El árbol de la vida/ 2012, de Terrence Malik, es un film-ensayo-texto poético- melodrama- ciencia ficción- alegato moral filosófico. Y es que con Terrence Malick sucede algo atípico en el cine contemporáneo: se trata acaso del único director que no da entrevistas ni publicita sus filmes y, por lo tanto, para acceder a una foto suya es harto difícil. Guardando proporciones, podríamos decir, en este sentido, que se trata del “Gabriel Zaid fílmico”.
Malick es tal vez el cineasta más personal (junto a Stanley Kubrick) que haya tenido el cine de cualquier época. Poseedor de un estilo único, irrepetible y contemplativo, Malick es un filósofo de la imagen narrativa. Sus filmes nos remiten a una dualidad insoslayable: la naturaleza y el hombre bajo una premisa evidente, la exploración.
Decir exploración en un artista como Malick significa abrir los tentáculos de la sensibilidad fílmica para caer en una red invisible: la introspección.
Terrence Malick es, también, un poeta cuya grafía visual es prístina, irrefutablemente directa (solo filma con luz natural) y deja en el espectador la sensación de tocar la imagen, aunque se le critique a veces el abuso del gran angular.
En esta su galardonada cinta con la Palma de Oro en Cannes en 2011, El árbol de la vida, estamos ante su ejercicio fílmico “summa”: la naturaleza cósmica y bruta de los amantes asesinos de Bad lands/ 1974, el delirio bucólico de Días de cielo/ 1978, el instinto destructor simbiótico del hombre y su entorno de La delgada línea roja/ 1998 y el sondeo azaroso del sentimiento del hombre ante la instauración de su modus vivendis de El nuevo mundo/ 2005.
La historia de los O’Brien: el padre autoritario (Brad Pitt), la madre comprensiva (Jessica Chastain), ambientada en Waco, Texas, en los años cincuenta, es llevada por Malick por derroteros admirables. Del drama que abre heridas incurables (la muerte del hijo mayor de los O’Brien), hasta la indagación misma del origen del hombre y su circunstancia (Ortega y Gasset, Spielberg y Heidegger a la vez), Malick rastrea el boson de Higgs proto espiritual del hombre en la mismísima creación del universo, pasando por las diferentes eras.
Al espectador medio, Malick lo deja impávido al transitar, sin aparente hilo conductor, de la rutina de una familia en Texas, hasta la rutina de los dinosaurios. Ensayo fílmico impar.
La fotografía de Emmanuel Lubezki es pulcra, sin mayores arriesgues estéticos. La pirotécnica de los efectos especiales se une de manera imperceptible con el hálito de la narración minimalista del guion y la banda sonora. Si bien Malick puede ser tachado de pedante por este filme, bueno, qué es la creación artística: la magnificencia del ego.
La historia de uno de los O’Brien hijo en su edad adulta (Sean Penn), es utilizada por Malick como el Virgilio bergmaniano para justificar la pérdida (in) humana del ser amado en el vasto repertorio del universo. Malick establece un diálogo existencial geofísico en el segmento final de la playa...