/ viernes 7 de agosto de 2020

El Cumpleaños del Perro | Borges en agosto

Nacido el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires, Argentina, Borges fue, antes que nada, un hombre de letras que lo mismo cultivó el cuento, la poesía, el ensayo y las digresiones intelectuales.

Se dice que el mayor homenaje que puede hacérsele a un escritor es leer sus obras. Sólo que al leer a Borges, ¿a quién se lee? ¿Al autor de una hilera interminable de frases sabias, irrebatibles? ¿Al lector que desde temprana edad despreció a Freud y prefirió a los grandes novelistas europeos porque vislumbró en ellos la profundidad psicológica en sus historias y personajes? ¿O leeremos al Borges que, paradójicamente, se inclinaba por la poesía que por la novela al señalar que lo que un escritor decía en 500 páginas el poeta lo podía acotar en un verso?

¿A quién se lee cuando se lee al autor de Funes, el memorioso? ¿Al pater de la literatura fantástica?¿Al literato que, como Ulises, quiso ser Nadie al ser Borges y todos los hombres? ¿O al sorprendente escritor con cuyo cuento El aleph, en sus posibilidades de acceder al vasto mundo de la información y conocimiento se adelantó a la internet? ¿O leeremos al hombre que concebía al mundo como una gran biblioteca universal?

Borges transmutó los géneros literarios porque sus cuentos pueden leerse como ensayos y sus ficciones como líneas poéticas que transcriben otras realidades. Borges con su obra le apostó a una premisa teológica: la idea de que el mundo visible es un signo o cifra invisible y, por ende, creador del mundo. Es decir, estamos aquí, ahora porque significamos algo, como las cosas: “Las cosas/ no durarán más allá de nuestro olvido/: no sabrán nunca que no hemos ido”.

Palabras clave en la obra borgeana son: Espejo, Eternidad, Tiempo, Laberinto. De alguna manera estamos constituidos por laberintos. Rutas que nos extravían y nos ubican en la salida única. Trazos de la realidad, confusos, que nos dibujan con el lápiz del tiempo.

Laberintos de tiempo, de miradas, de sensaciones que nos permiten retroceder porque los laberintos verdaderos se caminan hacia delante, porque regresar es, a la manera de Marguerite Yourcenar, encontrarse con su Minotauro.

Borges fue un laberinto (murió el 14 de junio de 1986), un Tiresias que si no sentenció el futuro, sí cantó a su presente –el presente es perpetuo, escribió Octavio Paz-, que es el presente universal de todos los hombres.

Quizá Borges se perdió en su laberinto, pero dejó rastros: sus muchos versos sabios donde podemos advertir que la salida está dentro de cada lector. Espejismo y realidad (Schopenhauer y Hegel al alimón), la poesía de Borges dibujó no un rostro sino un mundo pero con la condición del tránsito perpetuo del instante. Movimiento ontológico por los territorios de la otredad, la confesión, la erudición y, sobre todo, por la enumeración del conocimiento universal del hombre, como lo señala en su texto Poema de los dones.

Si Orfeo es el cantor y el poeta por excelencia, y cuyo nombre provenía del fenicio “aur” (luz) y “rofae” (curación), siendo “el que curaba por la luz”, podemos anotar que el postrero Orfeo de nuestras letras hispánicas es Jorge Luis Borges, por la luz de sus versos que eran en verdad ideas precisas, innegables.

Borges, antes que nada, fue un cantor porque cantando contó su mundo. Al cantar, el poeta Borges cantó a la historia y a las costumbres, cantó a la ciudad y al instante que se multiplica en otros instantes llamados patria, nación, pueblo. Cantar, siempre cantar, es la responsabilidad del poeta, del escritor.

¿Sirve de algo leer a un poeta como Borges en estos días en tiempos de Covid? Yo creo que sí, para inventar la memoria literaria y así darle imaginación a la vida. Borges bosquejó una dualidad inherente –no sé si lo consiguió-: somos lo real y lo otro. Lo real que es la memoria; lo otro, la vida imaginada.

