/ domingo 24 de octubre de 2021

El cumpleaños del perro | “Ataúd de la esperanza” de Rubén Velázquez Martínez: sombra de realidades

El escritor Yuri Herrera anota: “Yo insisto en que la literatura se trata menos de descubrir cosas nuevas que de mirar las cosas con las que nos cruzamos todos los días de una manera distinta y de nombrarla de una manera que arroje una luz distinta”. Estas palabras parecieran buscar acogida crítica en las páginas del libro “Ataúd de la esperanza”, de Rubén Velázquez Martínez.

Más que un puñado de historias realistas, los cuentos del volumen de Rubén Velázquez son sombra de esas realidades en términos de lo que señala Goethe que “las sombras son el complemento de la luz”. Así, entonces, las tramas de cuentos como “El fallo es inapelable” y “La noche del grito”, son complementos – desde las sombras de la estulticia burocrática del sector educativo – de un haz de luz no de corruptelas sino algo más inquietante: la cultura de la corrupción y lambisconería como forma de vida que engrasa la maquinaria de la convivencia urbana y rural de nuestro país.

La prosa de Rubén Velázquez se desplaza como pez en al agua en las escasas 110 páginas del libro porque posee las aletas más potentes para tal acción: la propia experiencia. Si bien puede verse como un rompecabezas de microrrelatos donde los avernos de sus personajes reciben, a ratos, una brisa consoladora mediante el humor, lo cierto es que el libro es la constatación de una vida dedicada a una profesión, el magisterio, que el autor ejerció por años y, que ahora, esos seres se perpetúan bajos los esquemas infranqueables de la literatura.

Y es que el espacio literario es un coliseo donde lidian la estética, la pasión y la inteligencia. En ese sentido parecer entenderlo el autor: las herramientas para construir la resignación es una de las posesiones de la narración literaria.

Es “Ataúd de la esperanza” una espacialidad de universos de resignaciones y asignaciones de una forma de ser, hacer y vivir lo perverso como parte de algo familiar, que hay que aceptar porque, como dice el matón del cuento “El patrón”, “nomás es cuestión de tener bien abiertos los pinches ojos y respetar las jerarquías”.

Borges decía que “uno puede imaginar un universo sin espacio, pero no sin tiempo”, cosa que Rubén Velázquez aplica en los diez cuentos de su libro: las historias que narra pueden suceder en cualquier espacio o geografía del país pero en un tiempo siempre sucediendo, el de la complacencia, el de los intereses creados por un sistema que es un ente que puede ser abominable y, oh surrealismo mexicano, tan necesario para que la vida siga en muchas comunidades apartadas cuyos nombres, por cierto, como lo dijo alguna vez el novelista Fernando del Paso, solo sabemos por las desgracias y masacres que suceden en ellas.

Si se habla de la montaña, uno debe sentir la montaña. Así, si uno habla del mundo rural o provinciano educativo uno debe sentir ese mundo y el mecanismo para apreciarlo es mediante el lenguaje, ese organismo vivo que habita en lo más esencial de cada persona. Por ejemplo, en el relato “Amores fingidos”, el personaje- narrador comenta:

El caso es que el runrún de levantar el aula corrió como pedo de indio y el primero que nos puso como palo de gallinero fue el cura Alcántara. Un día nos cayó en plena sesión ejidal, ¡jijuelaguayaba!, echa lumbre hasta por los ojos, ¿te acuerdas lo que dijo tú?

Es en la exploración del lenguaje donde mejor funcionan los relatos de Rubén Velázquez porque, de este modo, los personajes adquieren vida, no son solo muebles literarios que adornan la página o la estrofa. Por ello, más que un escritor instintivo – asunto reduccionista y obtuso – Rubén Velázquez es un autor experimental porque sus ingredientes de alfarería literaria son, precisamente, el lenguaje y la vivencia de esa forma de hablar. Decir es actuar, y los personajes de los cuentos de “Ataúd de la esperanza” actúan como hablan, dicen, nombran e inventan los cordones umbilicales de su comunicación para, irónicamente, retroalimentarse.

