/ miércoles 30 de mayo de 2018

Del Tampico que se nos fue

Hace días escuché en una plática familiar que alguien decía muy sorprendido “¡¿Ya viste?!, ¡Se fueron a bañar a la laguna del Chairel!, refiriéndose a unos niños que, según una fotografía difundida en las redes sociales, habían decidido mitigar el calor inclemente de esta primavera con un “chapuzón” en las aguas de este vaso lacustre que fuera mencionado en la última película del genial Germán Valdés, “Tin Tan”.

Lo anterior me llevó rápidamente a un pasaje de mi infancia que, como cualquier otro hombre, guardo en lo más profundo de mi alma.

A mediados de los ochenta, cuando los rayos de un sol primaveral caían sobre esta parte del trópico, la “chamacada” corría ansiosa en el recreo de las escuelas por una bolsa de esa golosina congelada que tiene como símbolo un pez muy típico de las aguas del Golfo de México. Después de “clavarle” un dientecito en un extremo, un chisguete de jarabe convertía aquello en una arma con la que empezaba la correría por los patios del plantel. La camisola blanca quedaba salpicada por manchas de tonalidades anaranjadas, verdes, rojas y moradas, según el sabor en cuestión, así como manchas de mugre y sudor que dejábamos en la tela que mamá había lavado afanosa, una tarde antes. Al llegar a casa y después de hacer la tarea aún quedaba tiempo suficiente para jugar un buen rato antes de la caída del sol.

Los vecinitos que habitaban los departamentos de un par de edificios salían al patio central que lo mismo servía de estacionamiento y jardín que de cancha de futbol, zona de combate y hasta pueblo del “viejo oeste”.

Una vez que se pasaba lista de presentes, los dos más avezados en el dominio del balón se repartían a “la tropa” bajo el democrático sistema del “uno y uno” para formar las alineaciones y así iniciaba el encuentro y ganaba aquella agrupación que llegara primero a los 10 goles. La cosa se ponía más interesante cuando se jugaba con la honorabilidad del famoso “a devis”, eso implicaba que el perdedor debía premiar el triunfo del rival con algún detalle que se compraría en la tienda “El Piolín”, que administraba don Ricardo.

El galardón consistía en un refresco bien frío servido en bolsa de plástico para cada uno y uno o dos paquetes de papas fritas para todos. Ya con el fresco de la noche, el partido terminaba en charlas infantiles que podían ser historias de terror o impresiones de algún programa visto por televisión, en aquel tiempo no había tanta malicia. Las voces maternales rompían la plática llamando a cada uno de los miembros de la pandilla a bañarse y a alistarse para la jornada del siguiente día.

De esta manera llegaba el sábado, por alguna razón era considerado el mejor de los días, incluso sobre el domingo.

Debo confesar que la idea de ir “al Chairel” se construía a lo largo de la semana, lapso en el que se tramitaban los permisos correspondientes y se hacía la mayor cantidad de “mandados” para que no hubiera objeción alguna.

Ese día, muy temprano, “la palomilla” se reunía en el centro del solar y en grupos de dos o tres se distribuían las puertas de las viviendas mientras que se pasaba gritando a la usanza de la merca del México de los años cuarenta o cincuenta: “¡Vecina!, ¿Va a querer tortillas?, La respuesta casi siempre era afirmativa y ante una negación, el grupo de “escuincles” empezaba con una retahíla de preguntas: “¿Y masa?, ¿y leche?, ¿Y refresco?” hasta que obtuvieran el ansiado “sí”.

Todos, en sus respectivas bicicletas cumplían con la serie de encargos. Se visitaba la panadería, la tortillería, la miscelánea y más.

Al final, se contaban las propinas y, con la ganancia obtenida, todos partían rumbo a la laguna de “El Chairel” con pan y refresco comprado. No había tanto peligro como hoy.

Por entre los andadores y las calles que aún eran de terracería, los niños terminaban en la orilla del cuerpo de agua y se imponían las reglas de rigor. Se obedecía a los más grandes, los que no sabían nadar se quedaban en la orilla y, ante cualquier peligro, todos debían juntarse y estar “en bolita”. Una vez que quedaba claro el lineamiento, la tropa se sumergía y jugaba hasta que empezaran a sentir frío.

Terminada la aventura, nuevamente se volvía a casa bromeando, riendo y jugando con respecto a lo vivido. Afortunadamente nunca ocurrió algún detalle negativo y hoy lo puedo platicar como un pasaje más de ese Tampico que tanto extraño que aún olía a inocencia provinciana.

¡Hasta la próxima!

Escríbame a: licajimenezmcc@hotmail.com

Y recuerde, para mañana ¡Despierte, no se duerma que será un gran día!

