/ jueves 14 de noviembre de 2019

El “Chácharas”

Candelabros de bronce, libros viejos, curiosos ceniceros en forma de pez y hasta una pequeña avestruz de bronce sin cabeza eran los tesoros de el “Chácharas”, quien adornaba su cuello con un colmillo de jabalí que sobresalía del completamente cerrado cuello de su camisa a cuadros que portaba muy ufano debajo de su chaqueta de pana algo desgastada y húmeda por la lluvia que, pertinaz y constante, se dejaba sentir en los primeros fríos en la ciudad…

Al “Chácharas” lo vi por vez primera en los recorridos que mi madre y yo realizábamos al mercado, recorridos donde mi abrigo amarillo con rojo y con gorro de peluche, terminaba totalmente mojado cual gato recién bañado y que lejos de protegerme del frío lo permeaba.

Pues bien, el abrigo de gato, como yo le llamaba, mi madre y yo recorríamos la plaza principal en la época en que apenas empezaban los frentes fríos, donde gustaba de observar cómo el frío espantaba a las personas de sus habituales espacios en las bancas y donde las palomas, que se creían gallinas, se convertían en las reinas del lugar.

El “Chácharas” vendía toda clase de objetos extraños mientras conversaba con el “Catrín de un solo guante”, hombre extremadamente bien vestido cuyo traje había visto mejores días y quien cargaba bajo el brazo un viejo maletín mientras fumaba sin cesar con la mano en la que usaba el guante.

Jamás supe por qué sólo usaba un guante, mi madre decía que era cobrador de una tienda pero yo decía que era un diplomático extranjero y que había salido huyendo de su país olvidando en algún cajón el otro guante.

Estos personajes y otros más como la “Señora de las bolsas”, una anciana que cubría su cabeza con una bolsa de plástico para evitar mojarse, pero que carecía de algún impermeable, y que cargaba para todos lados bolsas de plástico llenas de nunca supe qué y que cargaba el peso de los años ayudándose con un viejo bastón; de ella mamá decía que era pepenadora pero para mí era una antigua marquesa de algún país lejano que había caído en desgracia por una guerra y que la bolsa en su cabeza le recordaba las diademas de brillantes que antaño usara en su país mientras que en las bolsas plásticas cargaba las monedas de oro de sus antepasados.

Tales personajes se conjugaban en los días fríos de mi infancia para hacer volar mi imaginación y me hacían ver que en la vida la realidad no es lo que logramos percibir con nuestros ojos sino lo que en nuestra mente construyamos y creamos como real.

La realidad cambia según la perspectiva y el enfoque que le demos, nuestro entorno no es más que el ambiente propicio de crear lo que deseemos, dejando salir a flote nuestra imaginación y encontrándole el lado amable a nuestra vida y sobrepasando nuestras circunstancias que, aunque reales, son y serán siempre pasajeras.

Candelabros de bronce, libros viejos, curiosos ceniceros en forma de pez y hasta una pequeña avestruz de bronce sin cabeza eran los tesoros de el “Chácharas”, quien adornaba su cuello con un colmillo de jabalí que sobresalía del completamente cerrado cuello de su camisa a cuadros que portaba muy ufano debajo de su chaqueta de pana algo desgastada y húmeda por la lluvia que, pertinaz y constante, se dejaba sentir en los primeros fríos en la ciudad…

Al “Chácharas” lo vi por vez primera en los recorridos que mi madre y yo realizábamos al mercado, recorridos donde mi abrigo amarillo con rojo y con gorro de peluche, terminaba totalmente mojado cual gato recién bañado y que lejos de protegerme del frío lo permeaba.

Pues bien, el abrigo de gato, como yo le llamaba, mi madre y yo recorríamos la plaza principal en la época en que apenas empezaban los frentes fríos, donde gustaba de observar cómo el frío espantaba a las personas de sus habituales espacios en las bancas y donde las palomas, que se creían gallinas, se convertían en las reinas del lugar.

El “Chácharas” vendía toda clase de objetos extraños mientras conversaba con el “Catrín de un solo guante”, hombre extremadamente bien vestido cuyo traje había visto mejores días y quien cargaba bajo el brazo un viejo maletín mientras fumaba sin cesar con la mano en la que usaba el guante.

Jamás supe por qué sólo usaba un guante, mi madre decía que era cobrador de una tienda pero yo decía que era un diplomático extranjero y que había salido huyendo de su país olvidando en algún cajón el otro guante.

Estos personajes y otros más como la “Señora de las bolsas”, una anciana que cubría su cabeza con una bolsa de plástico para evitar mojarse, pero que carecía de algún impermeable, y que cargaba para todos lados bolsas de plástico llenas de nunca supe qué y que cargaba el peso de los años ayudándose con un viejo bastón; de ella mamá decía que era pepenadora pero para mí era una antigua marquesa de algún país lejano que había caído en desgracia por una guerra y que la bolsa en su cabeza le recordaba las diademas de brillantes que antaño usara en su país mientras que en las bolsas plásticas cargaba las monedas de oro de sus antepasados.

Tales personajes se conjugaban en los días fríos de mi infancia para hacer volar mi imaginación y me hacían ver que en la vida la realidad no es lo que logramos percibir con nuestros ojos sino lo que en nuestra mente construyamos y creamos como real.

La realidad cambia según la perspectiva y el enfoque que le demos, nuestro entorno no es más que el ambiente propicio de crear lo que deseemos, dejando salir a flote nuestra imaginación y encontrándole el lado amable a nuestra vida y sobrepasando nuestras circunstancias que, aunque reales, son y serán siempre pasajeras.