/ domingo 6 de junio de 2021

El cumpleaños del perro | Digresiones desde la colonia Campbell

Me descorazona ver que amigos míos artistas antes vehementes, pujantes, están ahora insertados en la nómina de alguna dependencia de gobierno o institución educativa. Y desde allí no son más que tristes figuras de arena a la orilla del mar de la burocracia, la cual significa apatía, conformismo, mediocridad.

Es un desconsuelo y una pérdida moral e intelectual que un artista acabe de burócrata porque por esencia debe ser rebelde, crítico es decir: independiente…

Contigo tengo planes de corsario. Contigo la distancia hacia ti es el espacio más breve del planeta. Contigo, Tampico me sabe a limón, a cerveza fría bajo el calor de las tres de la tarde en El Chairel, mientras a lo lejos, amor, el horizonte se pierde como los años que nos quedan entre los crepúsculos de nuestras vidas…

¿Qué vive en una mujer? Lo mismo pero distinto. Ella sabe que un paso significa razonar la distancia, ajustar el espacio de los albedríos. ¿De qué está hecha una mujer? De la piel de Dios, del vaho del lodo más remoto.

Mirar las cosas como suceden sin quitarles siquiera una coma es la manera en que el tiempo va escribiendo la vida. Las olas del mar son ecos de un mundo que nos contempla, Nos comunica que nada es eterno. Solo el mar. La mujer es mar, océano, gota de eternidad…

Sí, Amy Winehouse, tú sentías demasiado en este mundo, por eso te fuiste a los 27. A tu partida hay que decir siempre: no, no, no…

Las cosas que se extrañan son las que no nos dejan nunca, ni aun en el dolor, es decir: en la añoranza. Siempre buscamos la perpetuación del presente, ese es el error del ego. Caemos, sin duda, en el verso de Pessoa: "Tengo el cansancio anticipado de lo que no encontraré". Buscar significa creer. Las pequeñas cosas pasadas, como apunta Serrat en su canción, "nos hacen que/ lloremos cuando/ nadie nos ve." Llorar es la confirmación del vivir...

Más allá de la luz no hay dónde descansar. Acaso en el hueco de la mano o en las manecillas de un reloj desmemoriado. Altas noches, subterráneos días. Los ángeles afianzan la duda. El aire es cielo. El aire que todos somos.

Alzo la vista y veo que los pájaros son libres, no tienen fronteras. Yo tengo muchas anclas en las manos, en los hombros, en la mirada, en el pecho. No soy marinero ni sé de pecios que me pueden salvar. Me hundo en un mar interior cada vez más, y ¿dónde está la mano que me saque a flote?. Aún la espero.

En la noche hay fugas clandestinas, siglos que estallan en las vísceras de los segundos. En la oscuridad hay otro idioma, otros números rigen la suma la voz adquiere otro tono. A plena luz el corazón duerme en su metamorfosis. El aire delata la radiografía de los signos del adiós de las miradas. Túnel acortado el tiempo registra el tránsito.

Alzo la vista, la noche sangra. Lágrimas de luz caen, forman arroyos que van hacia algún sueño.

Es mi calle, el lugar de mis mayores recuerdos. Calle Monterrey, en Tampico, en la frontera con el Cascajal.

Subiendo la Monterrey se topa uno con la Linares, calle paralela –custodio, reptil de asfalto, curva de breña- al Paseo Bellavista. Oh, el Paseo Bellavista, aleph, faro mestizo, cíclope perenne que observa al Chairel, al Muelle, al Pánuco, al Tamesí. Paseo Bellavista donde una vez lloré (bueno: varias veces) porque no estaba conforme con mi vida.

Frente a la Prevo Uno (Secundaria Francisco Nicodemo) recuerdo que tomamos el autobús Bellavista, una tarde que salíamos de nuestra amada secundaria, Adriana Margarita y yo, mi condiscípula y la alumna más inteligente que conocí en mi vida estudiantil, hacia nuestras respectivas casas –Adriana, si mal no me ubico- vivía atrasito de la escuela Zaragoza, la cual se hizo famosa porque allí estudió alguien que fue gobernador.

