/ domingo 17 de octubre de 2021

El cumpleaños del perro | Apostillas a “La bruja guachichil. Palabras para otra magia” de Alexandro Roque

El lenguaje es la memoria de la historia, de las acciones que fueron y que, por lo tanto, por la palabra seguirán siendo hasta que –oh, magia deslumbrante– la imaginación apague su aliento ígneo.

“La bruja guachichil. Palabras para otra magia” (Editorial Ponciano Arriaga, Gobierno de San Luis Potosí, colección Premios 20 de Noviembre) no es una radiografía ni crónica de una etapa de la historia del altiplano potosino, es la escritura “otra”, como aducía Ricardo Garibay, de esa historia cuya esencia es la ficción, herramienta indispensable del novelista para ingresar a los laberintos del pasado. Y hablar del pasado es, de una manera u otra, repensar el presente para intentar entenderlo porque los enemigos de la memoria no se encuentran en la geografía sino en la espiritualidad de un pueblo. Por ello, tal vez, Rulfo sigue vigente porque el polvo de Comala no está en las suelas de los huaraches de sus habitantes sino en las historias de personajes que son fantasmas, es decir, espíritus que la literatura ha perpetuado a través de los tiempos.

Alexandro Roque toma como punto de partida un hecho real, la muerte en la horca de una mujer india que fue acusada de alborotadora que rechazó ser bautizada y que era chamana, sanadora, profanadora de la religión “católica”.

Todo personaje de novela, más que ser ubicado como un inexplicable eje rector de una historia o ser convertido en símbolo, debe poseer la consistencia de la profundidad psicológica que es indispensable en un universo tan cerrado y a ratos mítico como la novela de Alexandro Roque.

Más que un repaso histórico por la fundación de San Luis Real de Minas del Potosí o de la Gran Chichimeca o de otro pueblo cuya constitución se pierde en las neblinas del tiempo premexicano, “La bruja guachichil. Palabras para otra magia” es un puñado de ecos, voces que se niegan a morir del todo y cuyo prurito es contar una tragedia (la de una mujer sin nombre desafiante de la Corona), pero también son relatos de gente sin historias, arrancada de su terruño porque no tiene la raíz primigenia: un nombre.

Y ese es uno de los aciertos del autor, no darle un nombre a la protagonista central la cual, con ello, adquiere el anonimato del dolor, el rasero de la desposesión de los que, más que conquistados, fueron esclavizados con la ideología de una religión ajena, lo que da pauta a un relato “en el tiempo que los españoles llamaban 1596” y que concluye el 19 de julio de 1599 con la partida de este mundo de la bruja, guachichila, hereje, engendro del mal, ahorcada por un Justicia Mayor que, como ella, no era nadie y que confesó nunca haber visto una guerra.

Pero también “La bruja guachichil. Palabras para otra magia” es una epopeya en el sentido que prologa y prolonga la memoria de un pueblo pluricultural (chichimecos, pames, guachichiles, guaxcabanes, tlaxcaltecos, otomíes, mascorros y zacatecos). Amasijo de etnias que se desgranan en una sorda violencia donde "cada día se construye otro mundo” y “hay más de mil ojos más allá de los dos visibles” porque los mexicas les ensañaron que “estos indios son seres salvajes, sin cultura” y, al igual que en “La república de los sueños”, de la brasileña Nélida Piñón, la novela de Roque es consignataria de la memoria oral de personajes sin tierra propia, expropiados de una comunidad de la manera más terrible: integrando familias sin apellidos. Sin la descripción sensual de un Graham Green o escatológica de Conrad, Alexandro Roque sin embargo urde una mirada siempre rayana en eso que Julio Cortázar llamaba “sentimiento de lo fantástico”, donde lo real es acto común de lo onírico. Estas líneas dan testimonio de ello: “El mezcal de doña Gertrudis se hizo tan famoso que provocó visitas lejanas. (…) Por la noche se volvió loba y fue a recibirlos. Fue un sueño, pensaba la mayoría. Fue la misma noche que el hijo se volvió venado”. O estas otras: “La primera magia que conoció fue la de las canciones de cuna, que le susurraba su madre para ahuyentar a las iguanas”.

