/ domingo 28 de julio de 2019

DIOSES CON PIES DE BARRO

--no tendrás otros dioses

delante de Mi…”

Libro Santo. Diez Mandamientos.

Cuando era niño, mi padre me enseñó una lección que por obvias razones no comprendí cabalmente en ese tiempo. Pero ahora me doy cuenta del significado profundo de sus palabras y cuánta verdad había en ellas cuando me dijo: “Ten en cuenta que aquel que no cree en Dios, donde quiera se anda hincando”

El sentido filosófico de esta reflexión, hecha por un hombre sabio, aunque sin lauros académicos, es que muchas veces aquellos que se declaran sin fe en una idea superior por intangible, acaban aceptando otros menores y contingentes que sólo gratifican una parte de su naturaleza, que aspira sin embargo a mucho más. Encuentran entonces justificable privilegiar ciertas apariencias seductoras, que paradójicamente, denuncian como pálidos reflejos su procedencia inequívoca de la lumbre verdadera, de la que finalmente podrán ser chispas brillantes, aunque fugaces.

Este pensamiento es compartido por muchos, incluidos algunos científicos. En una de las bellas páginas filosófìcas de su escrito “Cómo veo yo al mundo”, Einsten afirma que a veces preferimos crear pequeños dioses a nuestra imagen y semejanza y nos conformamos con ellos porque los vemos pensando y actuando en términos de finitud y temporalidad como nosotros, lo que parece justificar nuestra conducta. Pero nos hemos resistido a aceptar el misterio sublime que se encuentra en lo intemporal e inasible lo que nos ha hecho incapaces de sentir esa bella emoción,”la más profunda” que es percibir su existencia. Y entonces, dice el mismo genio alemán, es “como si se hubiera extinguido la luz de nuestros ojos” y no podremos experimentar ya su presencia, a pesar de que “ella constituye la simiente de la verdadera ciencia y de toda obra de arte”.

Porque es indudable que en lo íntimo de nuestro ser, todos sentimos la necesidad de poner nuestra fe en algo que nos impulse a crecer y por eso abrigamos siempre creencias firmes de cosas posibles, aunque no las veamos. Creemos que nuestros hijos serán un día personas que trasciendan, aunque ahora eso sea solo una lejana utopía, y les apoyamos en ese su sentido de búsqueda. Lo mismo sucede con la fe que tenemos en las cosas que nos importan, como la que esperanzados albergamos en el progreso de nuestro país, o con la calidad de la educación, en el desarrollo creciente de nuestra economía o el deseo de que algo bueno ocurrirá mañana a quienes vengan después de nosotros, en este fascinante misterio de la aventura humana.

Por desgracia, en lugar de hacer la ofrenda de nuestra fe junto con una visión viva y actuante de un mejor futuro; y soñar con la grandeza de un destino venturoso a partir de nuestro esfuerzo y nuestra lucha compartida, hemos preferido por un trueque absurdo, creer tan solo en lo trivial y transitorio, divinizando aquello que, por tener pies de barro, nos impide verdaderamente trascender.

Hemos optado en cambio por el despropósito de atarnos a lo caduco y perecedero. Hemos entronizado a otros seres semejantes a nosotros, admirados por su actuación en un escenario, y no por su desempeño en la vida real; hemos endiosado el poder como fuente de dominación y no como capacidad puesta al servicio a los demás, y hemos hecho lo mismo con el trabajo, aunque a veces nos separe de lo verdaderamente importante como es el cuidado de la familia.

Continuando con esa lógica absurda, hemos sacralizado al dinero, dador esquivo de una felicidad que en nuestro extravío ansiamos sea permanente, aunque sepamos bien que el gozo por su posesión es solo pasajero; al placer como fuente única del amor auténtico, cuando lo es tan solo parcialmente; a las redes sociales, ángeles y demonios de una vida, que anclada en la soledad busca subterfugios mágicos que la mitiguen, aunque sean solo caricaturas de la verdadera compañía que tanto anhelamos.

Es cierto que no es fácil para quienes se nutren solo del espejo social distinguir los paradigmas que en verdad representan lo que es digno de privilegiarse, de aquello que solo es fuego fatuo, que al apagarse nos deja de nuevo en las sombras. Estamos tan urgidos de lo perdurable y nuestra sed de perennidad es tal que a veces nos perdemos en los vericuetos atractivos pero banales que nos ofrece lo que solo durará un momento para luego desvanecerse. Y nos ha hecho falta el discernimiento para elegir entre ambos sabiamente.

Un reportero de espectáculos preguntó una vez a un actor famoso si creía en Dios. Su respuesta fue que no, que él creía en Al Pacino. Tal respuesta me llevó a pensar que si en realidad alguien no cree en algo que lo trascienda, está en su libertad hacerlo. Pero es igualmente cierto que en el fondo, todos creemos en algo, así sea que venimos de la nada, que el amor es solo un impulso físico, o que la vida humana es una pasión inútil. La única diferencia se encuentra en la relevancia y la significación que tiene aquello en lo que creemos para nuestras vidas y su propósito.

Un pensador escribió que “para el que no cree, ningún argumento es posible; para el que cree, ningún argumento es necesario”.

Por eso es terminantemente cierto lo que afirmó otro notable filósofo: “aquel para quien lo divino es improbable, deberá conformarse con saber que solo lo humano le será posible”.

--no tendrás otros dioses

delante de Mí…”

Libro Santo. Diez Mandamientos.

