/ lunes 2 de julio de 2018

Dolan y el fin del mundo

Al igual que en Tiempo de vivir/2005, de Francois Ozon...

El canadiense Xavier Dolan plantea en No es más que el fin del mundo/Canadá - 2016 un personaje con enfermedad terminal en una amarga travesía hacia un pasado que se antoja nostálgico y sin embargo esconde bombas molotov morales terribles.

El regreso de Louis/Gaspar Ulliel, joven dramaturgo gay, al hogar materno a anunciar su inminente muerte destapa una caja de Pandora en el núcleo familiar entre Martine/Nathalie Baye, su madre, sus hermanos Antoine/ Vincent Cassel y Susanne/Léa Seydoux, y Catherine, esposa de Antoine.

De este modo brotan los reproches, los recelos y las frustraciones de una familia que ve en el hijo pródigo no sólo una razón de admiración, sino de incomprensión. Así, el iracundo Antoine como hermano mayor percibirá en peligro su status como tótem patriarcal después de la muerte del padre. Martine, al parecer extravagante (usa maquillaje recargado y graso, según su hija Susanne) es la más lógica en su trance como líder que vislumbra en Louis el retorno de un pasado más que nostálgico reparador del contexto familiar.

Susanne, como hermana menor y admiradora de la carrera literaria de Louis, entenderá que los años sin su consanguíneo le cobra la factura de la distancia, de lo enajenante. Y Catherine, a quien Louis no conoció ni estuvo el día de la boda ni sabía de sus dos hijos, será quien entable una extraña empatía con él.

Con esta ensalada histriónica de un estupendo reparto, Dolan – apoyado en la obra teatral homónima de Jean- Luc Lagarce – escarba no tanto en bazofia humana, sino en herrumbres de micro cosmos incrustados en relaciones disfuncionales. La verborrea, a ratos pastosa, y los reiterativos close ups son parte de la caligrafía visual de este cineasta de 27 años, consentido del Festival de Cannes y que llama la atención por un cine donde lo hermético y liberador de sus puestas en escena dejan entrever paradojas y sinsentidos de la vida humana.

No es más que el fin del mundo es una película amarga, cuya poesía no ejecuta un ritmo sutil o una estética edulcorada, más bien acopla un coro de seres que no sabían que estaban fuera del mundo en el que convivían hasta la llegada del que se fue y que les trae “buenas nuevas” quizás para que nada cambie sino todo…

Al igual que en Tiempo de vivir/2005, de Francois Ozon...

El canadiense Xavier Dolan plantea en No es más que el fin del mundo/Canadá - 2016 un personaje con enfermedad terminal en una amarga travesía hacia un pasado que se antoja nostálgico y sin embargo esconde bombas molotov morales terribles.

El regreso de Louis/Gaspar Ulliel, joven dramaturgo gay, al hogar materno a anunciar su inminente muerte destapa una caja de Pandora en el núcleo familiar entre Martine/Nathalie Baye, su madre, sus hermanos Antoine/ Vincent Cassel y Susanne/Léa Seydoux, y Catherine, esposa de Antoine.

De este modo brotan los reproches, los recelos y las frustraciones de una familia que ve en el hijo pródigo no sólo una razón de admiración, sino de incomprensión. Así, el iracundo Antoine como hermano mayor percibirá en peligro su status como tótem patriarcal después de la muerte del padre. Martine, al parecer extravagante (usa maquillaje recargado y graso, según su hija Susanne) es la más lógica en su trance como líder que vislumbra en Louis el retorno de un pasado más que nostálgico reparador del contexto familiar.

Susanne, como hermana menor y admiradora de la carrera literaria de Louis, entenderá que los años sin su consanguíneo le cobra la factura de la distancia, de lo enajenante. Y Catherine, a quien Louis no conoció ni estuvo el día de la boda ni sabía de sus dos hijos, será quien entable una extraña empatía con él.

Con esta ensalada histriónica de un estupendo reparto, Dolan – apoyado en la obra teatral homónima de Jean- Luc Lagarce – escarba no tanto en bazofia humana, sino en herrumbres de micro cosmos incrustados en relaciones disfuncionales. La verborrea, a ratos pastosa, y los reiterativos close ups son parte de la caligrafía visual de este cineasta de 27 años, consentido del Festival de Cannes y que llama la atención por un cine donde lo hermético y liberador de sus puestas en escena dejan entrever paradojas y sinsentidos de la vida humana.

No es más que el fin del mundo es una película amarga, cuya poesía no ejecuta un ritmo sutil o una estética edulcorada, más bien acopla un coro de seres que no sabían que estaban fuera del mundo en el que convivían hasta la llegada del que se fue y que les trae “buenas nuevas” quizás para que nada cambie sino todo…