/ domingo 7 de julio de 2019

De la gratitud y el olvido

…es tan corto el amor y es tan largo el olvido..

Pablo Neruda.

Estoy seguro que usted ha sentido más de alguna vez la retadora experiencia de aquello que no es capaz de comprender, como estoy igualmente cierto que todos, en alguna ocasión, hemos quedado sorprendidos ante lo misterioso e inexplicable.

En la búsqueda por entenderlo, y su dificultad para lograrlo, a veces preferimos hacerlo simplemente a un lado y hasta pretendemos que lo hemos olvidado, como fórmula eficaz para no sucumbir ante lo que nos puede ser mortificante.

¿Porqué nada más uno de los diez leprosos curados por Cristo regresó a agradecérselo? ¿Qué explicación puede haber ante esa extraña ingratitud? ¿Por qué nuestro olvido está casi siempre en proporción inversa al don que recibimos? ¿Y por qué a pesar de que afirmamos que es mejor dar que recibir, no solamente preferimos que nos den, sino que incluso tendemos a olvidar a aquel de quien un día algo recibimos?

La naturaleza humana suele ser un misterio semejante al de los sentimientos que origina. Y una de sus facetas más profundas tiene que ver con la gratitud y el olvido. Al contemplar esa realidad contradictoria un poeta afirmó consternado como es triste ver que “cuando se abre una flor, al olor de la flor, se le olvida la flor”. Esa es una forma retórica de explicar lo que carece de explicación: el corazón humano cae fácilmente en la tentación de olvidar, incluso lo que por su misma naturaleza debería ser inolvidable.

La maestra de la vida, como un día llamó Herodoto a la historia, nos da sobre esto innumerables y casi siempre trágicos ejemplos. Julio César fue asesinado por su propio hijo, que tanto le debía; el pueblo judío se rebeló contra Moisés quien le había rescatado de la esclavitud de Egipto y le había guiado a través del desierto, en medio de grandes penalidades, y Sócrates fue llevado a juicio y condenado a muerte, por haber enseñado a la juventud de su tiempo a no vivir en las sombras y dar a luz la verdad.

Es común observar que las naciones se olvidan de su rey moribundo, las instituciones de aquellos que fielmente les sirvieron y el mismo Cristo vio cómo sus discípulos, a quienes había llamado sus amigos, huyeron temerosos cuando vieron su vida en peligro. Y en una rápida sucesión de imágenes podemos ver cómo los hijos olvidan a menudo la matriz que les dio la vida, los estudiantes a sus maestros, que les acrecentaron la vida y la persona amada a quien alguna vez descubrió y propició sus ansias de amar. La invisible cadena del olvido destruye inmisericorde la endeble malla de la gratitud, que, paradójicamente, debería ser el firme amarre con aquellos que un día fecundaron nuestros sueños y generosamente inundaron de luces nuestro horizonte. Pero por desgracia no es siempre así como sucede.

La gratitud sólo brota de las almas bien nacidas. Ella que debería ser la fragante rosa que florece siempre, tanto en la primavera temprana como en el último otoño; el faro refulgente que creímos iluminaría con suave luz nuestra alma tantas veces colmada por la generosidad del otro, es a veces aniquilada por el viento frío del rechazo y la ingratitud. El saber agradecer debería ser la forma natural de recibir los dones de la vida para poder así compartirlos con los demás, que también son comensales en ese banquete, es encontrar la razón definitiva que, inscrita en nuestra alma, alienta nuestro deseo por la supervivencia y nos impide destruirnos unos a otros. Y, finalmente, debería ser la fórmula perfecta que jamás nos permita renunciar a nuestra esencia pensante y a la belleza de nuestro espíritu inmortal.

León Felipe escribió alguna vez que sin duda era bueno que el hombre no viviera cien años, para que no tuviera que ver las mismas injusticias, los mismos afanes sin respuesta y las mismas pérdidas lamentables que necesariamente se sufren en esta vida porque en ellas esta también incluido el rechazo a la gratitud, la renuncia a la invocación común y el privilegiar al olvido. No obstante, el agradecimiento es lo que hace que nos sintamos hermanos, tanto como a veces el olvido constituye el triste retorno a la parte obscura de nuestra humana fragilidad.

Oscar Wilde, en uno de sus bellos poemas en prosa nos narra la respuesta ingrata de todos los que un día fueron beneficiados por el Maestro con un milagro: ellos finalmente acabaron usando los dones que recibieron para hacer el mal y se olvidaron de quien se los otorgó y sonriendo ante su reclamo cínicamente le dijeron a su Benefactor: ¿ y qué otra cosa querías que hiciéramos?.

Sólo el joven que recibió el don de la resurrección lloraba inconsolable, con la vida de nuevo entre sus manos, pero con la perspectiva de la ingratitud como horizonte imprescindible de su naturaleza frágil y olvidadiza. Interrogado por el Maestro del por qué de su llanto, él sólo acertó a contestar: “Estaba yo muerto y me resucitaste, ¿qué otra cosa habría yo de hacer que llorar?” Habìa sido condenado a vivir de nuevo y acumular vivencias para después olvidarlas.

Igual hacemos muchos con los nuestros, incluso aquellos que un día fueron los más acariciados, con el pretexto sutil de no querer sufrir a causa de ellos. Pero sin pensar que al hacerlo, quizás serán otros los que sufran, a causa de nuestra ingratitud y nuestro inexplicable olvido.