Alexandro Roque cuenta la historia de la mujer sin nombre, de la “dicha india”, de la rebelde contra un dios blanco cuando “los indios se contaban por docenas y se vendían a ochenta por una yegua o uno por un queso”; pero también nos sumerge en un mundo donde fray Diego de la Magdalena guardaba el cuerpo de un indio incorrupto y que luego enterró donde años después ahocarían a la bruja guachichila. O cuenta la poligamia entre los chichimecas, o es capaz de descubrirnos la maravilla cotidiana de que las niñas guachichilas se pintan con tinta de cochinillas. O, por igual, narra la malhadada vida de un poeta, Juan de Gabiria, cuya amada Marta es de cascos ligeros.

Pero la novela también es la historia de una traición, la de Andrés, que atestigua en el juicio contra la “dicha india” quizá porque jura y perjura que ella lo convirtió en un ser monstruoso con cola cuando la realidad apuntó hacia una borrachera con pulque.

La galería de personajes de “La bruja guachichil. Palabras para otra magia” funciona en virtud no tanto para configurar el infierno en la tierra para la india sin nombre, sino para establecer puntos de vista de personajes condicionados por sus propios infiernos individuales: la sombra de un capitán mestizo, Miguel Calderas; don Gabriel Ortiz de Fuenamayor, Justicia Mayor deleznable; Baltasar Hernández, traductor de idiomas originarios al español, y una retahíla de testigos lastimeros: Naboco, Jaju-An, Mateo y Perico de Torres para dar, así, una mirada no histórica (que sería efímera y relativa) más bien literaria porque la literatura no puede tomar el lugar de la Historia porque dejaría en la orfandad al mayor de sus elementos, la imaginación. Y es, por la imaginación, estructurada mediante el lenguaje y las licencias que posee para trastocar la realidad, que un mundo como el de la bruja guachichila es la construcción de un tiempo literario donde las cosas carecen de nombre, a la manera de Macondo, y que Alexandro Roque lo confirma en el inicio de su novela cuando la “dicha india” confiesa: “Nunca he necesitado un nombre, si lo hubiera tenido ya lo hubiera olvidado”. Y esa es la labor de la literatura precisamente: combatir el olvido…

El lenguaje es la memoria de la historia, de las acciones que fueron y que, por lo tanto, por la palabra seguirán siendo hasta que –oh, magia deslumbrante– la imaginación apague su aliento ígneo.

“La bruja guachichil. Palabras para otra magia” (Editorial Ponciano Arriaga, Gobierno de San Luis Potosí, colección Premios 20 de Noviembre) no es una radiografía ni crónica de una etapa de la historia del altiplano potosino, es la escritura “otra”, como aducía Ricardo Garibay, de esa historia cuya esencia es la ficción, herramienta indispensable del novelista para ingresar a los laberintos del pasado. Y hablar del pasado es, de una manera u otra, repensar el presente para intentar entenderlo porque los enemigos de la memoria no se encuentran en la geografía sino en la espiritualidad de un pueblo. Por ello, tal vez, Rulfo sigue vigente porque el polvo de Comala no está en las suelas de los huaraches de sus habitantes sino en las historias de personajes que son fantasmas, es decir, espíritus que la literatura ha perpetuado a través de los tiempos.

Alexandro Roque toma como punto de partida un hecho real, la muerte en la horca de una mujer india que fue acusada de alborotadora que rechazó ser bautizada y que era chamana, sanadora, profanadora de la religión “católica”.

Todo personaje de novela, más que ser ubicado como un inexplicable eje rector de una historia o ser convertido en símbolo, debe poseer la consistencia de la profundidad psicológica que es indispensable en un universo tan cerrado y a ratos mítico como la novela de Alexandro Roque.

Más que un repaso histórico por la fundación de San Luis Real de Minas del Potosí o de la Gran Chichimeca o de otro pueblo cuya constitución se pierde en las neblinas del tiempo premexicano, “La bruja guachichil. Palabras para otra magia” es un puñado de ecos, voces que se niegan a morir del todo y cuyo prurito es contar una tragedia (la de una mujer sin nombre desafiante de la Corona), pero también son relatos de gente sin historias, arrancada de su terruño porque no tiene la raíz primigenia: un nombre.

