/ viernes 14 de septiembre de 2018

Con café y a media luz | Cuando las historias se cruzan

Quince, tal vez dieciséis años, no más. Los tres sentados en una banca de la laguna del Carpintero, describíamos con palabras el futuro de cada uno.

El primero de ellos, con un enorme talento dijo entusiasmado, adornando la frase con mexicanismos que no puedo reproducir aquí: “¡Yo de grande voy a ser doctor y cuando sea un gran médico los voy a curar a ustedes!”. Los dos que escuchábamos abrimos los ojos por la emoción causada por las palabras dichas por el futuro galeno y vitoreamos su amor y entusiasmo por la vida.

Pues yo, dijo el siguiente, para no quedarse atrás, “¡Voy a estudiar leyes, seré licenciado y cuando sea un gran abogado les solucionaré cualquier problema!”. Nuevamente la ovación se escuchó por aquel público formado por dos personas que compartían no solo la edad, sino las ansias naturales de comerse al mundo de un solo bocado.

De inmediato las miradas se cruzaron en el aire y se dirigieron a este que escribe. Sabedor que era mi turno de tomar la voz y de no quedar mal con aquellos que me antecedieron y juramentaron por mi salud y mi estabilidad jurídica, me lancé al ruedo de la oratoria adolescente sin pensar qué diría.

Tomé aire, raspé la garganta, henchí el pecho y con voz profunda declaré: “¡Yo estudiaré comunicación y seré un gran periodista!”. El silencio fue sepulcral. Mi par de oyentes volvieron a cruzar miradas y después de unos instantes que parecieron eternos, uno me preguntó: “¿Y eso para qué?”. No supe qué decir. De inmediato arqueé las cejas y sin pensar dije lo primero que se me ocurrió para no sentirme menos: “¡Seré un gran periodista para hablar muy bien de ustedes!”

Los tres reímos.

El primero de ellos se convirtió en uno de los más destacados traumatólogos de la zona y, además de su inobjetable capacidad, el cariño que nos une me anima asegurarle que para este servidor es el mejor y sus años de estudio lo han colocado en una posición privilegiada en el ámbito de la medicina regional.

El segundo, a los pocos años de haber pechado esa promesa migró a la ciudad de Xalapa; capital veracruzana en la que se abrió paso solo y bastó su ímpetu y determinación para llegar hasta el Viejo Continente y estudiar un doctorado en derechos humanos. Allá se convirtió en docente de la Universidad de Sevilla y cada año brinda cursos en la máxima casa de estudios de nuestro país: la UNAM, y en las universidades de Querétaro, San Luis Potosí y Chihuahua. Este “chamaco” que conocí a los 15 años oriundo orgullosamente de Ozuluama, se volvió un ciudadano del mundo.

Seguramente esta historia la hemos tocado en otra ocasión, gentil amigo lector, y no lo puedo asegurar, nomás lo supongo, puesto que la memoria se ha tornado más burlona en los últimos meses e insiste en jugarme muchas bromas. Algunas leves y simpáticas y otras, tristemente, rudas y hasta bochornosas.

Sin embargo, en esta ocasión que volví a saludar a mi amigo, hubo un detalle que me conmocionó e hizo que viera reflejada nuestra amistad en otra que nos superaba por muchos años más de historia.

Un buen amigo y compañero de trabajo de corazón joven y edad madura reiteradamente me había narrado sus mozas aventuras cuando fue internado de un colegio semi-militarizado en el pueblo de Roque, en el estado de Guanajuato. Centro de adiestramiento académico del que fue egresado como profesor normalista capacitado para el trabajo rural especializado en la producción ganadera.

Detalles de su vida durante esa etapa y que no vienen al caso escribir aquí, me hicieron comprender la hermandad que hay entre la muchachada que se veía forzada a madurar y aprender bajo la mano académica del orden castrense y que, con el transcurrir del tiempo terminaron por reconocerse como familia. Se volvieron hermanos de la vida. Nunca presentí o imaginé relación alguna de mi colaborador y mi amigo proveniente de la Madre Patria.

