/ viernes 21 de junio de 2019

El cine fantástico de Apichatpong Weerasethakul

El tailandés Apichatpong Weerasethakul es uno de los cineastas más originales e interesantes del mundo y concatena su estilo en una palabra expansiva e inquietante: fantasía.

Pero la fantasía entendida como un recurso pararreal, subyacente en una dimensión absorta y estéril de esperanzas. La leyenda del Boonmee (Loong Boonmee raluek chat)/Tailandia-Alemania- Gran Bretaña-Francia-España- 2010, el filme que le dio la Palma de Oro en Cannes, es el testimonio de un presente que requiere de todos los fantasmas para confirmar eso que llamamos realidad.

Susan Sontag apuntaba que “los sueños son los otros habitantes de la realidad”. En La leyenda del tío Boonmee lo onírico pareciera transcurrir en un plano anfibio: en el insomnio de la memoria y en la disfuncionalidad de la muerte ante la presencia de otras presencias naturales (abstractas y palpables) que se alojan acaso en las creencias y los mitos reconstruidos generacionalmente.

La enfermedad mortal del tío Boonmee en su finca al norte de Tailandia lo convertirá en un Robinson Crusoe cuya isla está hecha de los recuerdos de su esposa y de su hijo muertos años atrás.

Los fantasmas de ambos delatarán una ambigüedad existencial y ontológica que convivirán en una reunión tanto expectante como natural. Para Weerasethakul la naturaleza es inmortal y de asimilaciones variadas. Es reencarnación y continuidad (de allí lo extraño de la vaca al principio o del pez gato después), es transfiguración del espacio irreal a un suprarreal donde el hálito racional se estrella con lo sensorial, lo nimio con la inmediatez visual.

El hijo de Boonmee, peludo, simiesco, no es distante de las geometrías del alma que delimitan al budismo o al hinduismo. Tiene la constitución mimética y consubstancial al arreglo cósmico- espiritual planteado por Weerasethakul para antinarrar un filme sin orillas y cuyos centros son la tradición, el miedo al más allá y a la convivencia entre las almas.

Estamos tal vez ante la primera obra road movie espiritual del siglo XXI ya que emprende viajes hacia las dimensiones de lo corporal y de las inmanencias que para el efecto hay que abrir “otros ojos”...

El tailandés Apichatpong Weerasethakul es uno de los cineastas más originales e interesantes del mundo y concatena su estilo en una palabra expansiva e inquietante: fantasía.

Pero la fantasía entendida como un recurso pararreal, subyacente en una dimensión absorta y estéril de esperanzas. La leyenda del Boonmee (Loong Boonmee raluek chat)/Tailandia-Alemania- Gran Bretaña-Francia-España- 2010, el filme que le dio la Palma de Oro en Cannes, es el testimonio de un presente que requiere de todos los fantasmas para confirmar eso que llamamos realidad.

Susan Sontag apuntaba que “los sueños son los otros habitantes de la realidad”. En La leyenda del tío Boonmee lo onírico pareciera transcurrir en un plano anfibio: en el insomnio de la memoria y en la disfuncionalidad de la muerte ante la presencia de otras presencias naturales (abstractas y palpables) que se alojan acaso en las creencias y los mitos reconstruidos generacionalmente.

La enfermedad mortal del tío Boonmee en su finca al norte de Tailandia lo convertirá en un Robinson Crusoe cuya isla está hecha de los recuerdos de su esposa y de su hijo muertos años atrás.

Los fantasmas de ambos delatarán una ambigüedad existencial y ontológica que convivirán en una reunión tanto expectante como natural. Para Weerasethakul la naturaleza es inmortal y de asimilaciones variadas. Es reencarnación y continuidad (de allí lo extraño de la vaca al principio o del pez gato después), es transfiguración del espacio irreal a un suprarreal donde el hálito racional se estrella con lo sensorial, lo nimio con la inmediatez visual.

El hijo de Boonmee, peludo, simiesco, no es distante de las geometrías del alma que delimitan al budismo o al hinduismo. Tiene la constitución mimética y consubstancial al arreglo cósmico- espiritual planteado por Weerasethakul para antinarrar un filme sin orillas y cuyos centros son la tradición, el miedo al más allá y a la convivencia entre las almas.

Estamos tal vez ante la primera obra road movie espiritual del siglo XXI ya que emprende viajes hacia las dimensiones de lo corporal y de las inmanencias que para el efecto hay que abrir “otros ojos”...