Y ese es uno de los aciertos del autor, no darle un nombre a la protagonista central la cual, con ello, adquiere el anonimato del dolor, el rasero de la desposesión de los que, más que conquistados, fueron esclavizados con la ideología de una religión ajena, lo que da pauta a un relato “en el tiempo que los españoles llamaban 1596” y que concluye el 19 de julio de 1599 con la partida de este mundo de la bruja, guachichila, hereje, engendro del mal, ahorcada por un Justicia Mayor que, como ella, no era nadie y que confesó nunca haber visto una guerra.

Pero también “La bruja guachichil. Palabras para otra magia” es una epopeya en el sentido que prologa y prolonga la memoria de un pueblo pluricultural (chichimecos, pames, guachichiles, guaxcabanes, tlaxcaltecos, otomíes, mascorros y zacatecos). Amasijo de etnias que se desgranan en una sorda violencia donde "cada día se construye otro mundo” y “hay más de mil ojos más allá de los dos visibles” porque los mexicas les ensañaron que “estos indios son seres salvajes, sin cultura” y, al igual que en “La república de los sueños”, de la brasileña Nélida Piñón, la novela de Roque es consignataria de la memoria oral de personajes sin tierra propia, expropiados de una comunidad de la manera más terrible: integrando familias sin apellidos. Sin la descripción sensual de un Graham Green o escatológica de Conrad, Alexandro Roque sin embargo urde una mirada siempre rayana en eso que Julio Cortázar llamaba “sentimiento de lo fantástico”, donde lo real es acto común de lo onírico. Estas líneas dan testimonio de ello: “El mezcal de doña Gertrudis se hizo tan famoso que provocó visitas lejanas. (…) Por la noche se volvió loba y fue a recibirlos. Fue un sueño, pensaba la mayoría. Fue la misma noche que el hijo se volvió venado”. O estas otras: “La primera magia que conoció fue la de las canciones de cuna, que le susurraba su madre para ahuyentar a las iguanas”.

Alexandro Roque cuenta la historia de la mujer sin nombre, de la “dicha india”, de la rebelde contra un dios blanco cuando “los indios se contaban por docenas y se vendían a ochenta por una yegua o uno por un queso”; pero también nos sumerge en un mundo donde fray Diego de la Magdalena guardaba el cuerpo de un indio incorrupto y que luego enterró donde años después ahocarían a la bruja guachichila. O cuenta la poligamia entre los chichimecas, o es capaz de descubrirnos la maravilla cotidiana de que las niñas guachichilas se pintan con tinta de cochinillas. O, por igual, narra la malhadada vida de un poeta, Juan de Gabiria, cuya amada Marta es de cascos ligeros.

Pero la novela también es la historia de una traición, la de Andrés, que atestigua en el juicio contra la “dicha india” quizá porque jura y perjura que ella lo convirtió en un ser monstruoso con cola cuando la realidad apuntó hacia una borrachera con pulque.

La galería de personajes de “La bruja guachichil. Palabras para otra magia” funciona en virtud no tanto para configurar el infierno en la tierra para la india sin nombre, sino para establecer puntos de vista de personajes condicionados por sus propios infiernos individuales: la sombra de un capitán mestizo, Miguel Calderas; don Gabriel Ortiz de Fuenamayor, Justicia Mayor deleznable; Baltasar Hernández, traductor de idiomas originarios al español, y una retahíla de testigos lastimeros: Naboco, Jaju-An, Mateo y Perico de Torres para dar, así, una mirada no histórica (que sería efímera y relativa) más bien literaria porque la literatura no puede tomar el lugar de la Historia porque dejaría en la orfandad al mayor de sus elementos, la imaginación. Y es, por la imaginación, estructurada mediante el lenguaje y las licencias que posee para trastocar la realidad, que un mundo como el de la bruja guachichila es la construcción de un tiempo literario donde las cosas carecen de nombre, a la manera de Macondo, y que Alexandro Roque lo confirma en el inicio de su novela cuando la “dicha india” confiesa: “Nunca he necesitado un nombre, si lo hubiera tenido ya lo hubiera olvidado”. Y esa es la labor de la literatura precisamente: combatir el olvido…