Dentro de las máscaras (persona), sombras del pop mexicano, El Chavo del Ocho ha repercutido porque se convirtió en mito. El cómico y libretista Roberto Gómez Bolaños “Chespirito” (1929- 2014) no ha inventado el hilo negro con este personaje, sin embargo ha puesto -con el permiso de Gutierre Tibón- el dedo en el ombligo del gusto popular. A Octavio Paz se la rayaron cuando escribió alguna vez que el vulgo tenía mal gusto (Fox fue la confirmación de ello). En cierta manera se puede hablar de una alta cultura y cultura en general. En un ensayo, el periodista y crítico español Joaquín Marco, establece estas dos clases de cultura. Chespirito inventó con El Chavo del Ocho un mito, una síntesis freudiana/bergsoniana de la niñez marginal. De acuerdo, es rebuscarle mucho simbolismo a lo que quizá no lo tiene, pero la manera de representar la pobreza, mediante la parodia, aglutina una visión subjetiva. La comedia ha sido un vehículo, desde la antigüedad, para reírnos de nuestras carencias, de nuestras (im) posibilidades ontológicas y morales. Chaplin, Keaton, Buñuel, con su humor (a veces tan negro como la realidad misma) nos han dicho: la risa es el lenguaje corporal de nuestras carencias contradictorias. A mí me gusta El Chavo del Ocho, sobre todo por el surrealismo que contiene el hecho de meterse en el barril en donde, cual sólo auditivo aleph, descubre el mundo, su mundo, lleno de estupideces y aprehensiones ilusorias.
A mí me gusta El Chavo del Ocho porque somete lo intelectual a un simplismo moral evidente: la risa es bálsamo para la estulticia.
Me gusta El Chavo del Ocho porque hizo de la vecindad un cosmo finisecular donde las relaciones sociales se lubricaban con creencias ramplonas (la maldad en la casa de la Bruja del 71), inadaptaciones antropológicas (don Ramón era un fracasado que nunca trabajaba), edulcoradas muestras de un capitalismo años luz de la realidad misma (el bonachón del Sr. Barriga que le perdonaba a don Ramón catorce meses de renta) y la inasistencia social a un niño como El Chavo, cuyo sueño era comerse, él solito, una torta de jamón, cual Macario/ el de Traven un pavo..