/ lunes 19 de octubre de 2020

El cumpleaños del perro | El cine de Michael Haneke

Ha dicho Michael Haneke: "En mis películas hablo de cosas desagradables sin ofrecer respuestas a las preguntas que planteo". Verdad buena. La labor del artista – y él lo es con creces – es demostrarle al mundo que todo está mal, que hay demonios arriba de la casa y, lo peor, dentro de la misma.

Un filme de Haneke es incómodo porque allí hay arte y decir arte (al igual que en Buñuel o Bergman o Fellini) hay inconformidad de espíritu.

Para Haneke la familia o el amor ("Amor"/ 2012, "Happy End"/ 2017) son antípodas de un universo dañado por la moral, la costumbre y los altos vuelos de lo políticamente correcto.

El cine de Haneke no contiene ideas: es un cine que cuestiona a la idea misma como producto intelectual porque para Haneke lo racional ("Funny Games"/ 1997) no cabe frente a una lente de cine porque una imagen es diégesis, manipulación ("El video de Benny"/ 1992. No hay nada puro, todo viene infectado por las relaciones humanas y eso, para un intelectual como Haneke, es motivo para preguntar. Porque el arte no tiene como objetivo responder sino interrogar a la realidad.

Sólo que, ¿cuál es la realidad que somete a un interrogatorio el cine de Haneke? ¿El centroeuropeo, supuestamente civilizado pero que dio al nazismo ("La cinta blanca"/ 2009)? ¿O el del hombre que no está conforme con el mundo y para enfrentarlo hay que tomar el discurso espinoso, ácido y doloroso del arte?

El de Michael Haneke es un cine humano, impreciso ("El tiempo del lobo"/ 2003), maldito ("La pianista"/ 2001), esperanzador. La humanidad planeada por Haneke está hastiada de sí misma ("El séptimo continente"/ 1989) y por ello debe abolirse mediante al arte. Es decir, mediante el cine ejecuta un ejercicio de exorcismo y suplantación de las acciones humanas. Y para ello no emplea la alegoría o la metáfora, más bien saca a relucir el arma más letal de todo narrador: la retórica visual cuya puesta en escena es áspera, crispante, doliente, ¿perversa?

El cine de Haneke es la constatación que los actos violentos, la irrupción de lo irracional pueden estar contenidos en el poderío de los personajes.

El escritor y guionista Guillermo Arriaga aduce que todo personaje de cine debe ajustarse al efecto causa-efecto, no para sostenerse en una lógica de acción sino en un nódulo de verosimilitud de dicha acción.

Y, a diferencia de Tarantino, por ejemplo, el cine de Haneke está compuesto por personajes, no por remedos caricaturescos de personajes.

Ha dicho Michael Haneke: "En mis películas hablo de cosas desagradables sin ofrecer respuestas a las preguntas que planteo". Verdad buena. La labor del artista – y él lo es con creces – es demostrarle al mundo que todo está mal, que hay demonios arriba de la casa y, lo peor, dentro de la misma.

Un filme de Haneke es incómodo porque allí hay arte y decir arte (al igual que en Buñuel o Bergman o Fellini) hay inconformidad de espíritu.

Para Haneke la familia o el amor ("Amor"/ 2012, "Happy End"/ 2017) son antípodas de un universo dañado por la moral, la costumbre y los altos vuelos de lo políticamente correcto.

El cine de Haneke no contiene ideas: es un cine que cuestiona a la idea misma como producto intelectual porque para Haneke lo racional ("Funny Games"/ 1997) no cabe frente a una lente de cine porque una imagen es diégesis, manipulación ("El video de Benny"/ 1992. No hay nada puro, todo viene infectado por las relaciones humanas y eso, para un intelectual como Haneke, es motivo para preguntar. Porque el arte no tiene como objetivo responder sino interrogar a la realidad.

Sólo que, ¿cuál es la realidad que somete a un interrogatorio el cine de Haneke? ¿El centroeuropeo, supuestamente civilizado pero que dio al nazismo ("La cinta blanca"/ 2009)? ¿O el del hombre que no está conforme con el mundo y para enfrentarlo hay que tomar el discurso espinoso, ácido y doloroso del arte?

El de Michael Haneke es un cine humano, impreciso ("El tiempo del lobo"/ 2003), maldito ("La pianista"/ 2001), esperanzador. La humanidad planeada por Haneke está hastiada de sí misma ("El séptimo continente"/ 1989) y por ello debe abolirse mediante al arte. Es decir, mediante el cine ejecuta un ejercicio de exorcismo y suplantación de las acciones humanas. Y para ello no emplea la alegoría o la metáfora, más bien saca a relucir el arma más letal de todo narrador: la retórica visual cuya puesta en escena es áspera, crispante, doliente, ¿perversa?

El cine de Haneke es la constatación que los actos violentos, la irrupción de lo irracional pueden estar contenidos en el poderío de los personajes.

El escritor y guionista Guillermo Arriaga aduce que todo personaje de cine debe ajustarse al efecto causa-efecto, no para sostenerse en una lógica de acción sino en un nódulo de verosimilitud de dicha acción.

Y, a diferencia de Tarantino, por ejemplo, el cine de Haneke está compuesto por personajes, no por remedos caricaturescos de personajes.