En un breve relato, el escritor italiano Giovanni Papini nos narra la conversación entre un filósofo y un pescador, a la orilla de un río. ¿“Qué haces”?, preguntó el filósofo. "Pesco", le contestó su interlocutor. “Y… ¿para qué pescas”?, dijo de nuevo el pensador. “Para vender el pescado en el mercado, tener unas monedas y así tener para vivir”, le respondió a su vez el pescador. Entonces el filósofo le preguntó nuevamente "¿Y para qué quieres vivir?" El pescador se quedó entonces perplejo, y pensando por unos instantes respondió: “Para pescar”.
En esta sencilla historia y en la respuesta vacía del pescador al filósofo, se nos presenta la imagen vívida, pero al mismo tiempo tristemente despojada del significado profundo de lo que es la desesperanza. Porque ¿puede haber algo más absurdo y decepcionante que ignorar el sentido de nuestro existir y saber para qué vivimos?
Si hay alguna cosa que desnaturaliza la esencia fundamental del ser humano en su misma racionalidad, es renunciar a su sentido de búsqueda. “Nacimos para buscar, pero después de encontrar, debemos seguir buscando…” dijo Agustín de Hipona. Pero lógicamente no podremos encontrar, si no sabemos qué es lo que buscamos. Por eso el escritor romano Lucio Anneo Séneca dijo también: “para el que no sabe a dónde va, cualquier viento le será desfavorable”.
Una de las cosas que hace nuestra vida más tolerable es nuestra capacidad para soñar, de proponernos metas, definir, modificar y redefinir nuestros guiones y tener una esperanza, porque eso es lo que da una dimensión prometeica a nuestra existencia sobre la tierra. Pero estoy seguro de que más de alguno pensará que es necio imaginar un futuro aún inexistente y olvidarse del presente que ya está aquí. Pero quienes piensan esto, olvidan a su vez lo que la sabiduría ancestral nos ha enseñado y es que el presente solo puede comprenderse desde el pasado, pero el futuro se construye desde el presente. Y que imaginarlo es ya comenzar a construirlo.
La historia nos muestra dos maravillosos ejemplos de lo que significa tener una poderosa visión del futuro. El psiquiatra polaco Victor Frankl vivió en carne propia el infierno que fue el campo para prisioneros judíos en Auschwitz. En un libro que escribió al volver a Viena, narra las circunstancias de lo que él llamó “su vida miserable” y cómo logró sobrevivir pensando en lo que haría cuando retomara su vida profesional al ser liberado. “Es una peculiaridad del ser humano, dice en una de sus páginas, vivir siempre proyectándose en el futuro: pero esa es su salvación aún en los momentos más difíciles de su existencia”.
El otro ejemplo conmovedor es el del Pastor Martin Luther King, quien enfrentó a los poderosos terratenientes y esclavistas blancos sureños con la sola arma de una idea, envuelta de la frase “Tengo un sueño”. Pero con ella cimbró no solo a los estados del Sur de EE. UU. los cuales, en pleno siglo XX aún les negaban los derechos civiles a las personas de color, basados en una supuesta supremacía blancas. Y ante la fuerza poderosa de ese sueño, el mismo gobierno central norteamericano debió ceder a sus peticiones. Y fue tal la trascendencia de sus acciones que la nación marca como feriado un día de su calendario cívico en memoria de su valiente testimonio. Aunque finalmente le haya costado la vida. Porque a veces ese es el costo del sueño.
Esto, desde luego, no significa desestimar el inmenso misticismo poético que hay en el “carpe diem” de Horacio. Porque podemos disfrutar plenamente la belleza del paisaje y seguir adelante con nuestro camino, contemplar “la belleza de la flor y el esplendor en la hierba” y saber que “mayo no es eterno” y al mismo tiempo ser conscientes del gozo que hay en decir “viví y amé… y cada vez que pude, lancé mi pobre voz, aunque ignorada, al coro inmenso de los demás hombres”.
La lista de hacedores de esperanzas puede ser interminable. Desde esa pléyade de soñadores inolvidables como Gandhi y Mandela, Marti y Madero, Bolívar y Teresa de Calcuta, hasta ese conjunto de personas ignoradas, cuyo nombre solo Dios conoce, como los médicos sin fronteras, los misioneros de todas religiones que van a lugares remotos solo para proporcionar a los demás un poco de consuelo, y los padres sencillos que con su sacrificio diario dieron a sus hijos una carrera o un oficio que les hiciera vivir mejor. Y con su testimonio les hicieron conocer la esperanza.
En uno de los cuentos breves de “El llano en llamas” Juan Rulfo nos narra la patética travesía de un padre en busca de un médico en el pueblo cercano, que atienda a su hijo herido en una reyerta con otros delincuentes. Cargándolo sobre sus hombros, le pide que le diga cuando oiga ladrar a los perros, señal cierta de que se acercan al poblado. En un momento el padre siente que su hijo afloja sus piernas y entonces, recargado sobre una barda, deja caer pesadamente su cuerpo ya sin vida y simplemente le dice: “Qué ingrato eres Ignacio, no me ayudaste ni siquiera con esa esperanza”.
Es cierto. No vivimos solo de esperanzas. Pero sin ellas, no sobreviviríamos.
CONTRA LA DESESPERANZA.
“…solo hay dos fechas importantes
en nuestra vida; el día que nacimos,
y el día que supimos para qué…”
Mark Twain