/ domingo 11 de abril de 2021

De luces y de sombras

¿Qué sucede en los intrincados dédalos de esa maravillosa estructura que es el cerebro humano, que de tiempo en tiempo permite que una chispa quede de pronto atrapada en medio del complejo tejido de sus neuronas, haciendo imposible que un niño, en el misterioso silencio de su mirada distraída, aprenda a sonreír, ignore lo que es un abrazo y sea empático con los demás?

Yo no lo sé. Ni creo que muchos lo sepan. O tal vez nadie.

Qué hace que un niño desarrolle habilidades que otro niño no puede todavía desarrollar; que sepa contar cosas de manera prodigiosa, acomodar objetos con facilidad y resolver un complicado acertijo con increíble rapidez, pero al mismo tiempo sea incapaz de relacionarse y comunicar a otros sus sentimientos, no logro explicármelo. Y menos aún comprenderlo.

Intuyo sin embargo que un niño así no es una anomalía del universo, como quizás algunos piensen, sino que es simplemente un ser diferente que no se ajusta a los paradigmas que como sociedad le hemos creado y cuyos estereotipos de supuesta normalidad, nos impiden diferenciarlo de otros niños como él. Y para quien, en nuestros fallidos intentos por no complicarnos la vida, creamos limbos cuyas sombras esconden otras luces que acaban por hacernos incapaces de mirarnos unos a otros.

Son, afortunadamente, los papás de esos niños cuyo amor les permite asomarse a su mundo, y verlos a pesar de todo como un regalo de la vida que no deja de fluir. Los que intuyen, ciega y claramente cómo en los pliegues maravillosos de su mente hay también insondables designios, incomprensibles es cierto, pero cuya real esencia podemos ver solo con el corazón.

Son las escuelas especiales quienes reciben y atienden a esos niños con la paciencia que esperarían tuvieran con los propios, de lo cual a menudo nos olvidamos, las que dedican su tiempo con esmero y calidad a esos ángeles de pintores renacentistas, con la sola esperanza de que un día en sus caritas inexpresivas, se asome acaso una señal de esperanza y una sonrisa, porque al fin y al cabo esa es su vocación y solo verlo será su recompensa un día.

Y junto con ellas, están los neurólogos, los neurocientíficos y los psiquiatras, quienes conscientes del misterio al que se enfrentan, buscan con sus observaciones y sus descripciones fenomenológicas, fruto de simposios, estudios profundos y su práctica clínica diaria, elaborar diagnósticos que vayan más allá de simples explicaciones atribuibles a cargas genéticas y heredables, estableciendo rutas críticas y fórmulas que les ayude a saber cómo tratar a esos niños al mismo tiempo que ayudan a los padres a paliar su sentido de pérdida y de falsa culpa.

Y ahí están también las enfermeras, los maestros y los trabajadores sociales, que haciendo equipo con todos ellos se convierten entonces en verdaderos “sanadores de cuerpos y almas” cuando responsables ante la propia vocación, comparten el afán salvífico de ese Maestro que les anima en la búsqueda por encontrar esa chispa atrapada en ese cuerpo, contenedor magnífico de su espíritu inmortal, que buscan curar y animar en su camino.

Pero también quiero referirme un autismo del que no hablamos y es el del adulto cuya ceguera del alma es voluntaria y no inducida y cuyo egoísmo les invita a alejarse de los demás, por propio deseo. El autismo del que desoye los reclamos del corazón, incluso de su misma familia.

Es el autismo del que gobierna, ensimismado como muchas veces está en su propia vanidad y su afán del poder; el autismo del religioso alejado de su feligrés y el del maestro, distante del alumno, al que no ama porque ni siquiera conoce. Es la falta de solidaridad, generosidad e inclusión que absurdamente nos alejan de quienes deberían estar más cercanos a nuestra vida.

Tal vez esta frase de Jim Sinclair nos ayude a ver un poco más lo que el autismo significa tanto para nuestros niños como para nuestra sociedad y nos haga entendernos mejor cada día.

“Debemos reconocer que todos somos igualmente extraños unos para otros y que en el fondo mi forma de ser, es sólo una visión deteriorada de la tuya…”

Lo que es patético para una sociedad que presume de tantos avances científicos y tecnológicos, pero a la cual parece no importarle el más elemental sentido humano.