Hace un par de noches que la familia se reunió para saludar al viajero, me uní a la comitiva con la misma emoción de cada año. El esposo de la mayor de las hermanas me saludó y después de platicar un rato se limitó a escuchar las conversaciones que se cruzaban por los aires entre todos los asistentes.

“¿Sigues trabajando en el mismo lugar?”, me preguntaron. Asentí con cabeza y voz.

De inmediato, el hombre aquel que había optado por callar, se enderezó en su silla y alzó la mano para llamar mi atención pues me encontraba hasta el otro extremo de la mesa en la que compartíamos pan y sal.

“Oye, de casualidad no trabaja allí una persona...” y me dio el nombre de mi colaborador. Cuando respondí de manera afirmativa una sonrisa enorme se dibujó en el rostro del hombre aquel y mientras se tocaba el pecho con su dedo índice me dijo entusiasmado “¡Yo lo conozco, tengo más de 50 años de no saber de él, es mi amigo, estuvimos juntos en el internado de Roque, en Guanajuato!”

El espíritu mermado por el transcurrir inevitable de los años de ese buen señor se vio rejuvenecido de forma instantánea por la emoción y, por un momento volvió a ser un chamaco a punto de internarse y recordó las risas, travesuras y noches de serenata que, como cadetes, vivieron juntos. También vinieron a su memoria los pasajes tristes que los unieron mucho y que los volvieron más que amigos.

No pude esperar más y un impulso que se contenía en mi alma se liberó y me obligó a marcarle a mi colaborador sin importar la hora de la noche. “¿Qué pasó, Agustín?”, me dijo, fiel a su costumbre y yo, con la mano en el hombro del caballero aquel con el que estaba cenando, contesté en el auricular: “Permítame, le van a saludar”.

licajimenezmcc@hotmail.com

Escríbame a:

licajimenezmcc@hotmail.com

Y recuerde, para mañana ¡Despierte, no se duerma que será un gran día!

Quince, tal vez dieciséis años, no más. Los tres sentados en una banca de la laguna del Carpintero, describíamos con palabras el futuro de cada uno.

El primero de ellos, con un enorme talento dijo entusiasmado, adornando la frase con mexicanismos que no puedo reproducir aquí: “¡Yo de grande voy a ser doctor y cuando sea un gran médico los voy a curar a ustedes!”. Los dos que escuchábamos abrimos los ojos por la emoción causada por las palabras dichas por el futuro galeno y vitoreamos su amor y entusiasmo por la vida.

Pues yo, dijo el siguiente, para no quedarse atrás, “¡Voy a estudiar leyes, seré licenciado y cuando sea un gran abogado les solucionaré cualquier problema!”. Nuevamente la ovación se escuchó por aquel público formado por dos personas que compartían no solo la edad, sino las ansias naturales de comerse al mundo de un solo bocado.

De inmediato las miradas se cruzaron en el aire y se dirigieron a este que escribe. Sabedor que era mi turno de tomar la voz y de no quedar mal con aquellos que me antecedieron y juramentaron por mi salud y mi estabilidad jurídica, me lancé al ruedo de la oratoria adolescente sin pensar qué diría.

Tomé aire, raspé la garganta, henchí el pecho y con voz profunda declaré: “¡Yo estudiaré comunicación y seré un gran periodista!”. El silencio fue sepulcral. Mi par de oyentes volvieron a cruzar miradas y después de unos instantes que parecieron eternos, uno me preguntó: “¿Y eso para qué?”. No supe qué decir. De inmediato arqueé las cejas y sin pensar dije lo primero que se me ocurrió para no sentirme menos: “¡Seré un gran periodista para hablar muy bien de ustedes!”

Los tres reímos.

