar los más nobles ideales con base en una formación académica disciplinar sólida que podía satisfacer no solo la necesidad individual del profesionista en construcción sino, además, preparaba individuos para la vida en comunidad, impulsando, con su aprendizaje, la dinámica social y económica en la que estaban insertados.

El maestro era un ser al que se le prodigaba respeto.

Hoy, con la llegada de las plataformas en línea para las clases a distancia, la incursión de la televisión, la presencia de vicios actitudinales divulgados por el internet y adoptados por nuestros jóvenes, los maestros, particularmente los de nivel medio superior y superior, están pasando a ser una especie de personal que se le adjudicó a esta generación en calidad de servidumbre educativa. Insisto. Perdón por la gravedad del término. No deseo ofender a nadie.

El chamaco se apoltrona en un espacio en su casa con todas las comodidades y abusando del contexto de relajación para, únicamente, simular a través de una cámara, que está poniendo atención al profesor, mientras que, a través del celular, hace burlas y chistes del esfuerzo del maestro.

Incluso, hay jovencitos que apenas y alcanzan los veinte años y ya se atreven a lanzar correcciones, reproches y críticas al quehacer del docente y le sancionan de forma severa como si fueran patrones burgueses que están inconformes con los resultados del empleado que les está atendiendo.

Tal es el caso de un buen amigo que, en días pasados, según me comentó, tuvo que ofrecer disculpas a su grupo porque, en fecha posterior, no podría dar cátedra por una encomienda que le estaba otorgando la misma escuela y no debía evadir.

Así que, con el afán de cumplir con su labor educativa, propuso “reponer” la hora de clase un sábado por la mañana. El grupo aceptó y las cosas sucedieron sin mayor novedad.

Para la semana siguiente, el docente requirió la tarea al grupo y, después de revisarla y proporcionar la información correspondiente al día, procedió a despedir la reunión y cerrar la plataforma de trabajo. Fue cuando ocurrió un evento que jamás esperó.

En su celular apareció un mensaje de un joven que se había incorporado de manera extemporánea a las actividades escolares, que rezaba de la siguiente manera “…Me parece algo muy mal hecho de su parte en dar una clase en sábado totalmente fuera de su horario… y más que no se me informara que había tarea.”

Mi buen amigo que lleva dos décadas dedicado a impartir educación a nivel profesional se sorprendió y contestó agradeciendo los comentarios y le explicó al muchacho que fue un acuerdo celebrado con el grupo.

Después de unos instantes aparecieron estas líneas en la pantalla del teléfono del profesor “…Yo no estuve de acuerdo y mis compañeros no administran mis tiempos libres. A mí no me comentaron nada…” Inmediatamente después apareció el detalle que caracteriza a esta generación y que usted y yo hemos comentado en otras ocasiones: La fragilidad.

Las oraciones siguientes sorprendieron al catedrático: “…Mi orden de entrega hasta el momento es impecable y exacto y no quiero que se descarrile todo o, lo más probable, es que me empiece a estresar de más”.

¿Se hubiera usted atrevido, en el papel de alumno, a juzgar el favor de un maestro que le está reponiendo la hora de clase que le quedó a deber?, ¿Hubiera criticado con ínfulas de patrón que “eso está mal hecho?, ¿Qué le hubiera dicho su papá o mamá ante el argumento de “yo no me enteré de la tarea”? o, peor aún, ¿Cuándo se imaginó, mi querido lector, que llegaría el día en que a los estudiantes se les debiera considerar como argumentos válidos detalles como “la administración del tiempo libre y el estrés de más”?

Lo más curioso es que ante este desafortunado evento, el profesor recibió como instrucción de sus superiores que, para situaciones posteriores, considerara la opinión y disponibilidad de todos los estudiantes y agendar la cita de acuerdo con las necesidades del grupo para evitarles malestares a los miembros de este.

Según me dice mi amigo, solo guardó silencio y se preguntó: “¿Es que acaso, no lo hice?”

¡Y hasta aquí!, pues como decía cierto periodista: “El tiempo apremia y el espacio se agota”

¡Qué terrible título para la entrega de este día! Concuerdo con usted, gentil amigo lector, si es que por su mente pasó esta opinión, porque una profesión tan noble y sacrificada como lo es la docencia no debe ser vinculada con adjetivos como el que se expresa en el encabezado.

Todos los profesores deberían estar en un sitial aparte porque gracias a su talento, paciencia y dedicación, pueden emerger de las almas de los niños y jóvenes que acuden a las aulas, médicos, ingenieros, arquitectos y licenciados.

Otrora, el profesor era un segundo padre para el niño y una figura de respeto para el joven que deambulaba en busca de un consejo.

