/ domingo 17 de febrero de 2019

Del amor y el egoísmo

El egoísmo iba vestido de púrpura, sus ojos eran fríos y acerados, su aliento era como de hielo y su frente estaba coronada con los restos de naufragios humanos. El amor en cambio iba resplandeciente, su vestido estaba tejido con la trama inconsútil de la esperanza y en sus ojos se adivinaba la bondad. Su frente estaba adornada con los sueños de muchos, que a pesar de todo, aún creían en él.

Ambos eran conscientes de que todo el horizonte terrenal giraba en torno a ellos. Estaban igualmente ciertos de que el ambivalente corazón humano palpitaba al compás de uno y de otro, abriéndose y cerrándose con una armonía que a veces era remanso y a veces torrente, que llenaba y saqueaba a intervalos la vida del hombre. Ambos creían tener el dominio, la inspiración y la conciencia por la que creían señalar correctamente el camino de las personas y presumían del control que ejercían sobre el género humano en la construcción de su destino. Pero eran tan diferentes que sabían claramente que sólo uno de los dos podía ser en verdad la única alternativa viable capaz de conducir al hombre a redimirse de su vulnerabilidad y encontrar así la fortaleza para edificarse a sí mismo. Y entonces comenzaron a disputar.

El egoísmo culpó al amor de proporcionar esperanzas inútiles e ilusiones fatuas a quienes en él creían. Con energía digna de mejor causa, lo acusó de debilidad, de fomentar vagos espejismos y metas abstractas, de basarse en sueños inalcanzables y deseos estériles y de practicar una forma de esclavitud refinada, que no sólo impedía la libertad humana, sino que además ataba a los hombres a utopías fantasiosas de las que un día acabarían irremediablemente arrepentidos. Por eso, su cosecha final estaba casi siempre constituida por sueños rotos, ilusiones perdidas, soledad, distancia y dolor, lo cual era fácilmente perceptible en el que se atrevía a amar, herido con afilados dardos cuyas huellas no cicatrizaban nunca, por causa de un juego de un deseo jamás satisfecho. El amor tenía finalmente la culpa de que en el mundo las cadenas fueran bendecidas en lugar de ser arrancadas y que un conjunto de ciegos neciamente se empeñara en guiar a otros ciegos.

Por su parte, el amor acusó al egoísmo de ser la quintaesencia de todos los fuegos que insensatos consumen al corazón humano; de torcer perversamente sus ansias de crecer dando sombra; de expulsar del alma humana la legítima aspiración del sueño compartido; de hacer del hombre un ser hosco, solitario y suspicaz que se detenía tan sólo en su propia conveniencia. Lo acusó de pragmático, vergonzante de la decepción, sin metas incluyentes y cálidas, causante del odio, la desesperación, las guerras, el desencanto y la angustia de todos los que en él creían. Su fecundidad era tan sólo el aborto de la esperanza; su seducción, la crueldad más refinada y su sentido de búsqueda, la ingrata misión de quien quiere poseer sin ser poseído, encontrar sin permitir ser encontrado y la tristeza recurrente y hostil del que desconoce la sublime belleza que hay tanto en dar como en recibir.

De esa manera ambos se encontraron en una posición irreductible. El horizonte de uno no era el horizonte del otro. Sus expectativas eran tan diferentes que hacían imposible la conciliación de sus intereses o tan siquiera su acercamiento. El amor y el egoísmo se vieron entonces, fijamente, y en ese mudo recodo del camino de la vida, siguieron sin embargo disputándose el privilegio de guiar la conciencia humana y así construír de alguna forma su permanencia, a través de su discurso. Ambos sabían que se hallaban sin remedio profundamente anidados en el corazón del hombre, en su eterna disputa por poseer sus ansias, redimir sus sueños y definir el sentido de su vida. Pero ambos también sabían que, finalmente, en ese afán de búsqueda sólo el hombre tenía la última palabra. O se dejaba seducir por el egoísmo y el mundo vería aniquilada su esperanza en el juego perverso por el cual el horizonte humano se cerraría sobre sí mismo, o enfrentaba con audacia el paradójicamente extraño y placentero dolor que el amor representaba.

En la libertad de hombre estaba pues la elección. Envueltos en brumas y resplandores, el amor y el egoísmo siguieron su camino. Sin duda la elección del hombre tendría que ser una y definitiva: amar la vida como condición para disfrutarla, lo que hace aquel que en verdad sabe amar, o poner como condición disfrutarla para así poder amarla, lo que conduce al abismo metafísico que es el egoísmo.

Porque finalmente es cierto que la condición del amor es tan sólo el amor, mientras que la condición del egoísmo será siempre el propio egoísmo.

Talmud.

“Donde hay amor, ninguna habitación

es demasiado pequeña...”