Hace días escuché en una plática familiar que alguien decía muy sorprendido “¡¿Ya viste?!, ¡Se fueron a bañar a la laguna del Chairel!, refiriéndose a unos niños que, según una fotografía difundida en las redes sociales, habían decidido mitigar el calor inclemente de esta primavera con un “chapuzón” en las aguas de este vaso lacustre que fuera mencionado en la última película del genial Germán Valdés, “Tin Tan”.

Lo anterior me llevó rápidamente a un pasaje de mi infancia que, como cualquier otro hombre, guardo en lo más profundo de mi alma.

A mediados de los ochenta, cuando los rayos de un sol primaveral caían sobre esta parte del trópico, la “chamacada” corría ansiosa en el recreo de las escuelas por una bolsa de esa golosina congelada que tiene como símbolo un pez muy típico de las aguas del Golfo de México. Después de “clavarle” un dientecito en un extremo, un chisguete de jarabe convertía aquello en una arma con la que empezaba la correría por los patios del plantel. La camisola blanca quedaba salpicada por manchas de tonalidades anaranjadas, verdes, rojas y moradas, según el sabor en cuestión, así como manchas de mugre y sudor que dejábamos en la tela que mamá había lavado afanosa, una tarde antes. Al llegar a casa y después de hacer la tarea aún quedaba tiempo suficiente para jugar un buen rato antes de la caída del sol.

Los vecinitos que habitaban los departamentos de un par de edificios salían al patio central que lo mismo servía de estacionamiento y jardín que de cancha de futbol, zona de combate y hasta pueblo del “viejo oeste”.

Una vez que se pasaba lista de presentes, los dos más avezados en el dominio del balón se repartían a “la tropa” bajo el democrático sistema del “uno y uno” para formar las alineaciones y así iniciaba el encuentro y ganaba aquella agrupación que llegara primero a los 10 goles. La cosa se ponía más interesante cuando se jugaba con la honorabilidad del famoso “a devis”, eso implicaba que el perdedor debía premiar el triunfo del rival con algún detalle que se compraría en la tienda “El Piolín”, que administraba don Ricardo.

El galardón consistía en un refresco bien frío servido en bolsa de plástico para cada uno y uno o dos paquetes de papas fritas para todos. Ya con el fresco de la noche, el partido terminaba en charlas infantiles que podían ser historias de terror o impresiones de algún programa visto por televisión, en aquel tiempo no había tanta malicia. Las voces maternales rompían la plática llamando a cada uno de los miembros de la pandilla a bañarse y a alistarse para la jornada del siguiente día.

De esta manera llegaba el sábado, por alguna razón era considerado el mejor de los días, incluso sobre el domingo.

Debo confesar que la idea de ir “al Chairel” se construía a lo largo de la semana, lapso en el que se tramitaban los permisos correspondientes y se hacía la mayor cantidad de “mandados” para que no hubiera objeción alguna.

Ese día, muy temprano, “la palomilla” se reunía en el centro del solar y en grupos de dos o tres se distribuían las puertas de las viviendas mientras que se pasaba gritando a la usanza de la merca del México de los años cuarenta o cincuenta: “¡Vecina!, ¿Va a querer tortillas?, La respuesta casi siempre era afirmativa y ante una negación, el grupo de “escuincles” empezaba con una retahíla de preguntas: “¿Y masa?, ¿y leche?, ¿Y refresco?” hasta que obtuvieran el ansiado “sí”.

Todos, en sus respectivas bicicletas cumplían con la serie de encargos. Se visitaba la panadería, la tortillería, la miscelánea y más.

Al final, se contaban las propinas y, con la ganancia obtenida, todos partían rumbo a la laguna de “El Chairel” con pan y refresco comprado. No había tanto peligro como hoy.

Por entre los andadores y las calles que aún eran de terracería, los niños terminaban en la orilla del cuerpo de agua y se imponían las reglas de rigor. Se obedecía a los más grandes, los que no sabían nadar se quedaban en la orilla y, ante cualquier peligro, todos debían juntarse y estar “en bolita”. Una vez que quedaba claro el lineamiento, la tropa se sumergía y jugaba hasta que empezaran a sentir frío.

Terminada la aventura, nuevamente se volvía a casa bromeando, riendo y jugando con respecto a lo vivido. Afortunadamente nunca ocurrió algún detalle negativo y hoy lo puedo platicar como un pasaje más de ese Tampico que tanto extraño que aún olía a inocencia provinciana.

¡Hasta la próxima!

Escríbame a: licajimenezmcc@hotmail.com

Y recuerde, para mañana ¡Despierte, no se duerma que será un gran día!