¿Qué sucede en los intrincados dédalos de esa maravillosa estructura que es el cerebro humano, que de tiempo en tiempo permite que una chispa quede de pronto atrapada en medio del complejo tejido de sus neuronas, haciendo imposible que un niño, en el misterioso silencio de su mirada distraída, aprenda a sonreír, ignore lo que es un abrazo y sea empático con los demás?

Yo no lo sé. Ni creo que muchos lo sepan. O tal vez nadie.

Qué hace que un niño desarrolle habilidades que otro niño no puede todavía desarrollar; que sepa contar cosas de manera prodigiosa, acomodar objetos con facilidad y resolver un complicado acertijo con increíble rapidez, pero al mismo tiempo sea incapaz de relacionarse y comunicar a otros sus sentimientos, no logro explicármelo. Y menos aún comprenderlo.

Intuyo sin embargo que un niño así no es una anomalía del universo, como quizás algunos piensen, sino que es simplemente un ser diferente que no se ajusta a los paradigmas que como sociedad le hemos creado y cuyos estereotipos de supuesta normalidad, nos impiden diferenciarlo de otros niños como él. Y para quien, en nuestros fallidos intentos por no complicarnos la vida, creamos limbos cuyas sombras esconden otras luces que acaban por hacernos incapaces de mirarnos unos a otros.

Son, afortunadamente, los papás de esos niños cuyo amor les permite asomarse a su mundo, y verlos a pesar de todo como un regalo de la vida que no deja de fluir. Los que intuyen, ciega y claramente cómo en los pliegues maravillosos de su mente hay también insondables designios, incomprensibles es cierto, pero cuya real esencia podemos ver solo con el corazón.

Son las escuelas especiales quienes reciben y atienden a esos niños con la paciencia que esperarían tuvieran con los propios, de lo cual a menudo nos olvidamos, las que dedican su tiempo con esmero y calidad a esos ángeles de pintores renacentistas, con la sola esperanza de que un día en sus caritas inexpresivas, se asome acaso una señal de esperanza y una sonrisa, porque al fin y al cabo esa es su vocación y solo verlo será su recompensa un día.

Y junto con ellas, están los neurólogos, los neurocientíficos y los psiquiatras, quienes conscientes del misterio al que se enfrentan, buscan con sus observaciones y sus descripciones fenomenológicas, fruto de simposios, estudios profundos y su práctica clínica diaria, elaborar diagnósticos que vayan más allá de simples explicaciones atribuibles a cargas genéticas y heredables, estableciendo rutas críticas y fórmulas que les ayude a saber cómo tratar a esos niños al mismo tiempo que ayudan a los padres a paliar su sentido de pérdida y de falsa culpa.

Y ahí están también las enfermeras, los maestros y los trabajadores sociales, que haciendo equipo con todos ellos se convierten entonces en verdaderos “sanadores de cuerpos y almas” cuando responsables ante la propia vocación, comparten el afán salvífico de ese Maestro que les anima en la búsqueda por encontrar esa chispa atrapada en ese cuerpo, contenedor magnífico de su espíritu inmortal, que buscan curar y animar en su camino.

Pero también quiero referirme un autismo del que no hablamos y es el del adulto cuya ceguera del alma es voluntaria y no inducida y cuyo egoísmo les invita a alejarse de los demás, por propio deseo. El autismo del que desoye los reclamos del corazón, incluso de su misma familia.

Es el autismo del que gobierna, ensimismado como muchas veces está en su propia vanidad y su afán del poder; el autismo del religioso alejado de su feligrés y el del maestro, distante del alumno, al que no ama porque ni siquiera conoce. Es la falta de solidaridad, generosidad e inclusión que absurdamente nos alejan de quienes deberían estar más cercanos a nuestra vida.

Tal vez esta frase de Jim Sinclair nos ayude a ver un poco más lo que el autismo significa tanto para nuestros niños como para nuestra sociedad y nos haga entendernos mejor cada día.

“Debemos reconocer que todos somos igualmente extraños unos para otros y que en el fondo mi forma de ser, es sólo una visión deteriorada de la tuya…”

Lo que es patético para una sociedad que presume de tantos avances científicos y tecnológicos, pero a la cual parece no importarle el más elemental sentido humano.