El trayecto del autobús por la curva que le da el nombre al Paseo Bellavista era un agasajo visual. Desde allí se podía ver Tampico vestido de agua, de puerto, de brisa, de sudor nostálgico.

Hoy en mi memoria recorro la calle Monterrey y mi pecho vibra. Los nombres de mis amigos Doroteo (Tello), el mejor amigo de mi infancia, Alejandro, Panchín, Martín Solano (El Chino), y de vecinos pretéritos: los Tamez, los Medrano Cárdenas (los dos Ponchos, doña Socorro, sus hijas), los Solano (don Amador, doña Tina) y doña Esperanza Martínez, la cual a sus casi noventa años seguía aguardando por la única hermana que dejó de ver desde joven.

Mi casa tenía un patio grande (y aún lo tiene) donde jugábamos futbol. No me acuerdo quién me enseñó (ah: ya sé: don Beto, hijo mayor de doña Esperanza, quien era carpintero) a hacer porterías de madera que forraba con costales de azúcar que servían de red.

La batahola en el patio era buena: El más hábil con el balón era Jesús, a quien le decíamos de cariño El Pelón; él solo se “burlaba” casi a todos. Mi patio, donde también jugábamos a los “hoyos”, que consistía en escarbar unos socavones no muy profundos (de cinco centímetros) suficientemente holgados para que cupiera la pelota. El dueño del hoyo adonde cayese la pelota tenía la obligación de coger el esférico y asestárselo a los demás niños: quien recibiera el pelotazo perdía.

Con los ojos del adulto que soy ahora veo ese pequeño pedazo de mi pasado de niño. La memoria es como una telaraña que atrapa, retiene momentos, sucesos que allí permanecen hasta que, desde el presente, liberamos.

Contradiciendo a Octavio Paz (“el presente es perpetuo”) el pasado es perpetuo…

Me descorazona ver que amigos míos artistas antes vehementes, pujantes, están ahora insertados en la nómina de alguna dependencia de gobierno o institución educativa. Y desde allí no son más que tristes figuras de arena a la orilla del mar de la burocracia, la cual significa apatía, conformismo, mediocridad.

Es un desconsuelo y una pérdida moral e intelectual que un artista acabe de burócrata porque por esencia debe ser rebelde, crítico es decir: independiente…

Contigo tengo planes de corsario. Contigo la distancia hacia ti es el espacio más breve del planeta. Contigo, Tampico me sabe a limón, a cerveza fría bajo el calor de las tres de la tarde en El Chairel, mientras a lo lejos, amor, el horizonte se pierde como los años que nos quedan entre los crepúsculos de nuestras vidas…

¿Qué vive en una mujer? Lo mismo pero distinto. Ella sabe que un paso significa razonar la distancia, ajustar el espacio de los albedríos. ¿De qué está hecha una mujer? De la piel de Dios, del vaho del lodo más remoto.

Mirar las cosas como suceden sin quitarles siquiera una coma es la manera en que el tiempo va escribiendo la vida. Las olas del mar son ecos de un mundo que nos contempla, Nos comunica que nada es eterno. Solo el mar. La mujer es mar, océano, gota de eternidad…

Sí, Amy Winehouse, tú sentías demasiado en este mundo, por eso te fuiste a los 27. A tu partida hay que decir siempre: no, no, no…

Las cosas que se extrañan son las que no nos dejan nunca, ni aun en el dolor, es decir: en la añoranza. Siempre buscamos la perpetuación del presente, ese es el error del ego. Caemos, sin duda, en el verso de Pessoa: "Tengo el cansancio anticipado de lo que no encontraré". Buscar significa creer. Las pequeñas cosas pasadas, como apunta Serrat en su canción, "nos hacen que/ lloremos cuando/ nadie nos ve." Llorar es la confirmación del vivir...

