/ domingo 7 de abril de 2019

De la grandeza del corazón

Hace poco más de siete siglos, un escocés llamado William Wallace, aun sin ser noble por la heredad de la sangre, decidió que su pueblo debía ser libre y no depender de ninguna otra nación por poderosa que fuera, para diseñar su destino

Entre mitos, fantasías y verdades, la figura de este corazón valiente logró lo que los políticos hoy pocas veces logran: unificar un pueblo en torno a un ideal común, representado por la libertad de pensar, decidir y querer.

Son los corazones como el de Wallace, los que finalmente construyen lo que muchos ni siquiera se atreven a soñar: Hidalgo y Morelos; San Martín y Bolívar, Martin Luther King y Teresa de Calcuta, Lincoln y Juárez, fueron, en medio de sus grandes virtudes y defectos, personas cuyo corazón se acrisoló en la lucha por el ideal de la justicia, que desgraciadamente muchos esperamos que nos caiga del cielo, en lugar de luchar por ella.

Es triste observar cómo en los seres humanos la grandeza del corazón no es muchas veces un fruto apetecible porque supone sacrificar el egoísmo y la mediocridad a la que somos tan proclives. Un corazón grande no es resultado automático de la herencia de nuestros padres, aunque ellos lo hayan tenido, sino fruto de la conciencia personal que va comprendiendo cómo el mundo no puede privarse de nuestro esfuerzo, en orden a perfeccionar su misma naturaleza que tantas veces busca tan sólo lo que es para su propio beneficio.

Desgraciadamente esa búsqueda egoísta de sí mismo, el hombre se olvida que es parte de un genérico llamado especie humana, en cuyo mejoramiento todos debemos estar involucrados. Es cómodo buscar culpables de nuestras frustraciones, pero resulta estéril hacerlo si no ponemos de nuestra parte lo que nos toca en la construcción del destino común. El hombre que se descentra de sus propias ambiciones, pensando en los demás, es el que ve el llanto en el corazón de los otros y siente su duelo y ve la alegría ajena como propia, porque se ve incluido en esa misma naturaleza humana, que sin duda comparte.

Lo paradójico de esa nuestra lucha por trascender está en que no necesitamos ser héroes, ni estar representados en monumentos o tener una calle en nuestro honor para lograrlo. Se tiene grandeza en el corazón cuando desde nuestra propia trinchera, por humilde que sea, luchamos por hacer de este mundo un mejor lugar para vivir. Nuestro corazón se agranda cuando sentimos piedad por nuestros niños de la calle y contribuimos en algo para sacarlos de su postración; cuando vemos a nuestros hermanos indígenas y en lugar de avergonzarnos de ellos, ideamos la mejor forma de ayudarlos, respetándolos; cuando desde nuestra cómoda torre de marfil damos una ojeada a este minúsculo mundo azul en peligro y pensamos que aún tiene remedio, porque ponemos nuestro granito de arena en su preservación y en el anhelo por conseguir la fraternidad en él.

Porque es fácil dejar a otros la tarea común; es fácil cerrar los ojos y el corazón a las personas que no nos tocan de cerca; así como a la brutalidad y a la marginación; a la violencia festejada y aun propiciada en beneficio del rating. Lo difícil es edificar, sembrar ideas, fomentar las virtudes que en nuestro corazón se esconden, porque es sólo de esta forma que todos podemos tener la oportunidad de ser felices por igual.

Finalmente, si lo pensamos bien, todos poseemos esa capacidad, si hurgamos un poco dentro de nosotros mismos; si olvidamos las diferencias que nos separan y tratamos de coincidir en las semejanzas que nos unen; si somos conscientes de que los valores de nuestra vida no son solamente los que el espejo social nos ha comprometido a aceptar, sino también aquellos que brotan de la propia dignidad humana, tan atropellada y humillada, pero que aún tiene redención en la solidaridad y la justicia.

La grandeza del corazón está pues ahí, en cada uno de nosotros, esperando ser rescatada del odio, del resentimiento y del temor. Está en la devoción por la familia, en el amor por los hijos a los que dimos un corazón y un espíritu inmortal, en la cercanía con los amigos y en el privilegio del trato con nuestros semejantes, en los que, si buscamos delicadamente, encontraremos la imagen de un Padre común, del cual todos somos hijos.

Víctor Hugo escribió alguna vez que mientras más pequeño es el corazón, más espacio tiene para el rencor y el resentimiento. Creo, por la misma razón, que mientras más grande sea nuestro corazón, mayor espacio tendrá para la inclusión y el amor.

El corazón del loco está en la boca; pero la boca del sabio está en el corazón...”

