/ domingo 31 de marzo de 2019

De la gratitud y el olvido

De la gratitud y el olvido

Estoy seguro que usted ha sentido alguna vez la retadora experiencia de lo que no es capaz de comprender, como estoy igualmente cierto que todos, en alguna ocasión, hemos quedado sorprendidos ante lo misterioso e inexplicable.

En la búsqueda de entenderlo, y su dificultad para lograrlo, a veces preferimos hacerlo simplemente a un lado y hasta pretendemos que lo hemos olvidado, como fórmula eficaz para no sucumbir ante aquello que nos puede ser mortificante.

¿Por qué nada más uno de los diez leprosos curados por Cristo regresó a agradecérselo? ¿Qué explicación puede haber ante esa ingratitud y ese olvido? ¿Por qué nos olvidamos de agradecer? ¿Por qué el agradecimiento está casi siempre en proporción inversa al don que recibimos? ¿Y por qué a pesar de que afirmamos que es mejor dar que recibir, no solamente preferimos que nos den, sino que incluso tendemos a olvidar a aquel de quien un día algo recibimos?

La naturaleza humana suele ser un misterio semejante al de los sentimientos que origina. Y una de sus facetas más misteriosas tiene que ver con la gratitud y el olvido. Al contemplar esa realidad contrastante un poeta afirmó consternado que es triste ver cómo “cuando se abre una flor, al olor de la flor, se le olvida la flor”. Esa es una forma retórica de explicar lo que carece de explicaciòn: el corazón humano cae fácilmente en la tentación de olvidar, lo que por su misma naturaleza debería ser inolvidable.

La maestra de la vida, como un día llamó Herodoto a la historia, nos da sobre esto innumerables y casi siempre trágicos ejemplos. Julio César fue asesinado por su propio hijo, que tanto le debía; el pueblo judío se rebeló contra Moisés quien le había rescatado de la esclavitud de Egipto y le había guiado a través del desierto, en medio de grandes penalidades, y Sócrates fue llevado a juicio y condenado a muerte por haber enseñado a la juventud de su tiempo a no vivir en las sombras y dar a luz la verdad.

Es común observar que las naciones se olvidan de su rey moribundo, las instituciones de aquellos que fielmente les sirvieron y el mismo Cristo vio cómo sus discípulos, a quienes había llamado sus amigos, huyeron temerosos cuando vieron su vida en peligro. Y en una rápida sucesión de imágenes podemos ver cómo los hijos olvidan pronto la matriz que les dio la vida, los estudiantes a sus maestros, que les aumentaron la vida y la persona amada a quien descubrió y propició sus ansias de amar. La invisible cadena del olvido destruye así la endeble malla de la gratitud, que, paradójicamente, debería ser el firme amarre con aquellos que un día fecundaron nuestros sueños y generosamente inundaron de luces nuestro horizonte. Pero por desgracia no es así como sucede.

La gratitud sólo brota de las almas bien nacidas. Ella que debería ser la fragante rosa que florece siempre, sea en la primavera temprana como en el último otoño, el faro refulgente que ilumina con suave luz nuestra alma tantas veces colmada por la generosidad del otro, es muchas veces aniquilada por el viento frío del rechazo y la ingratitud. El saber agradecer debería ser la manera natural de aceptar los dones de la vida para poder así compartirlos con los demás que también son comensales en ese banquete, como esa razón definitiva que, inscrita en nuestra alma, alienta nuestro deseo por la supervivencia y nos impide destruirnos unos a otros. Y, finalmente, debería ser la fórmula perfecta que nos impide abjurar de nuestra esencia pensante y de nuestro propio espíritu inmortal.

León Felipe escribió alguna vez que era bueno que el hombre no viviera cien años, para que no tuviera que ver las mismas injusticias, los mismos afanes sin respuesta y las mismas pérdidas en esta vida. Quizás, en esas pérdidas lamentables estaba incluido el rechazo a la gratitud, la renuncia a la invocación común y el privilegiar el olvido. De cualquier forma, en la gratitud humana está inscrito lo que hace que nos sintamos hermanos, tanto como en el olvido se encuentra el triste retorno a la parte obscura de nuestra humana fragilidad.

Oscar Wilde, en uno de sus bellos poemas en prosa nos narra la respuesta ingrata de todos los que un día fueron beneficiados por el Maestro con un milagro: ellos usaron los dones que recibieron para el mal y se olvidaron de su donador. ¿otra cosa podíamos hacer?, le dijeron sonriendo, ante el reclamo de su generoso Mecenas, con una sonrisa que era más bien la mueca del desagradecido.

Sólo el joven que recibió el don de la resurrección lloraba inconsolable, con la vida de nuevo entre sus manos, pero con la perspectiva de la ingratitud como horizonte imprescindible de su naturaleza frágil y olvidadiza. Interrogado por el Maestro del porqué de su llanto, sólo acertó a contestar: “Estaba yo muerto y me resucitaste, qué otra cosa habría yo de hacer que llorar?”. Había sido condenado a vivir de nuevo, acumular recuerdos para después olvidarlos.

Igual que hacemos muchos con los nuestros, con el pretexto sutil de no querer sufrir a causa de ellos. Pero sin pensar que al hacerlo, quizás serán otros los que sufran, a causa de nuestra ingratitud y nuestro inexplicable olvido.

DE LA GRATITUD Y EL OLVIDO

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“luego vendrá

piadoso olvido,

ùnico amigo fiel,

que nos perdona…”

Paul Geraldy

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Rubèn Nùñez de Càceres V.

luego vendrá

piadoso olvido,

único amigo fiel,

que nos perdona…”

Paul Geraldy

luego vendrá piadoso olvido,

ùnico amigo fiel, que nos perdona…”

Paul Geraldy

De la gratitud y el olvido

Estoy seguro que usted ha sentido alguna vez la retadora experiencia de lo que no es capaz de comprender, como estoy igualmente cierto que todos, en alguna ocasión, hemos quedado sorprendidos ante lo misterioso e inexplicable.