Toda experiencia parte del dolor, del desencanto y de la aceptación de esquemas dañinos que, sin embargo, sin ellas no sería posible el andar de un país, de una sociedad. No debe parecer del todo brutal cuando el autor del libro nos cuenta historias de ventas de plazas, de favores sexuales, de esclavitudes morales abyectas a líderes sindicales a cambio de una ilusa mejor vida. Ni deben parecernos esas historias spin off del filme “El infierno”, de Luis Estrada, o de parajes desolados de algún cuento de Eduardo Antonio Parra: son la experimentación de una realidad que allí está aún, que existe y que no sabríamos sino por medio del arte literario, porque la literatura es un mago que nos revela lo atroz de algo real sin decirnos que todos estamos consciente que, efectivamente, no es real más bien sombra de esa realidad.

Los cuentos de “Ataúd de la esperanza”, que en el título mismo asoman escatología e ironía, son alegorías, fábulas, ficciones que nos acercan a las orillas de abismos desde donde se pueden ver personajes que cobran vida conforme avanza la lectura hasta las líneas del relato que cierra el libro, “El patrón”, a mi juicio el mejor del libro, y que desgranan una verdad que recorre su camino de Moebius:

Por eso en esta vida hay que ver hasta lo que no se ve, por ejemplo, aquí cualquiera diría que en este bisne la única reata que manda es la de mi patrón, pero no, no te vayas con la finta, arribita de mi jefecito hay un ojo que todo lo ve y todo lo sabe, él es el que parte el queso y tira y afloja la piola de la perrada.

Celebremos, pues, la aparición de este libro porque es, a la larga, un testimonio: el de un escritor que sabe de lo que habla porque fue maestro rural y eso es, precisamente, lo que le hace mucha falta a la literatura para ser un documento verdaderamente humano: la experiencia directa, verista.

El escritor Yuri Herrera anota: “Yo insisto en que la literatura se trata menos de descubrir cosas nuevas que de mirar las cosas con las que nos cruzamos todos los días de una manera distinta y de nombrarla de una manera que arroje una luz distinta”. Estas palabras parecieran buscar acogida crítica en las páginas del libro “Ataúd de la esperanza”, de Rubén Velázquez Martínez.

Más que un puñado de historias realistas, los cuentos del volumen de Rubén Velázquez son sombra de esas realidades en términos de lo que señala Goethe que “las sombras son el complemento de la luz”. Así, entonces, las tramas de cuentos como “El fallo es inapelable” y “La noche del grito”, son complementos – desde las sombras de la estulticia burocrática del sector educativo – de un haz de luz no de corruptelas sino algo más inquietante: la cultura de la corrupción y lambisconería como forma de vida que engrasa la maquinaria de la convivencia urbana y rural de nuestro país.

La prosa de Rubén Velázquez se desplaza como pez en al agua en las escasas 110 páginas del libro porque posee las aletas más potentes para tal acción: la propia experiencia. Si bien puede verse como un rompecabezas de microrrelatos donde los avernos de sus personajes reciben, a ratos, una brisa consoladora mediante el humor, lo cierto es que el libro es la constatación de una vida dedicada a una profesión, el magisterio, que el autor ejerció por años y, que ahora, esos seres se perpetúan bajos los esquemas infranqueables de la literatura.

Y es que el espacio literario es un coliseo donde lidian la estética, la pasión y la inteligencia. En ese sentido parecer entenderlo el autor: las herramientas para construir la resignación es una de las posesiones de la narración literaria.

Es “Ataúd de la esperanza” una espacialidad de universos de resignaciones y asignaciones de una forma de ser, hacer y vivir lo perverso como parte de algo familiar, que hay que aceptar porque, como dice el matón del cuento “El patrón”, “nomás es cuestión de tener bien abiertos los pinches ojos y respetar las jerarquías”.