En la memoria nos resumimos y nos perpetuamos en la realidad que somos: nombre, eco, olvido, nada…

Nacido el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires, Argentina, Borges fue, antes que nada, un hombre de letras que lo mismo cultivó el cuento, la poesía, el ensayo y las digresiones intelectuales.

Se dice que el mayor homenaje que puede hacérsele a un escritor es leer sus obras. Sólo que al leer a Borges, ¿a quién se lee? ¿Al autor de una hilera interminable de frases sabias, irrebatibles? ¿Al lector que desde temprana edad despreció a Freud y prefirió a los grandes novelistas europeos porque vislumbró en ellos la profundidad psicológica en sus historias y personajes? ¿O leeremos al Borges que, paradójicamente, se inclinaba por la poesía que por la novela al señalar que lo que un escritor decía en 500 páginas el poeta lo podía acotar en un verso?

¿A quién se lee cuando se lee al autor de Funes, el memorioso? ¿Al pater de la literatura fantástica?¿Al literato que, como Ulises, quiso ser Nadie al ser Borges y todos los hombres? ¿O al sorprendente escritor con cuyo cuento El aleph, en sus posibilidades de acceder al vasto mundo de la información y conocimiento se adelantó a la internet? ¿O leeremos al hombre que concebía al mundo como una gran biblioteca universal?

Borges transmutó los géneros literarios porque sus cuentos pueden leerse como ensayos y sus ficciones como líneas poéticas que transcriben otras realidades. Borges con su obra le apostó a una premisa teológica: la idea de que el mundo visible es un signo o cifra invisible y, por ende, creador del mundo. Es decir, estamos aquí, ahora porque significamos algo, como las cosas: “Las cosas/ no durarán más allá de nuestro olvido/: no sabrán nunca que no hemos ido”.

Palabras clave en la obra borgeana son: Espejo, Eternidad, Tiempo, Laberinto. De alguna manera estamos constituidos por laberintos. Rutas que nos extravían y nos ubican en la salida única. Trazos de la realidad, confusos, que nos dibujan con el lápiz del tiempo.

Laberintos de tiempo, de miradas, de sensaciones que nos permiten retroceder porque los laberintos verdaderos se caminan hacia delante, porque regresar es, a la manera de Marguerite Yourcenar, encontrarse con su Minotauro.

Borges fue un laberinto (murió el 14 de junio de 1986), un Tiresias que si no sentenció el futuro, sí cantó a su presente –el presente es perpetuo, escribió Octavio Paz-, que es el presente universal de todos los hombres.

Quizá Borges se perdió en su laberinto, pero dejó rastros: sus muchos versos sabios donde podemos advertir que la salida está dentro de cada lector. Espejismo y realidad (Schopenhauer y Hegel al alimón), la poesía de Borges dibujó no un rostro sino un mundo pero con la condición del tránsito perpetuo del instante. Movimiento ontológico por los territorios de la otredad, la confesión, la erudición y, sobre todo, por la enumeración del conocimiento universal del hombre, como lo señala en su texto Poema de los dones.

Si Orfeo es el cantor y el poeta por excelencia, y cuyo nombre provenía del fenicio “aur” (luz) y “rofae” (curación), siendo “el que curaba por la luz”, podemos anotar que el postrero Orfeo de nuestras letras hispánicas es Jorge Luis Borges, por la luz de sus versos que eran en verdad ideas precisas, innegables.

Borges, antes que nada, fue un cantor porque cantando contó su mundo. Al cantar, el poeta Borges cantó a la historia y a las costumbres, cantó a la ciudad y al instante que se multiplica en otros instantes llamados patria, nación, pueblo. Cantar, siempre cantar, es la responsabilidad del poeta, del escritor.

¿Sirve de algo leer a un poeta como Borges en estos días en tiempos de Covid? Yo creo que sí, para inventar la memoria literaria y así darle imaginación a la vida. Borges bosquejó una dualidad inherente –no sé si lo consiguió-: somos lo real y lo otro. Lo real que es la memoria; lo otro, la vida imaginada.

En la memoria nos resumimos y nos perpetuamos en la realidad que somos: nombre, eco, olvido, nada…