…es tan corto el amor y es tan largo el olvido..

Pablo Neruda.

Estoy seguro que usted ha sentido más de alguna vez la retadora experiencia de aquello que no es capaz de comprender, como estoy igualmente cierto que todos, en alguna ocasión, hemos quedado sorprendidos ante lo misterioso e inexplicable.

En la búsqueda por entenderlo, y su dificultad para lograrlo, a veces preferimos hacerlo simplemente a un lado y hasta pretendemos que lo hemos olvidado, como fórmula eficaz para no sucumbir ante lo que nos puede ser mortificante.

¿Porqué nada más uno de los diez leprosos curados por Cristo regresó a agradecérselo? ¿Qué explicación puede haber ante esa extraña ingratitud? ¿Por qué nuestro olvido está casi siempre en proporción inversa al don que recibimos? ¿Y por qué a pesar de que afirmamos que es mejor dar que recibir, no solamente preferimos que nos den, sino que incluso tendemos a olvidar a aquel de quien un día algo recibimos?

La naturaleza humana suele ser un misterio semejante al de los sentimientos que origina. Y una de sus facetas más profundas tiene que ver con la gratitud y el olvido. Al contemplar esa realidad contradictoria un poeta afirmó consternado como es triste ver que “cuando se abre una flor, al olor de la flor, se le olvida la flor”. Esa es una forma retórica de explicar lo que carece de explicación: el corazón humano cae fácilmente en la tentación de olvidar, incluso lo que por su misma naturaleza debería ser inolvidable.

La maestra de la vida, como un día llamó Herodoto a la historia, nos da sobre esto innumerables y casi siempre trágicos ejemplos. Julio César fue asesinado por su propio hijo, que tanto le debía; el pueblo judío se rebeló contra Moisés quien le había rescatado de la esclavitud de Egipto y le había guiado a través del desierto, en medio de grandes penalidades, y Sócrates fue llevado a juicio y condenado a muerte, por haber enseñado a la juventud de su tiempo a no vivir en las sombras y dar a luz la verdad.

Es común observar que las naciones se olvidan de su rey moribundo, las instituciones de aquellos que fielmente les sirvieron y el mismo Cristo vio cómo sus discípulos, a quienes había llamado sus amigos, huyeron temerosos cuando vieron su vida en peligro. Y en una rápida sucesión de imágenes podemos ver cómo los hijos olvidan a menudo la matriz que les dio la vida, los estudiantes a sus maestros, que les acrecentaron la vida y la persona amada a quien alguna vez descubrió y propició sus ansias de amar. La invisible cadena del olvido destruye inmisericorde la endeble malla de la gratitud, que, paradójicamente, debería ser el firme amarre con aquellos que un día fecundaron nuestros sueños y generosamente inundaron de luces nuestro horizonte. Pero por desgracia no es siempre así como sucede.

La gratitud sólo brota de las almas bien nacidas. Ella que debería ser la fragante rosa que florece siempre, tanto en la primavera temprana como en el último otoño; el faro refulgente que creímos iluminaría con suave luz nuestra alma tantas veces colmada por la generosidad del otro, es a veces aniquilada por el viento frío del rechazo y la ingratitud. El saber agradecer debería ser la forma natural de recibir los dones de la vida para poder así compartirlos con los demás, que también son comensales en ese banquete, es encontrar la razón definitiva que, inscrita en nuestra alma, alienta nuestro deseo por la supervivencia y nos impide destruirnos unos a otros. Y, finalmente, debería ser la fórmula perfecta que jamás nos permita renunciar a nuestra esencia pensante y a la belleza de nuestro espíritu inmortal.

León Felipe escribió alguna vez que sin duda era bueno que el hombre no viviera cien años, para que no tuviera que ver las mismas injusticias, los mismos afanes sin respuesta y las mismas pérdidas lamentables que necesariamente se sufren en esta vida porque en ellas esta también incluido el rechazo a la gratitud, la renuncia a la invocación común y el privilegiar al olvido. No obstante, el agradecimiento es lo que hace que nos sintamos hermanos, tanto como a veces el olvido constituye el triste retorno a la parte obscura de nuestra humana fragilidad.

Oscar Wilde, en uno de sus bellos poemas en prosa nos narra la respuesta ingrata de todos los que un día fueron beneficiados por el Maestro con un milagro: ellos finalmente acabaron usando los dones que recibieron para hacer el mal y se olvidaron de quien se los otorgó y sonriendo ante su reclamo cínicamente le dijeron a su Benefactor: ¿ y qué otra cosa querías que hiciéramos?.

Sólo el joven que recibió el don de la resurrección lloraba inconsolable, con la vida de nuevo entre sus manos, pero con la perspectiva de la ingratitud como horizonte imprescindible de su naturaleza frágil y olvidadiza. Interrogado por el Maestro del por qué de su llanto, él sólo acertó a contestar: “Estaba yo muerto y me resucitaste, ¿qué otra cosa habría yo de hacer que llorar?” Habìa sido condenado a vivir de nuevo y acumular vivencias para después olvidarlas.

Igual hacemos muchos con los nuestros, incluso aquellos que un día fueron los más acariciados, con el pretexto sutil de no querer sufrir a causa de ellos. Pero sin pensar que al hacerlo, quizás serán otros los que sufran, a causa de nuestra ingratitud y nuestro inexplicable olvido.