Borges decía que “uno puede imaginar un universo sin espacio, pero no sin tiempo”, cosa que Rubén Velázquez aplica en los diez cuentos de su libro: las historias que narra pueden suceder en cualquier espacio o geografía del país pero en un tiempo siempre sucediendo, el de la complacencia, el de los intereses creados por un sistema que es un ente que puede ser abominable y, oh surrealismo mexicano, tan necesario para que la vida siga en muchas comunidades apartadas cuyos nombres, por cierto, como lo dijo alguna vez el novelista Fernando del Paso, solo sabemos por las desgracias y masacres que suceden en ellas.

Si se habla de la montaña, uno debe sentir la montaña. Así, si uno habla del mundo rural o provinciano educativo uno debe sentir ese mundo y el mecanismo para apreciarlo es mediante el lenguaje, ese organismo vivo que habita en lo más esencial de cada persona. Por ejemplo, en el relato “Amores fingidos”, el personaje- narrador comenta:

El caso es que el runrún de levantar el aula corrió como pedo de indio y el primero que nos puso como palo de gallinero fue el cura Alcántara. Un día nos cayó en plena sesión ejidal, ¡jijuelaguayaba!, echa lumbre hasta por los ojos, ¿te acuerdas lo que dijo tú?

Es en la exploración del lenguaje donde mejor funcionan los relatos de Rubén Velázquez porque, de este modo, los personajes adquieren vida, no son solo muebles literarios que adornan la página o la estrofa. Por ello, más que un escritor instintivo – asunto reduccionista y obtuso – Rubén Velázquez es un autor experimental porque sus ingredientes de alfarería literaria son, precisamente, el lenguaje y la vivencia de esa forma de hablar. Decir es actuar, y los personajes de los cuentos de “Ataúd de la esperanza” actúan como hablan, dicen, nombran e inventan los cordones umbilicales de su comunicación para, irónicamente, retroalimentarse.

Toda experiencia parte del dolor, del desencanto y de la aceptación de esquemas dañinos que, sin embargo, sin ellas no sería posible el andar de un país, de una sociedad. No debe parecer del todo brutal cuando el autor del libro nos cuenta historias de ventas de plazas, de favores sexuales, de esclavitudes morales abyectas a líderes sindicales a cambio de una ilusa mejor vida. Ni deben parecernos esas historias spin off del filme “El infierno”, de Luis Estrada, o de parajes desolados de algún cuento de Eduardo Antonio Parra: son la experimentación de una realidad que allí está aún, que existe y que no sabríamos sino por medio del arte literario, porque la literatura es un mago que nos revela lo atroz de algo real sin decirnos que todos estamos consciente que, efectivamente, no es real más bien sombra de esa realidad.

Los cuentos de “Ataúd de la esperanza”, que en el título mismo asoman escatología e ironía, son alegorías, fábulas, ficciones que nos acercan a las orillas de abismos desde donde se pueden ver personajes que cobran vida conforme avanza la lectura hasta las líneas del relato que cierra el libro, “El patrón”, a mi juicio el mejor del libro, y que desgranan una verdad que recorre su camino de Moebius:

Por eso en esta vida hay que ver hasta lo que no se ve, por ejemplo, aquí cualquiera diría que en este bisne la única reata que manda es la de mi patrón, pero no, no te vayas con la finta, arribita de mi jefecito hay un ojo que todo lo ve y todo lo sabe, él es el que parte el queso y tira y afloja la piola de la perrada.

Celebremos, pues, la aparición de este libro porque es, a la larga, un testimonio: el de un escritor que sabe de lo que habla porque fue maestro rural y eso es, precisamente, lo que le hace mucha falta a la literatura para ser un documento verdaderamente humano: la experiencia directa, verista.