/ viernes 6 de septiembre de 2019

Eje de la economía moderna

Mi abuelo paterno, el Teniente Coronel de Caballería, me obsequió una motocicleta. Debo haber tenido 14 años o algo así.

La fiesta terminó hasta que tropecé con una cama de gravilla y arena en un camino. El biciclo se proyectó para un lado y yo para el otro, sin casco protector. Afortunadamente, no me golpeé en la cabeza, pero sufrí raspones y magulladuras. Mi abuelo recibió una andanada de recriminaciones por parte de mis padres y amargamente tuvimos que poner a remate el vehículo en mención.

Años después, a finales de los años setenta, mi padre me entregó una camioneta Caribe de color azul cielo como el mar. En esa primavera un día conduje tres horas bajo el inclemente sol porteño, esquivé los baches, desgasté los frenos, usé el claxon, esperé a que se pusiera el verde en el semáforo, escuché “Whole lotta love”, de Led Zepelin, en la radio, y vacié el tanque de gasolina, sin prever el daño al medio ambiente.

En mi primer raid por las calles citadinas, un amigo se animó a ir conmigo de copiloto y decía ¡Frena ya! ¡Por ahí no! ¡Ve por la derecha! ¡Acelera!, mientras que por mí frente resbalaban gruesas balas de sudor.

El conducir un automóvil sin rumbo fijo por las calles y avenidas hoy me parece absurdo, un acto carente de conciencia ecológica, además de un desperdicio de pesos y centavos; pero aquella primavera fue divertido, lo juro. Tenía la idea de que poseer un automóvil era sinónimo de hazañas excepcionales ( hasta la esperanza de una cita romántica perfecta). Cuan equivocado estaba. El carro ha sido y es el eje de la economía moderna y el sistema de mercado, que deja poco espacio para el idealismo y lo sentimental. Actualmente, el estado de la economía de un país se mide por la producción de vehículos de motor en un lapso determinado.

Mi abuelo paterno, el Teniente Coronel de Caballería, me obsequió una motocicleta. Debo haber tenido 14 años o algo así.

La fiesta terminó hasta que tropecé con una cama de gravilla y arena en un camino. El biciclo se proyectó para un lado y yo para el otro, sin casco protector. Afortunadamente, no me golpeé en la cabeza, pero sufrí raspones y magulladuras. Mi abuelo recibió una andanada de recriminaciones por parte de mis padres y amargamente tuvimos que poner a remate el vehículo en mención.

Años después, a finales de los años setenta, mi padre me entregó una camioneta Caribe de color azul cielo como el mar. En esa primavera un día conduje tres horas bajo el inclemente sol porteño, esquivé los baches, desgasté los frenos, usé el claxon, esperé a que se pusiera el verde en el semáforo, escuché “Whole lotta love”, de Led Zepelin, en la radio, y vacié el tanque de gasolina, sin prever el daño al medio ambiente.

En mi primer raid por las calles citadinas, un amigo se animó a ir conmigo de copiloto y decía ¡Frena ya! ¡Por ahí no! ¡Ve por la derecha! ¡Acelera!, mientras que por mí frente resbalaban gruesas balas de sudor.

El conducir un automóvil sin rumbo fijo por las calles y avenidas hoy me parece absurdo, un acto carente de conciencia ecológica, además de un desperdicio de pesos y centavos; pero aquella primavera fue divertido, lo juro. Tenía la idea de que poseer un automóvil era sinónimo de hazañas excepcionales ( hasta la esperanza de una cita romántica perfecta). Cuan equivocado estaba. El carro ha sido y es el eje de la economía moderna y el sistema de mercado, que deja poco espacio para el idealismo y lo sentimental. Actualmente, el estado de la economía de un país se mide por la producción de vehículos de motor en un lapso determinado.