Al infante se le enseñaba quién era el docente y cómo debía dirigirse a este personaje. El respeto era obligatorio. Y, si acaso el niño era acreedor de un castigo por haber observado un mal comportamiento en el interior del salón o no había cumplido con las tareas encomendadas para generar el conocimiento nuevo, la queja enviada a los padres era, inmediatamente, seguida de una tunda, un castigo, un repaso y una posterior disculpa para con el mentor, con la promesa de no volver a caer en el error.

Y si sobre este texto llegaran a posarse algunos ojos infantiles o juveniles, debemos comentar que la autoridad del catedrático se extendía más allá de los límites del plantel y lo mismo estaba respaldado por los padres a castigar tanto fuera como dentro de este. La autoridad del mentor no conocía fronteras o coyunturas abiertas por argumentos sociales que evocaran traumatismos conductuales posteriores.

En el caso de los adolescentes, el maestro era considerado un guía. Un hombre o mujer que les permitiría alcanzar los más nobles ideales con base en una formación académica disciplinar sólida que podía satisfacer no solo la necesidad individual del profesionista en construcción sino, además, preparaba individuos para la vida en comunidad, impulsando, con su aprendizaje, la dinámica social y económica en la que estaban insertados.

El maestro era un ser al que se le prodigaba respeto.

Hoy, con la llegada de las plataformas en línea para las clases a distancia, la incursión de la televisión, la presencia de vicios actitudinales divulgados por el internet y adoptados por nuestros jóvenes, los maestros, particularmente los de nivel medio superior y superior, están pasando a ser una especie de personal que se le adjudicó a esta generación en calidad de servidumbre educativa. Insisto. Perdón por la gravedad del término. No deseo ofender a nadie.

El chamaco se apoltrona en un espacio en su casa con todas las comodidades y abusando del contexto de relajación para, únicamente, simular a través de una cámara, que está poniendo atención al profesor, mientras que, a través del celular, hace burlas y chistes del esfuerzo del maestro.

Incluso, hay jovencitos que apenas y alcanzan los veinte años y ya se atreven a lanzar correcciones, reproches y críticas al quehacer del docente y le sancionan de forma severa como si fueran patrones burgueses que están inconformes con los resultados del empleado que les está atendiendo.

Tal es el caso de un buen amigo que, en días pasados, según me comentó, tuvo que ofrecer disculpas a su grupo porque, en fecha posterior, no podría dar cátedra por una encomienda que le estaba otorgando la misma escuela y no debía evadir.

Así que, con el afán de cumplir con su labor educativa, propuso “reponer” la hora de clase un sábado por la mañana. El grupo aceptó y las cosas sucedieron sin mayor novedad.

Para la semana siguiente, el docente requirió la tarea al grupo y, después de revisarla y proporcionar la información correspondiente al día, procedió a despedir la reunión y cerrar la plataforma de trabajo. Fue cuando ocurrió un evento que jamás esperó.

En su celular apareció un mensaje de un joven que se había incorporado de manera extemporánea a las actividades escolares, que rezaba de la siguiente manera “…Me parece algo muy mal hecho de su parte en dar una clase en sábado totalmente fuera de su horario… y más que no se me informara que había tarea.”

Mi buen amigo que lleva dos décadas dedicado a impartir educación a nivel profesional se sorprendió y contestó agradeciendo los comentarios y le explicó al muchacho que fue un acuerdo celebrado con el grupo.

Después de unos instantes aparecieron estas líneas en la pantalla del teléfono del profesor “…Yo no estuve de acuerdo y mis compañeros no administran mis tiempos libres. A mí no me comentaron nada…” Inmediatamente después apareció el detalle que caracteriza a esta generación y que usted y yo hemos comentado en otras ocasiones: La fragilidad.

Las oraciones siguientes sorprendieron al catedrático: “…Mi orden de entrega hasta el momento es impecable y exacto y no quiero que se descarrile todo o, lo más probable, es que me empiece a estresar de más”.

¿Se hubiera usted atrevido, en el papel de alumno, a juzgar el favor de un maestro que le está reponiendo la hora de clase que le quedó a deber?, ¿Hubiera criticado con ínfulas de patrón que “eso está mal hecho?, ¿Qué le hubiera dicho su papá o mamá ante el argumento de “yo no me enteré de la tarea”? o, peor aún, ¿Cuándo se imaginó, mi querido lector, que llegaría el día en que a los estudiantes se les debiera considerar como argumentos válidos detalles como “la administración del tiempo libre y el estrés de más”?

Lo más curioso es que ante este desafortunado evento, el profesor recibió como instrucción de sus superiores que, para situaciones posteriores, considerara la opinión y disponibilidad de todos los estudiantes y agendar la cita de acuerdo con las necesidades del grupo para evitarles malestares a los miembros de este.

Según me dice mi amigo, solo guardó silencio y se preguntó: “¿Es que acaso, no lo hice?”

¡Y hasta aquí!, pues como decía cierto periodista: “El tiempo apremia y el espacio se agota”