--no tendrás otros dioses

delante de Mi…”

Libro Santo. Diez Mandamientos.

Cuando era niño, mi padre me enseñó una lección que por obvias razones no comprendí cabalmente en ese tiempo. Pero ahora me doy cuenta del significado profundo de sus palabras y cuánta verdad había en ellas cuando me dijo: “Ten en cuenta que aquel que no cree en Dios, donde quiera se anda hincando”

El sentido filosófico de esta reflexión, hecha por un hombre sabio, aunque sin lauros académicos, es que muchas veces aquellos que se declaran sin fe en una idea superior por intangible, acaban aceptando otros menores y contingentes que sólo gratifican una parte de su naturaleza, que aspira sin embargo a mucho más. Encuentran entonces justificable privilegiar ciertas apariencias seductoras, que paradójicamente, denuncian como pálidos reflejos su procedencia inequívoca de la lumbre verdadera, de la que finalmente podrán ser chispas brillantes, aunque fugaces.

Este pensamiento es compartido por muchos, incluidos algunos científicos. En una de las bellas páginas filosófìcas de su escrito “Cómo veo yo al mundo”, Einsten afirma que a veces preferimos crear pequeños dioses a nuestra imagen y semejanza y nos conformamos con ellos porque los vemos pensando y actuando en términos de finitud y temporalidad como nosotros, lo que parece justificar nuestra conducta. Pero nos hemos resistido a aceptar el misterio sublime que se encuentra en lo intemporal e inasible lo que nos ha hecho incapaces de sentir esa bella emoción,”la más profunda” que es percibir su existencia. Y entonces, dice el mismo genio alemán, es “como si se hubiera extinguido la luz de nuestros ojos” y no podremos experimentar ya su presencia, a pesar de que “ella constituye la simiente de la verdadera ciencia y de toda obra de arte”.

Porque es indudable que en lo íntimo de nuestro ser, todos sentimos la necesidad de poner nuestra fe en algo que nos impulse a crecer y por eso abrigamos siempre creencias firmes de cosas posibles, aunque no las veamos. Creemos que nuestros hijos serán un día personas que trasciendan, aunque ahora eso sea solo una lejana utopía, y les apoyamos en ese su sentido de búsqueda. Lo mismo sucede con la fe que tenemos en las cosas que nos importan, como la que esperanzados albergamos en el progreso de nuestro país, o con la calidad de la educación, en el desarrollo creciente de nuestra economía o el deseo de que algo bueno ocurrirá mañana a quienes vengan después de nosotros, en este fascinante misterio de la aventura humana.

Por desgracia, en lugar de hacer la ofrenda de nuestra fe junto con una visión viva y actuante de un mejor futuro; y soñar con la grandeza de un destino venturoso a partir de nuestro esfuerzo y nuestra lucha compartida, hemos preferido por un trueque absurdo, creer tan solo en lo trivial y transitorio, divinizando aquello que, por tener pies de barro, nos impide verdaderamente trascender.

Hemos optado en cambio por el despropósito de atarnos a lo caduco y perecedero. Hemos entronizado a otros seres semejantes a nosotros, admirados por su actuación en un escenario, y no por su desempeño en la vida real; hemos endiosado el poder como fuente de dominación y no como capacidad puesta al servicio a los demás, y hemos hecho lo mismo con el trabajo, aunque a veces nos separe de lo verdaderamente importante como es el cuidado de la familia.

Continuando con esa lógica absurda, hemos sacralizado al dinero, dador esquivo de una felicidad que en nuestro extravío ansiamos sea permanente, aunque sepamos bien que el gozo por su posesión es solo pasajero; al placer como fuente única del amor auténtico, cuando lo es tan solo parcialmente; a las redes sociales, ángeles y demonios de una vida, que anclada en la soledad busca subterfugios mágicos que la mitiguen, aunque sean solo caricaturas de la verdadera compañía que tanto anhelamos.

Es cierto que no es fácil para quienes se nutren solo del espejo social distinguir los paradigmas que en verdad representan lo que es digno de privilegiarse, de aquello que solo es fuego fatuo, que al apagarse nos deja de nuevo en las sombras. Estamos tan urgidos de lo perdurable y nuestra sed de perennidad es tal que a veces nos perdemos en los vericuetos atractivos pero banales que nos ofrece lo que solo durará un momento para luego desvanecerse. Y nos ha hecho falta el discernimiento para elegir entre ambos sabiamente.

Un reportero de espectáculos preguntó una vez a un actor famoso si creía en Dios. Su respuesta fue que no, que él creía en Al Pacino. Tal respuesta me llevó a pensar que si en realidad alguien no cree en algo que lo trascienda, está en su libertad hacerlo. Pero es igualmente cierto que en el fondo, todos creemos en algo, así sea que venimos de la nada, que el amor es solo un impulso físico, o que la vida humana es una pasión inútil. La única diferencia se encuentra en la relevancia y la significación que tiene aquello en lo que creemos para nuestras vidas y su propósito.

Un pensador escribió que “para el que no cree, ningún argumento es posible; para el que cree, ningún argumento es necesario”.

Por eso es terminantemente cierto lo que afirmó otro notable filósofo: “aquel para quien lo divino es improbable, deberá conformarse con saber que solo lo humano le será posible”.

--no tendrás otros dioses

delante de Mí…”

Libro Santo. Diez Mandamientos.