Más allá de la luz no hay dónde descansar. Acaso en el hueco de la mano o en las manecillas de un reloj desmemoriado. Altas noches, subterráneos días. Los ángeles afianzan la duda. El aire es cielo. El aire que todos somos.

Alzo la vista y veo que los pájaros son libres, no tienen fronteras. Yo tengo muchas anclas en las manos, en los hombros, en la mirada, en el pecho. No soy marinero ni sé de pecios que me pueden salvar. Me hundo en un mar interior cada vez más, y ¿dónde está la mano que me saque a flote?. Aún la espero.

En la noche hay fugas clandestinas, siglos que estallan en las vísceras de los segundos. En la oscuridad hay otro idioma, otros números rigen la suma la voz adquiere otro tono. A plena luz el corazón duerme en su metamorfosis. El aire delata la radiografía de los signos del adiós de las miradas. Túnel acortado el tiempo registra el tránsito.

Alzo la vista, la noche sangra. Lágrimas de luz caen, forman arroyos que van hacia algún sueño.

Es mi calle, el lugar de mis mayores recuerdos. Calle Monterrey, en Tampico, en la frontera con el Cascajal.

Subiendo la Monterrey se topa uno con la Linares, calle paralela –custodio, reptil de asfalto, curva de breña- al Paseo Bellavista. Oh, el Paseo Bellavista, aleph, faro mestizo, cíclope perenne que observa al Chairel, al Muelle, al Pánuco, al Tamesí. Paseo Bellavista donde una vez lloré (bueno: varias veces) porque no estaba conforme con mi vida.

Frente a la Prevo Uno (Secundaria Francisco Nicodemo) recuerdo que tomamos el autobús Bellavista, una tarde que salíamos de nuestra amada secundaria, Adriana Margarita y yo, mi condiscípula y la alumna más inteligente que conocí en mi vida estudiantil, hacia nuestras respectivas casas –Adriana, si mal no me ubico- vivía atrasito de la escuela Zaragoza, la cual se hizo famosa porque allí estudió alguien que fue gobernador.

El trayecto del autobús por la curva que le da el nombre al Paseo Bellavista era un agasajo visual. Desde allí se podía ver Tampico vestido de agua, de puerto, de brisa, de sudor nostálgico.

Hoy en mi memoria recorro la calle Monterrey y mi pecho vibra. Los nombres de mis amigos Doroteo (Tello), el mejor amigo de mi infancia, Alejandro, Panchín, Martín Solano (El Chino), y de vecinos pretéritos: los Tamez, los Medrano Cárdenas (los dos Ponchos, doña Socorro, sus hijas), los Solano (don Amador, doña Tina) y doña Esperanza Martínez, la cual a sus casi noventa años seguía aguardando por la única hermana que dejó de ver desde joven.

Mi casa tenía un patio grande (y aún lo tiene) donde jugábamos futbol. No me acuerdo quién me enseñó (ah: ya sé: don Beto, hijo mayor de doña Esperanza, quien era carpintero) a hacer porterías de madera que forraba con costales de azúcar que servían de red.

La batahola en el patio era buena: El más hábil con el balón era Jesús, a quien le decíamos de cariño El Pelón; él solo se “burlaba” casi a todos. Mi patio, donde también jugábamos a los “hoyos”, que consistía en escarbar unos socavones no muy profundos (de cinco centímetros) suficientemente holgados para que cupiera la pelota. El dueño del hoyo adonde cayese la pelota tenía la obligación de coger el esférico y asestárselo a los demás niños: quien recibiera el pelotazo perdía.

Con los ojos del adulto que soy ahora veo ese pequeño pedazo de mi pasado de niño. La memoria es como una telaraña que atrapa, retiene momentos, sucesos que allí permanecen hasta que, desde el presente, liberamos.

Contradiciendo a Octavio Paz (“el presente es perpetuo”) el pasado es perpetuo…