Benjamín Franklin

Hace poco más de siete siglos, un escocés llamado William Wallace, aun sin ser noble por la heredad de la sangre, decidió que su pueblo debía ser libre y no depender de ninguna otra nación por poderosa que fuera, para diseñar su destino

Entre mitos, fantasías y verdades, la figura de este corazón valiente logró lo que los políticos hoy pocas veces logran: unificar un pueblo en torno a un ideal común, representado por la libertad de pensar, decidir y querer.

Son los corazones como el de Wallace, los que finalmente construyen lo que muchos ni siquiera se atreven a soñar: Hidalgo y Morelos; San Martín y Bolívar, Martin Luther King y Teresa de Calcuta, Lincoln y Juárez, fueron, en medio de sus grandes virtudes y defectos, personas cuyo corazón se acrisoló en la lucha por el ideal de la justicia, que desgraciadamente muchos esperamos que nos caiga del cielo, en lugar de luchar por ella.

Es triste observar cómo en los seres humanos la grandeza del corazón no es muchas veces un fruto apetecible porque supone sacrificar el egoísmo y la mediocridad a la que somos tan proclives. Un corazón grande no es resultado automático de la herencia de nuestros padres, aunque ellos lo hayan tenido, sino fruto de la conciencia personal que va comprendiendo cómo el mundo no puede privarse de nuestro esfuerzo, en orden a perfeccionar su misma naturaleza que tantas veces busca tan sólo lo que es para su propio beneficio.

Desgraciadamente esa búsqueda egoísta de sí mismo, el hombre se olvida que es parte de un genérico llamado especie humana, en cuyo mejoramiento todos debemos estar involucrados. Es cómodo buscar culpables de nuestras frustraciones, pero resulta estéril hacerlo si no ponemos de nuestra parte lo que nos toca en la construcción del destino común. El hombre que se descentra de sus propias ambiciones, pensando en los demás, es el que ve el llanto en el corazón de los otros y siente su duelo y ve la alegría ajena como propia, porque se ve incluido en esa misma naturaleza humana, que sin duda comparte.

Lo paradójico de esa nuestra lucha por trascender está en que no necesitamos ser héroes, ni estar representados en monumentos o tener una calle en nuestro honor para lograrlo. Se tiene grandeza en el corazón cuando desde nuestra propia trinchera, por humilde que sea, luchamos por hacer de este mundo un mejor lugar para vivir. Nuestro corazón se agranda cuando sentimos piedad por nuestros niños de la calle y contribuimos en algo para sacarlos de su postración; cuando vemos a nuestros hermanos indígenas y en lugar de avergonzarnos de ellos, ideamos la mejor forma de ayudarlos, respetándolos; cuando desde nuestra cómoda torre de marfil damos una ojeada a este minúsculo mundo azul en peligro y pensamos que aún tiene remedio, porque ponemos nuestro granito de arena en su preservación y en el anhelo por conseguir la fraternidad en él.

Porque es fácil dejar a otros la tarea común; es fácil cerrar los ojos y el corazón a las personas que no nos tocan de cerca; así como a la brutalidad y a la marginación; a la violencia festejada y aun propiciada en beneficio del rating. Lo difícil es edificar, sembrar ideas, fomentar las virtudes que en nuestro corazón se esconden, porque es sólo de esta forma que todos podemos tener la oportunidad de ser felices por igual.

Finalmente, si lo pensamos bien, todos poseemos esa capacidad, si hurgamos un poco dentro de nosotros mismos; si olvidamos las diferencias que nos separan y tratamos de coincidir en las semejanzas que nos unen; si somos conscientes de que los valores de nuestra vida no son solamente los que el espejo social nos ha comprometido a aceptar, sino también aquellos que brotan de la propia dignidad humana, tan atropellada y humillada, pero que aún tiene redención en la solidaridad y la justicia.

La grandeza del corazón está pues ahí, en cada uno de nosotros, esperando ser rescatada del odio, del resentimiento y del temor. Está en la devoción por la familia, en el amor por los hijos a los que dimos un corazón y un espíritu inmortal, en la cercanía con los amigos y en el privilegio del trato con nuestros semejantes, en los que, si buscamos delicadamente, encontraremos la imagen de un Padre común, del cual todos somos hijos.

Víctor Hugo escribió alguna vez que mientras más pequeño es el corazón, más espacio tiene para el rencor y el resentimiento. Creo, por la misma razón, que mientras más grande sea nuestro corazón, mayor espacio tendrá para la inclusión y el amor.

El corazón del loco está en la boca; pero la boca del sabio está en el corazón...”

Benjamín Franklin