En la búsqueda de entenderlo, y su dificultad para lograrlo, a veces preferimos hacerlo simplemente a un lado y hasta pretendemos que lo hemos olvidado, como fórmula eficaz para no sucumbir ante aquello que nos puede ser mortificante.

¿Por qué nada más uno de los diez leprosos curados por Cristo regresó a agradecérselo? ¿Qué explicación puede haber ante esa ingratitud y ese olvido? ¿Por qué nos olvidamos de agradecer? ¿Por qué el agradecimiento está casi siempre en proporción inversa al don que recibimos? ¿Y por qué a pesar de que afirmamos que es mejor dar que recibir, no solamente preferimos que nos den, sino que incluso tendemos a olvidar a aquel de quien un día algo recibimos?

La naturaleza humana suele ser un misterio semejante al de los sentimientos que origina. Y una de sus facetas más misteriosas tiene que ver con la gratitud y el olvido. Al contemplar esa realidad contrastante un poeta afirmó consternado que es triste ver cómo “cuando se abre una flor, al olor de la flor, se le olvida la flor”. Esa es una forma retórica de explicar lo que carece de explicaciòn: el corazón humano cae fácilmente en la tentación de olvidar, lo que por su misma naturaleza debería ser inolvidable.

La maestra de la vida, como un día llamó Herodoto a la historia, nos da sobre esto innumerables y casi siempre trágicos ejemplos. Julio César fue asesinado por su propio hijo, que tanto le debía; el pueblo judío se rebeló contra Moisés quien le había rescatado de la esclavitud de Egipto y le había guiado a través del desierto, en medio de grandes penalidades, y Sócrates fue llevado a juicio y condenado a muerte por haber enseñado a la juventud de su tiempo a no vivir en las sombras y dar a luz la verdad.

Es común observar que las naciones se olvidan de su rey moribundo, las instituciones de aquellos que fielmente les sirvieron y el mismo Cristo vio cómo sus discípulos, a quienes había llamado sus amigos, huyeron temerosos cuando vieron su vida en peligro. Y en una rápida sucesión de imágenes podemos ver cómo los hijos olvidan pronto la matriz que les dio la vida, los estudiantes a sus maestros, que les aumentaron la vida y la persona amada a quien descubrió y propició sus ansias de amar. La invisible cadena del olvido destruye así la endeble malla de la gratitud, que, paradójicamente, debería ser el firme amarre con aquellos que un día fecundaron nuestros sueños y generosamente inundaron de luces nuestro horizonte. Pero por desgracia no es así como sucede.

La gratitud sólo brota de las almas bien nacidas. Ella que debería ser la fragante rosa que florece siempre, sea en la primavera temprana como en el último otoño, el faro refulgente que ilumina con suave luz nuestra alma tantas veces colmada por la generosidad del otro, es muchas veces aniquilada por el viento frío del rechazo y la ingratitud. El saber agradecer debería ser la manera natural de aceptar los dones de la vida para poder así compartirlos con los demás que también son comensales en ese banquete, como esa razón definitiva que, inscrita en nuestra alma, alienta nuestro deseo por la supervivencia y nos impide destruirnos unos a otros. Y, finalmente, debería ser la fórmula perfecta que nos impide abjurar de nuestra esencia pensante y de nuestro propio espíritu inmortal.

León Felipe escribió alguna vez que era bueno que el hombre no viviera cien años, para que no tuviera que ver las mismas injusticias, los mismos afanes sin respuesta y las mismas pérdidas en esta vida. Quizás, en esas pérdidas lamentables estaba incluido el rechazo a la gratitud, la renuncia a la invocación común y el privilegiar el olvido. De cualquier forma, en la gratitud humana está inscrito lo que hace que nos sintamos hermanos, tanto como en el olvido se encuentra el triste retorno a la parte obscura de nuestra humana fragilidad.

Oscar Wilde, en uno de sus bellos poemas en prosa nos narra la respuesta ingrata de todos los que un día fueron beneficiados por el Maestro con un milagro: ellos usaron los dones que recibieron para el mal y se olvidaron de su donador. ¿otra cosa podíamos hacer?, le dijeron sonriendo, ante el reclamo de su generoso Mecenas, con una sonrisa que era más bien la mueca del desagradecido.

Sólo el joven que recibió el don de la resurrección lloraba inconsolable, con la vida de nuevo entre sus manos, pero con la perspectiva de la ingratitud como horizonte imprescindible de su naturaleza frágil y olvidadiza. Interrogado por el Maestro del porqué de su llanto, sólo acertó a contestar: “Estaba yo muerto y me resucitaste, qué otra cosa habría yo de hacer que llorar?”. Había sido condenado a vivir de nuevo, acumular recuerdos para después olvidarlos.

Igual que hacemos muchos con los nuestros, con el pretexto sutil de no querer sufrir a causa de ellos. Pero sin pensar que al hacerlo, quizás serán otros los que sufran, a causa de nuestra ingratitud y nuestro inexplicable olvido.

DE LA GRATITUD Y EL OLVIDO

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“luego vendrá

piadoso olvido,

ùnico amigo fiel,

que nos perdona…”

Paul Geraldy

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Rubèn Nùñez de Càceres V.

luego vendrá

piadoso olvido,

único amigo fiel,

que nos perdona…”

Paul Geraldy

luego vendrá piadoso olvido,

ùnico amigo fiel, que nos perdona…”

Paul Geraldy