De esa manera ambos se encontraron en una posición irreductible. El horizonte de uno no era el horizonte del otro. Sus expectativas eran tan diferentes que hacían imposible la conciliación de sus intereses o tan siquiera su acercamiento

El egoísmo iba vestido de púrpura, sus ojos eran fríos y acerados, su aliento era como de hielo y su frente estaba coronada con los restos de naufragios humanos. El amor en cambio iba resplandeciente, su vestido estaba tejido con la trama inconsútil de la esperanza y en sus ojos se adivinaba la bondad. Su frente estaba adornada con los sueños de muchos, que a pesar de todo, aún creían en él.

Ambos eran conscientes de que todo el horizonte terrenal giraba en torno a ellos. Estaban igualmente ciertos de que el ambivalente corazón humano palpitaba al compás de uno y de otro, abriéndose y cerrándose con una armonía que a veces era remanso y a veces torrente, que llenaba y saqueaba a intervalos la vida del hombre. Ambos creían tener el dominio, la inspiración y la conciencia por la que creían señalar correctamente el camino de las personas y presumían del control que ejercían sobre el género humano en la construcción de su destino. Pero eran tan diferentes que sabían claramente que sólo uno de los dos podía ser en verdad la única alternativa viable capaz de conducir al hombre a redimirse de su vulnerabilidad y encontrar así la fortaleza para edificarse a sí mismo. Y entonces comenzaron a disputar.

El egoísmo culpó al amor de proporcionar esperanzas inútiles e ilusiones fatuas a quienes en él creían. Con energía digna de mejor causa, lo acusó de debilidad, de fomentar vagos espejismos y metas abstractas, de basarse en sueños inalcanzables y deseos estériles y de practicar una forma de esclavitud refinada, que no sólo impedía la libertad humana, sino que además ataba a los hombres a utopías fantasiosas de las que un día acabarían irremediablemente arrepentidos. Por eso, su cosecha final estaba casi siempre constituida por sueños rotos, ilusiones perdidas, soledad, distancia y dolor, lo cual era fácilmente perceptible en el que se atrevía a amar, herido con afilados dardos cuyas huellas no cicatrizaban nunca, por causa de un juego de un deseo jamás satisfecho. El amor tenía finalmente la culpa de que en el mundo las cadenas fueran bendecidas en lugar de ser arrancadas y que un conjunto de ciegos neciamente se empeñara en guiar a otros ciegos.

Por su parte, el amor acusó al egoísmo de ser la quintaesencia de todos los fuegos que insensatos consumen al corazón humano; de torcer perversamente sus ansias de crecer dando sombra; de expulsar del alma humana la legítima aspiración del sueño compartido; de hacer del hombre un ser hosco, solitario y suspicaz que se detenía tan sólo en su propia conveniencia. Lo acusó de pragmático, vergonzante de la decepción, sin metas incluyentes y cálidas, causante del odio, la desesperación, las guerras, el desencanto y la angustia de todos los que en él creían. Su fecundidad era tan sólo el aborto de la esperanza; su seducción, la crueldad más refinada y su sentido de búsqueda, la ingrata misión de quien quiere poseer sin ser poseído, encontrar sin permitir ser encontrado y la tristeza recurrente y hostil del que desconoce la sublime belleza que hay tanto en dar como en recibir.

De esa manera ambos se encontraron en una posición irreductible. El horizonte de uno no era el horizonte del otro. Sus expectativas eran tan diferentes que hacían imposible la conciliación de sus intereses o tan siquiera su acercamiento. El amor y el egoísmo se vieron entonces, fijamente, y en ese mudo recodo del camino de la vida, siguieron sin embargo disputándose el privilegio de guiar la conciencia humana y así construír de alguna forma su permanencia, a través de su discurso. Ambos sabían que se hallaban sin remedio profundamente anidados en el corazón del hombre, en su eterna disputa por poseer sus ansias, redimir sus sueños y definir el sentido de su vida. Pero ambos también sabían que, finalmente, en ese afán de búsqueda sólo el hombre tenía la última palabra. O se dejaba seducir por el egoísmo y el mundo vería aniquilada su esperanza en el juego perverso por el cual el horizonte humano se cerraría sobre sí mismo, o enfrentaba con audacia el paradójicamente extraño y placentero dolor que el amor representaba.

En la libertad de hombre estaba pues la elección. Envueltos en brumas y resplandores, el amor y el egoísmo siguieron su camino. Sin duda la elección del hombre tendría que ser una y definitiva: amar la vida como condición para disfrutarla, lo que hace aquel que en verdad sabe amar, o poner como condición disfrutarla para así poder amarla, lo que conduce al abismo metafísico que es el egoísmo.

Porque finalmente es cierto que la condición del amor es tan sólo el amor, mientras que la condición del egoísmo será siempre el propio egoísmo.

Talmud.

“Donde hay amor, ninguna habitación

es demasiado pequeña...”

De esa manera ambos se encontraron en una posición irreductible. El horizonte de uno no era el horizonte del otro. Sus expectativas eran tan diferentes que hacían imposible la conciliación de sus intereses o tan siquiera su acercamiento