El primero de ellos se convirtió en uno de los más destacados traumatólogos de la zona y, además de su inobjetable capacidad, el cariño que nos une me anima asegurarle que para este servidor es el mejor y sus años de estudio lo han colocado en una posición privilegiada en el ámbito de la medicina regional.

El segundo, a los pocos años de haber pechado esa promesa migró a la ciudad de Xalapa; capital veracruzana en la que se abrió paso solo y bastó su ímpetu y determinación para llegar hasta el Viejo Continente y estudiar un doctorado en derechos humanos. Allá se convirtió en docente de la Universidad de Sevilla y cada año brinda cursos en la máxima casa de estudios de nuestro país: la UNAM, y en las universidades de Querétaro, San Luis Potosí y Chihuahua. Este “chamaco” que conocí a los 15 años oriundo orgullosamente de Ozuluama, se volvió un ciudadano del mundo.

Seguramente esta historia la hemos tocado en otra ocasión, gentil amigo lector, y no lo puedo asegurar, nomás lo supongo, puesto que la memoria se ha tornado más burlona en los últimos meses e insiste en jugarme muchas bromas. Algunas leves y simpáticas y otras, tristemente, rudas y hasta bochornosas.

Sin embargo, en esta ocasión que volví a saludar a mi amigo, hubo un detalle que me conmocionó e hizo que viera reflejada nuestra amistad en otra que nos superaba por muchos años más de historia.

Un buen amigo y compañero de trabajo de corazón joven y edad madura reiteradamente me había narrado sus mozas aventuras cuando fue internado de un colegio semi-militarizado en el pueblo de Roque, en el estado de Guanajuato. Centro de adiestramiento académico del que fue egresado como profesor normalista capacitado para el trabajo rural especializado en la producción ganadera.

Detalles de su vida durante esa etapa y que no vienen al caso escribir aquí, me hicieron comprender la hermandad que hay entre la muchachada que se veía forzada a madurar y aprender bajo la mano académica del orden castrense y que, con el transcurrir del tiempo terminaron por reconocerse como familia. Se volvieron hermanos de la vida. Nunca presentí o imaginé relación alguna de mi colaborador y mi amigo proveniente de la Madre Patria.

Hace un par de noches que la familia se reunió para saludar al viajero, me uní a la comitiva con la misma emoción de cada año. El esposo de la mayor de las hermanas me saludó y después de platicar un rato se limitó a escuchar las conversaciones que se cruzaban por los aires entre todos los asistentes.

“¿Sigues trabajando en el mismo lugar?”, me preguntaron. Asentí con cabeza y voz.

De inmediato, el hombre aquel que había optado por callar, se enderezó en su silla y alzó la mano para llamar mi atención pues me encontraba hasta el otro extremo de la mesa en la que compartíamos pan y sal.

“Oye, de casualidad no trabaja allí una persona...” y me dio el nombre de mi colaborador. Cuando respondí de manera afirmativa una sonrisa enorme se dibujó en el rostro del hombre aquel y mientras se tocaba el pecho con su dedo índice me dijo entusiasmado “¡Yo lo conozco, tengo más de 50 años de no saber de él, es mi amigo, estuvimos juntos en el internado de Roque, en Guanajuato!”

El espíritu mermado por el transcurrir inevitable de los años de ese buen señor se vio rejuvenecido de forma instantánea por la emoción y, por un momento volvió a ser un chamaco a punto de internarse y recordó las risas, travesuras y noches de serenata que, como cadetes, vivieron juntos. También vinieron a su memoria los pasajes tristes que los unieron mucho y que los volvieron más que amigos.

No pude esperar más y un impulso que se contenía en mi alma se liberó y me obligó a marcarle a mi colaborador sin importar la hora de la noche. “¿Qué pasó, Agustín?”, me dijo, fiel a su costumbre y yo, con la mano en el hombro del caballero aquel con el que estaba cenando, contesté en el auricular: “Permítame, le van a saludar”.

licajimenezmcc@hotmail.com

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Y recuerde, para mañana ¡Despierte, no se duerma que será un gran día!